«Los chicos del Club de los Mejores nos comprometemos a apoyarnos en todo momento y a compartir todos nuestros cómics. Si algún mayor quiere pegarnos, nos defenderemos todos juntos. Y si alguno de nosotros es millonario, tendrá que darles dinero a los demás. Quien no lo cumpla se las verá con Mackenzie y le quitará todo lo que tiene, dejándolo sin nada»
Un trozo de cartón plastificado, cinco siluetas: las de Walter, Cormac, Peter, Trevor y Tony (el pobre Tony), y un Gato. De eso se sirve el enmascarado Arthur Gunn (la cara oculta de Claudio Cerdán) para fabricar, lubricar y poner en marcha, una adrenalítica atracción de feria a caballo entre la Casa del Terror, la Montaña Rusa y el Circo de los Espejos, cuyas únicas normas serán, las de ajustarse las barras de protección y no sacar ni levantar los brazos. Y recuerden: quién nos la cumpla, se las verá con Mackenzie y le quitará todo lo que tiene, dejándolo sin nada de nada. Vayan comprando las entradas, el parque se inaugura mañana 28 de septiembre y tiene aforo limitado: “El club de los mejores”, de Arthur Gunn (Ediciones B).
“Cuando fuimos los mejores, el dinero se gastaba, se podía comprar todo, incluso vuestras almas”. Porque todo tiene un precio, incluso la amistad. En esta ocasión valorada en 105.000 dólares, los mismos que Walter, el ingeniero de renombre, le presta a Cormac, el inversor influyente, para que cuadren las cuentas y pueda, éste último, resolver “su problema”. Cormac, el de las orejas de soplillo, el mismo Cormac que está plantado en su puerta, con un rostro bañando en lágrimas, aspecto de muñeco roto y una bolsa de deporte. Es de madrugada, cuando ocurren todas las cosas extrañas al refugio de las sombras, y su actitud, su expresión corporal, indican que no, no viene a pedir un sillón en el que pasar la noche. Hay “algo” más, ese algo, ese “problema”, viene en formato DVD: «Tenemos a su mujer. Queremos un millón de dólares antes de las cuatro de la madrugada o…» el resto os lo podéis imaginar.
La solución parece sencilla, se trata de un simple intercambio: una vida, la de Natalie, la mujer de Cormac, por un millón de dólares. Pero una de las Leyes de Murphy dicta que si algo puede salir mal, saldrá mal, y es que cuando Walter y Cormac llegan al lugar pactado para realizar el intercambio, Walter termina con la sensación de ser el único de la fiesta que no ha entendido el chiste. Quizás, si viaja a Crosby, el pueblo de su niñez, la cloaca de donde siempre quiso escapar, encuentre a alguien que se lo explique.
Nunca es sencillo transitar por las habitaciones de la Casa del Terror por muy señalizado que esté el recorrido. Bienvenidos a la primera de las atracciones de feria del Sr. Gunn, en la que todo puede que sea attrezzo, distracción, trucos de cámara para distraer la atención.
“Cuando fuimos los mejores, nuestro otro yo nos acechaba, mercaderes de deseos, habitantes de la nada”. Esa “nada” tiene la forma de Crosby, una pequeña ciudad al norte de Minneapolis, hogar de la infancia del Club de los mejores. Aquella misma ciudad donde unos 30 años antes del secuestro, ellos se creían los amos del mundo, ya fuera impartiendo justicia en los vestuarios, o descubriendo una serpiente gigante en el lago. La misma ciudad por la que una soleada tarde, los “mejores” volaban a lomos de sus bicis, sin darse cuenta de que su infancia se iba diluyendo de pedalada en pedalada, y su juventud, colgaría inerte de un pino.
«El pasado es un lugar perfecto para dejar los recuerdos y los secretos, porque nadie va a sacarlos de allí nunca» escucha decir Walter en Crosby ¿nunca? Nada más lejos de la realidad. Todo efecto, tiene su consecuencia, por más kilómetros que pongamos de por medio; y todo secreto no desvelado, actúa como una losa que te acompaña a cada paso: «No podemos contar nada- dijo Walter–. Este debe ser nuestro secreto. Y por primera vez en su vida, se sintió muy solo […]»
No podemos escapar de los niños que fuimos, nuestro otro yo nos acecha a la vuelta de la esquina, porque el pasado siempre vuelve, y cuando lo hace, actúa como un perro de presa que no entiende de órdenes: una vez en sus mandíbulas, es mejor no resistirse y dejarle hacer, en caso contrario, la fuerza, el desgarro y el dolor, será mayor. La mejor opción cuando el pasado te echa el lazo, es hacerlo frente, asumir las consecuencias y rezar para que no apriete demasiado.
Como frente has de hacer al Circo de los Espejos de Arthur Gunn si lo que quieres es ver cómo cambia tu reflejo: se agranda, se empequeñece, se distorsiona, se deforma… pero nunca muestra la realidad, o quizás sí, pero ésta sea demasiado dolorosa para asumirla.
“Cuando fuimos los mejores, dejamos de ser nosotros, lo peor que llevas dentro, se refugia en tu mirada”. Y la mirada de Walter, esconde un esqueleto que ha cobrado vida al ritmo de la llamada de auxilio de Cormac. Pero como buen Ingeniero que es, tiene una mente entrenada para resolver los problemas, aunque para ello, deba descender a sus propios infiernos y enfrentarse a ellos con las manos desnudas y una calculadora. Ya se sabe: la luz mata la oscuridad, y como escuchó una tarde en la casa del árbol: «La diferencia entre un héroe y un villano es que aunque ambos creen hacer lo correcto, solo el héroe acierta»…sólo el héroe acierta, que gran pensamiento.
Y aquí llegamos a la última de las atracciones: una montaña rusa de emociones, trampantojos, amenazas veladas, cepos para osos y un reloj que con sus manecillas marca a derechas las decisiones que hemos de tomar como adultos, y a izquierdas, aquellas que nunca debimos tomar como niños. Se acerca el doble giro en curva de la atracción, la última subida, la frenética bajada y será entonces cuando las máscaras caigan, cuando cada cual muestre su elección del “piedra, papel, tijera, lagarto o Spock” y los focos iluminen a quién actuó como héroe y a quién no tuvo más remedio que ser villano.
“El club de los mejores” o escribir una novela negra sin muertos. Ese era el objetivo principal del autor y no le debe haber resultado nada fácil. Primero porque, que yo sepa, no había precedentes de los que tomar ejemplo, y segundo porque si Ray Donovan viene de visita, aunque sea en forma de “cameo”, vete eligiendo el tipo de madera (ya lo entenderéis, algunos). Y lo ha conseguido, aunque si somos estrictos y quisquillosos, con matices. De lo que no hay duda, es que sí, es cierto, como indica la propaganda: la trama rebosa de tensión, ritmo, adicción y giros insospechados. Etiquetas habitualmente huecas cuando forman parte de una promoción, pero que Arthur Gunn rellena hasta reventar y atenaza con una maroma, como quién rellena un pavo por navidad. Una novela que huye de lo previsible y del -con frecuencia- encorsetado esquema de los thrillers de manual. Tanto es así, que me juego mi pensión a que no veréis venir el desenlace.
Eso es sin duda lo que más de cabeza me ha traído: Gunn me ha manejado como una marioneta desde la primera página. Ha confeccionado un rocambolesco último caso del Club, desarrollado a lo largo de 30 años (los saltos de cámara entre “ahora” y “entonces” serán continuos pero necesarios), cuyos rastros de migas de pan llevan una y otra vez a callejones sin salida, a un laberinto de pistas, del que solo puedes salir volando mediante el combustible del continuo pasar de páginas. Solo así, podrás encontrar la tierra removida que señala el lugar donde quedó enterrado el sentimiento de culpa y quién sabe, si también el de redención.
Una novela donde el autor deja de manifiesto, que la infancia no es idílica. Ya lo dijo Ana María Matute: «Hay muchas clases de luz en la oscuridad. La infancia es el período más largo de la vida». La niñez es una falacia, por mucho que nos empeñemos en recordarla con una sonrisa tontorrona. Es lo que tiene la nostalgia: que solo nos acordamos de las cosas buenas, pero cuando alguien llama a tu puerta y te levanta de la cama para remover “aquellos maravillosos años”, la verdad se abalanza sobre ti como la declaración de la renta. Y es que la infancia es como la mierda: cuanto más se remueve, peor huele.
Dejando a un lado que hay pequeños detalles que no han terminado de quedar redondos y pulidos y que me constan que sí lo estaban en una versión más extensa, la nueva novela de Claudio Cerdán y debut literario de Arthur Gunn, es todo un homenaje a los niños que fuimos y al dilema de hacerse adulto. Donde se juega mucho con la melancolía, y que destila cierto aroma ochentero que avivará en vuestra memoria películas tan deliciosas como “Los Goonies”, “Cuenta conmigo”, la de tan de moda “Stranger Things” o cualquier otra dónde aparezcan bicis, casas en árboles, un pueblo minúsculo y un grupo de niños en busca de aventuras.
¿Por qué un seudónimo? Por suerte la respuesta la encontramos en la parte final del libro, junto a alguna que otra confesión más: alejarse todo lo posible para contar algo muy íntimo. Abrirse en canal de cara al lector y que éste inspeccione cada uno de sus órganos, pero todo bajo una careta, la de Arthur Gunn. Y eso se nota, sobre todo en el tono, en la prosa, en los diálogos, el lenguaje… mucho más serenos, asentados, menos gamberril, carcelario, sucio, mucho menos Tuerto Durán o Perro Lobo para que me entendáis. Sinceramente, me ha sorprendido más de lo que me esperaba un cambio de registro tan sumamente antagónico respecto a sus otras novelas, tanto es así que parece escrita por otro autor completamente distinto, efecto que creo también buscaba Cerdán. Se nota que es su trabajo más íntimo, más basado en sus propias experiencias, quizás como niño y adolescente. Como el mismo ha confesado en una reciente entrevista: «Hay muchas pequeñas historias reales dentro de este libro, por eso quise alejarme lo más posible de ellas» (fuente de la entrevista, pinchad aquí).
Grge-dixit: tan solo dos palabras, en negrita y subrayada: novela indispensable.
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