Aquellos que nos criamos en los años ochenta tenemos el recuerdo, más o menos difuso, de «Barrio Sésamo», programa infantil que, “adaptado” a un imaginario local, emitió TVE con gags procedentes del original estadounidense. Nuestra infancia, de una u otra manera, quedaría marcada por la influencia de Espinete y su panda, sí, pero también con la rana Gustavo (“el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo”), Epi y Blas (no haremos hincapié en su más que sospechosa convivencia en común), Triqui, el monstruo de las galletas, Coco (“¡esto es arriba… esto es abajo!”) o el conde Draco (y sus cuentas). Todo ese imaginario infantil, amable y con un objetivo lúdico-educativo, partía, pues, de unos personajes creados por Jim Henson y que han hecho las delicias de varias generaciones de espectadores de los diversos programas y películas protagonizadas por los Muppets (los Teleñecos en la versión española). Quizá por ello «The Happytime Murders», que por nuestros lares se ha traducido como “¿Quién está matando a los moñecos?”, sea la película que dinamite nuestros recuerdos de infancia: eso sí, con muppets o teleñecos que no son los adorados personajes que tan buenos ratos nos han hecho pasar, y de la mano de Brian Henson, hijo de Jim, que quizá se esté revolcando en su tumba ante la película que ha realizado su retoño (ya cincuentón)… o se esté tronchando de la risa, quién sabe.
«¿Quién está matando a los moñecos?» no es una película de “teleñecos” al uso: es como si las marionetas de felpa se hubieran pasado al “lado oscuro” de «Padre de familia» y (sobre todo) «South Park», y con personajes humanos. Así, en el mundo que se presenta en el filme, humanos y moñecos –la peculiar adaptación del nombre a la no menos peculiar manera de hablar de David Broncano, que participa en el doblaje español del filme– conviven, aunque no en armonía: los personajes de felpa son unos apestados sociales, ciudadanos de segunda. La marginalidad es su último destino y ello a cuenta del abuso de drogas (el azúcar y sus derivados), el sexo y trapicheos de todo tipo. Este punto de partida (la mar de interesante, además) se deja de lado para explotar los hilos narrativos más clásicos: los de las buddy movies o películas de colegas policías. De este modo, Phil Philips (con la voz en el original de Bill Barretta), el primer moñeco policía en el pasado, malvive ahora como detective privado, pero deberá hacerse cargo, junto a su antigua compañera en el cuerpo, Connie Edwards (Melissa McCarthy) de un extraño caso: un asesino en serie se está cargando a los moñecos actores que participaron en un exitosos programa televisivo de los años ochenta, «La Pandilla Dicharachera» («The Happytime Gang»). La relación entre Phil y Edwards no acabó bien en el pasado –el moñeco no salió bien parado en un caso que afectó a ambos personajes–, pero ahora deberán limar asperezas (bien subidas de tono) para resolver el misterio: ¿quién está matando a los moñecos y por qué?
La idea de juntar personajes animados, en este caso marionetas de felpa, y personajes humanos no es nueva: no hay más que remitirse al ya clásico filme de Robert Zemeckis, «¿Quién engañó a Roger Rabbit?» (1988); tampoco lo es, cómo no, la estructura narrativa de la pareja de polis que deben resolver a la vez un entuerto y sus diferencias. Se podría decir, de hecho, que este filme abusa tanto de los clichés del género policial que si no fuera por el envoltorio no llamaría nuestra atención. Y ese envoltorio es una sucesión de palabras malsonantes, secuencias de sexo moñequil (a destacar la hilarante secuencia en el sex shop o la coyunda entre dos moñecos en el despacho de Phil), gamberrismo a saco y demás parafernalia verbal y argumental que hacen que esta película parezca un Deadpool de muppets… yendo más allá. O aparentamente, pues aunque haya secuencias de un desparrame verbal (perdí la cuenta de las veces que se pronuncia la F Word), se vea a moñecos (y algún personaje humano) poniéndose hasta las trancas de sacarosa o despiporrándose en secuencias de alto grado sexual, el mensaje de fondo no deja de ser bastante convencional (agudizado por unos corsés narrativos muy encorsetados).
El resultado es un filme tremendamente divertido, desde prácticamente la primera secuencia –aviso para padres: esta NO es una película para ir con niños al cine, aunque salgan teleñecos–, que pretende ser gamberra y en bastantes ocasiones lo consigue (y en otras se pasa un poco de soez), y que no esconde unas ambiciones más bien modestas: que pasemos una hora y media la mar de entretenidos, sin más. Que para ello parezca que Brian Henson se está meando en la tumba de su padre, no deja de ser una impresión inicial. Que se estire demasiado del hilo de lo procaz y paródico, también. Pero lo cierto es que el filme se muestra como una fresca sorpresa en un verano cinematográfico más bien mediocre. Quizá por ello pueda funcionar en esta parte final de la temporada estival y antes de que lleguen las grandes apuestas de otoño e invierno, de cara a los Oscars. Entre los alicientes del filme, además, está la participación de Maya Rudolph (como Bubbles, secretaria de Phil), siempre un acierto, haga lo que haga.
PS: no sé cómo será la versión doblada, incluida la participación de David Broncano, pero si uno quiere disfrutar a tope con este filme es mejor verlo en su versión original subtitulada.
PS 2: insistimos, NO es una película para ir con niños al cine. Advertidos quedáis.