A pesar de su enorme influencia en la poesía peninsular, todavía es para el gran público lector un relativo desconocido. Algo imperdonable si tenemos en cuenta que, además, William Butler Yeats (1865-1939) escribió algunas de las páginas en inglés más hermosas e inolvidables. La editorial Cátedra nos ofrece, dentro de su emblemática colección “letras universales”, la oportunidad de saldar esta deuda con la accesible e interesante novedad que es ’89 poemas (Antología poética 1883-1939)’. Una extraordinaria edición bilingüe que, a cargo del profesor José Francisco Ruiz Casanova (actualmente docente en la U. Pompeu Fabra), nos permite recorrer la evolución de su obra tanto en su lengua original como en su traducción -también a cargo del prof. Ruiz Casanova-.
Así, podremos descubrir a un autor que, aunque cada vez más maduro, y por ello sagaz en la incorporación de nuevos temas y claves de escritura a medida que su vida cambia, conserva, sin embargo, incluso en el final de sus días, las mismas esencias con las que había comenzado más de cincuenta años antes. Destacando, de entre ellas, el uso de las referencias populares (folclóricas y mitológicas) de su Irlanda natal para, inspirándose en historias o canciones o personajes mitológicos, construir poemas que, aún con sonido de himno, son capaces de transmitirnos una relación de intimidad y amor orgánico con su tierra natal que va mucho más allá de los convulsos momentos de lucha por su independencia que, por aquel entonces, estaban entablando las tierras de Éire contra el colonizador inglés. Un sentimiento que podemos observar desde su primer aliento, en “La canción del pastor feliz” hasta “Al pie del Ben Bulben”, una de sus últimas piezas, pasando por otras como “A Irlanda en tiempos venideros” o “Soy de Irlanda”.
Y es que, si algo hace especial la poesía de Yeats, es su capacidad para dotar de una perspectiva personal y única a sus obras. Lo consigue de forma excelsa hasta cuando el tema sería, por su fuerte matiz político, más propio de una voz poética colectiva que de un tono tan particular, incluso íntimo, como el que Yeats es capaz de imprimirle. De hecho, aunque es verdad que sus primeras poesías usan claramente signos de identificación colectiva, como son la rosa blanca y la rosa roja y la espada, o los elementos naturales propios del paisaje de aquellas tierras, a medida que afila su estilo va, progresivamente, rehuyendo de estas cadenas estilísticas para volverse, cada vez más, un poeta con voz propia y catálogo de imágenes exclusivo. Una ruptura que se hace explícita, también respecto a sus vínculos políticos e ideológicos, en poemas de tono crítico y amargo como “Reconciliación” o “Los líderes de la multitud”.
Un proceso de ruptura de cadenas que va dejando espacio a otra de las grandes preocupaciones vitales de Yeats: el paso del tiempo, la pérdida de la juventud y la belleza y, con ella, la entrada en un estado de decadencia, de decrepitud, de lento decaer. Al final de la existencia humana, la muerte se alcanza, gozosa, como una vía de transcendencia hacia una nueva fase de la existencia y de la vida, plena y luminosa, próxima a lo divino, dónde la falsa separación vida-muerte puede volver a reconciliarse con el “uno”.
Esta concepción, heredera en cierto sentido de la escuela teosófica de la que fue seguidor durante buena parte de sus días y que dejó en él una huella mística imposible de borrar, hace del tempus fugit uno de sus tópicos recurrentes. Si bien las imágenes con que Yeats lo desarrolla en su obra son de una originalidad extraordinaria pues él no refleja tanto el proceso del paso del tiempo (inherente a la existencia humana) como la forma del tiempo eterno (propio de lo bello, lo sabio y lo divino). Por eso, más que ver lo mutable, lo cambiante, lo que está en constante movimiento, lo que Yeats nos muestra es lo estático y lo inmóvil en cuanto reflejo de lo inmutable, de lo constante, de lo eterno. Dios se refleja no en lo que va a desaparecer sino en lo que siempre ha estado y seguirá estando.
Este cambio en la perspectiva y sus imágenes tiene su proyección, claro, en las dimensiones espaciales en que estas imágenes se forman. Para Yeats lo profundo no es lo oscuro o lo oculto, como nos es recurrente leer, sino lo excelso, lo divino, aquello que es accesible solo para quién se sacrifica para situarse “ad profundis”, bajo las aguas o bajo la tierra (como las raíces). Al mismo tiempo, lo evidente, lo corriente, lo mutable, es aquello que, en cuanto material, intranscendente, se sitúa a simple vista, en la superficie, en el plano de la existencia humana. Un plano donde solo la belleza y la juventud, y en su última etapa poética también la actividad física, en cuanto máximas realizaciones de la potencia aristotélica, serían muestra de un mayor aprovechamiento de nuestro tiempo en este plano de la existencia.
Con estas claves entendemos mejor su recurrente amargura lírica frente a la mujer de la que estuvo profundamente enamorado y cuyo inalcanzable amor supuso para él una frustración y un tormento (Maud Gonne). Su homenaje a aquellas amistades o figuras relevantes próximas a él que, desde su punto de vista, sí eran portadores honorarios de estos atributos (“La condesa Cathleen en el paraíso” o “Un aviador irlandés prevé su muerte” dedicado a Robert Gregory). O esas piezas dedicadas a su prole no tanto desde la ternura como desde la admiración a su potencial todavía por llegar (léase, por ejemplo, la subyugante “Canción de cuna”).
Y, por supuesto, no podemos cerrar esta fugaz revisión a Yeats sin comentar su uso de los símbolos. A través del psicoanálisis y el esoterismo es que eleva la palabra, en cuanto símbolo arbitrario también de significante y significado, a un juego con el lector que no es sino con una lectura transversal de su poesía a lo largo del tiempo que puede llegar a ganar de alguna forma (nunca por completo, pues es la mente del poeta la que tiene las respuestas).
Mucho más quedaría por decir, pero para ello está la estupenda edición que Cátedra nos ha preparado en estos ’89 poemas’ (Cátedra, 2021). En ella podremos leer sobre la evolución de su poesía, sobre las características que configuran cada una de sus etapas, las influencias recibidas de otros autores y personas que estaban en su vida, así como un especial apartado a su recepción en España (que pone en valor a Enrique Díez-Canedo como el primer traductor peninsular de Yeats ya en 1910). Convirtiendo a este pequeño libro en una de las principales aportaciones en castellano al conocimiento de la obra del irlandés, si bien todavía muy lejana de lo que debiera ser y, sin duda, algún día acabará siendo. Hasta entonces, esta edición del prof. Ruiz Casanova es una lectura de paso obligada para un poeta tan grande como William Butler Yeats.