Hay ocasiones (y no son pocas) en que uno siente envidia del cine argentino por mostrar, con más o menos tapujos, episodios espinosos de su historia, en este caso la asonada de 1976 que dio paso a la dictadura militar que se mantendría hasta 1983. Un caso (de muchos) es “Roma” –no confundir con la reciente (y magnífica) película mexicana de Alfonso Cuarón–, filme de Adolfo Aristarain (2004), que nos situaba en la juventud de un futuro escritor en aquel país en las décadas de los años sesenta y setenta. Sobre las consecuencias del gobierno de la Junta Militar, y las desapariciones, me viene también a la cabeza “Kamchatka” (Marcelo Piñeyro, 2002). Y, desde este lado del charco, mencionaría también “Los condenados” (Isaki Lacuesta, 2009), que indaga en el concepto de la memoria histórica en relación con aquel luctuoso capítulo de la historia argentina (y que, en cierto modo, simboliza el de otros países hispanoamericanos en aquella época). Desde aproximaciones muy diferentes, estos tres filmes (espolón de proa de muchos más, desde luego) indagan en el camino que condujo al golpe de estado de marzo de 1976. De otra manera lo hace Benjamín Naishtat con “Rojo”, presentada en la edición de 2018 del Festival de Cine de San Sebastián y que, con cierto retraso, llega a las salas españolas.
En una ciudad de provincias en 1975, un hombre (Diego Cremonessi) entra en un restaurante atestado y la emprende con uno de los clientes, Claudio (Darío Grandinetti), que espera en una mesa a que llegue su esposa. Lo que comienza como un intercambio de impresiones –la agresividad del extraño, que desaloja a Claudio de la mesa, pues no está consumiendo y él tiene prisa, frente a la calma de este, que con voz pausada le reprochará su falta de modales– conduce a un episodio de violencia que no será meramente anecdótico. Tras la cena con su esposa, Susana (Andrea Frigerio), Claudio volverá a encontrarse con el hombre extraño y visiblemente perturbado, y la cosa acabará con otro episodio de violencia y una decisión de Claudio, que considerará zanjado el asunto. Meses después, sin embargo, se producirá una reacción en cadena que va más allá de Claudio, Susana, su hija Paula (Laura Grandinetti) y el violento hombre, convertido en desaparecido. La llegada de un investigador chileno, el señor Sinclair (Alfredo Castro) pondrá, entre otras cosas, en una particular picota emocional a Claudio; en realidad, estos episodios son el síntoma de un proceso colectivo que conducirá a la pérdida de libertades, a la desaparición de seres queridos y a un clima de violencia institucionalizada.
«Rojo» es un filme metafórico, es evidente por el título (a partir de un eclipse que lo tiñe todo de este color: un rojo sangre) y por el modo en el que se cuenta la (H)istoria. Ya la primera secuencia, a modo de prólogo, muestra una casa abandonada en la que todo el mundo entra para llevarse algo; ese abandono, ese vacío (y esa casa que más adelante formará parte de las cuitas de Claudio, abogado) anticipan el desasosiego de una sociedad en la que hay personas que desaparecen y otros se aprovechan de ello. Con apariencia de thriller, pero sin necesidad de jugar al despiste ni a ser trepidante, el filme de Naishtat (que también firma el guion) nos sitúa en los estertores del gobierno de María Estela de Perón, pero aleja el foco de lo que sucede en la capital y con sutileza se traslada al interior. Juega con los silencios cómplices, las actitudes violentas soterradas –de lo que puede ser un abuso sexual si la cosa va a más a un intercambio de impresiones que, mal entendidas, termina con un grupo de jóvenes que se creen con “derecho” de llevarse a otro y hacerlo desaparecer– y las decisiones de quienes tienen el poder y anticipan las arbitrariedades de un régimen terrorista.
“Lléveme al desierto”, le pide, prácticamente le ordena Sinclair a Claudio. Un desierto en el que muchos pueden acabar enterrados y en el que la verdad también se olvida. Grandinetti pone voz, temple y presencia física a un personaje que se verá superado paulatinamente por una cadena de acontecimientos que no puede controlar, que tampoco se atreve a oponerse y en los que incluso colabora. Hay ecos del western en este filme, pero Claudio no es un valiente que esté solo ante el peligro: es uno de muchos que no podrán presentar resistencia a ese terrorismo de Estado que en breve azotará al país y bastante tendrá con proteger a su familia, llegado el caso. Naishtat realiza (así nos lo parece desde acá) una espléndida panorámica de la sociedad argentina de aquellos años desde el prisma de lo pequeño, aquello más local y al mismo tiempo representativo de lo que puede suceder en todo el país.
En este lado del océano, en el que también nuestros padres y abuelos vivieron bajo un régimen dictatorial, costará poco leer entre las líneas del texto fílmico e identificar actitudes sociales que devienen conocidas. Quizá por ello “Rojo” sea una película que impacte sin necesidad de levantar el tono ni extremar los puntos de vista: la sutileza del filme desborda el metraje, ajustado, y deja una sensación de incomodidad que perdura un tiempo después de su visionado. Puede que esta sea la mejor conclusión que nos deja el filme: la incertidumbre del ahora y la presciencia de un mañana que no será mejor.