El nuevo lobo, Togô Shigekata, es víctima de un ardid del propio shogunato, espoleado mediante argucias y ataques de falsa bandera a llegar cuanto antes a Satsuma y cumplir el juramento a un muerto de entregar su mensaje, sin saber que el fallecido era en realidad un siervo del propio bakufu.
Aun con todo, tiene tiempo de entrenar a Daigoro en el estilo de Jigen-Ryû. Los capítulos dos y tres son toda una poesía visual sobre el entrenamiento, el recuerdo de su padre y la superación personal. Percatarse de que Daigoro se aleja del camino de Itto Ogami para aprender el estilo de otro, para seguir su propia senda supone un golpe de efecto de una lírica mayúscula. No en vano el tiempo suspendido es representado dentro de un pequeño templo, tal como haría el propio Kurosawa en Yojimbo, y uno llega incluso a asociarlo con el propio kanji de tiempo, que no es sino el sol bajo la puerta de un templo.
Los ataques se suceden. Algunos, especialistas en diferentes artes marciales y armas, otros, diestros espadachines ayudados por la fuerza del número. Sin embargo, aparte de la maestría de Shigekata, algo aún más terrorífico se pone en relieve: la impasividad de Daigoro, que recorre el camino sin miedo ni emoción del meifumando. Incluso un experto en karate, un arte que se vale de la reacción del contrario, es incapaz de ganar al pequeño, pues ninguna reacción provoca la amenaza de la muerte en su joven rostro. Wu wei, no-acción, como reza el lema sobre el trono de los emperadores chinos.
Pronto descubren los sicarios del gobierno central que apenas pueden enfrentarse a Shigekata, y que el verdadero causante del retraso de éste para llegar a Satsuma es el propio Daigoro. Cuidando de él, entrenándolo, anteponiendo su deber como padre adoptivo al del compromiso con el desconocido difunto, Shigekata no se preocupa por el tiempo que pasa, aún siendo atacado constantemente para que se dé prisa.
Kazuo Koike usa sus propias cartas marcadas para hacer de éste un relato interesante, épico, único y alejado de la nostalgia. Siguen aquí los ingredientes básicos del maestro guionista: las continuas referencias históricas, religiosas, castrenses…, las conspiraciones feudales, los engaños, dobles engaños y el sorteo de éstos a través de nudos gordianos, los personajes de sexo ambiguo y por supuesto el honor y la carga interior de unos protagonistas más grandes que la vida misma. Lo mejor de Koike siempre es ir viendo como levanta esas cartas una a una y, aunque sean las mismas, como siempre lo son en una baraja, cada vez el juego sea totalmente distinto, con sus quiebros, sus comodines, sus jugadores, los que van de farol, los que parece que van a ganar y pierden, los que parece que van a perder y ganan. No podemos pedirle a un viejo maestro que pinte con otra técnica ni que emule sus viejas obras, sólo podemos esperar que nos cuente lo que sabe como sabe mejor que nadie.
Como he apuntado al inicio, Hideki Mori bebe de la corriente del maestro Kojima pero es capaz de buscar su propio camino y narrar de forma distinguible. Las viñetas son más contundentes, reforzadas incluso por una cuadricula de aspiración ortogonal con un borde potente, en donde se suele mostrar las figuras a tamaño completo y donde los detalles del paisaje son profusos y abigarrados, desechando la abstracción que a veces proponía su antecesor, pero que predican la carencia de miedo ante la ejecución de escenas complejas. La acción y los combates se resuelven de una manera cinematográfica, o por lo menos emparentada con esa noción de samurái experto que mata con un solo toque veloz, sin recrearse en aquellos silencios que duran páginas en los que los duelistas se mantienen hieráticos.
¿Conseguirá Shigekata superar las sospechosas preguntas del estratega de Satsuma o será visto como un traidor? ¿Logrará mantener bajo su amparo a Daigoro, el cachorro del Lobo? Estará por ver…