Quizá la literatura de ciencia-ficción no fuera lo mismo sin este autor estadounidense nacido en Tacoma (Washington). Pese a que su carrera como escritor estuviera felizmente marcada por la saga Dune, sus admiradores no podemos olvidar otras obras suyas que, aunque no alcanzan la talla de su principal creación, si dejan vislumbrar tenuemente la calidad de Frank: Destino el vacío (1966), Los ojos de Heisenberg (1966), El cerebro verde (1966), La barrera Santaroga (1968), Estrella Flagelante (1970), Los Creadores de Dios (1972), El experimento Dosadi (1978) y La Peste Blanca (1982), entre otros (algunos de ellos los podéis encontrar en Gigamesh).
Pese a que sus anteriores trabajos dejaban vislumbrar algo del humus creativo de Frank Herbert, no fue hasta el nacimiento de Dune cuando descubrimos al auténtico genio. Lo descubrí de la forma más habitual de todas: por recomendación. No fue nada concreto lo que me indujo a hacer caso de la indicación más allá de la simple y pura curiosidad. Por supuesto, ayudó el hecho de que mi lista de libros por leer se había aligerado un poco, para variar, así que me sentía con las fuerzas suficientes para abordar con probabilidades de éxito una obra de garantías.
Ya el mismo título evoca la soledad y vastedad del desierto, duro, inflexible y tormentoso, y anega a la mente con imperturbables olas de misticismo: Dune, un planeta casi desconocido en la inmensidad del imperio conocido, de habitantes rudos y adaptados a la sequedad del clima… un pozo sin interés alguno para las Casas Nobles del Landsraad.
Dune es uno de esos libros imposibles de describir por completo en unas pocas páginas. Herbert creó un mundo completo, en el que casi todo tiene sentido, repleto de perlas filosóficas y una dureza verbal que seducen al lector desde el primer momento, sumiéndolo en la más absoluta de las seducciones. No resulta extraño que se considere a esta novela entre las grandes del género de la ciencia ficción. Su substrato mesiánico, revolucionario, misterioso, esotérico y filosófico convierten a esta obra en imprescindible para los amantes de la ciencia-ficción.
Nos encontramos en un universo post-apocalíptico, que hace peligrosos equilibrios entre grandes fuerzas y corrientes. Apenas hace unos siglos que la humanidad ha salido triunfante de una tremenda guerra contra las máquinas, que se rebelaron contra sus amos y triunfaron en su empeño, sometiendo al mundo a su dictadura de metal y programas de control, gracias a unos pocos depravados humanos que decidieron desprenderse de su carne mortal y regir los destinos del mundo conocido en cuerpos metálicos. El triunfo de estos engendros sin moral fue igual de rápido que su caída: la humanidad se rebeló contra ellos y fueron aplastados finalmente, merced a un movimiento social que fue a la vez religioso y militar: la Yihad (Guerra Santa) Butleriana. Una mujer, Serena Butler, prendió la llama de la revolución, ayudada por Xabier Harkonnen, aguerrido comandante de las fuerzas humanas. A partir de ahí, la mecha de la yihad prendió en todos los planetas del Imperio, ayudada por los pocos pueblos libres de la dominación de las máquinas que quedaban. La revolución culmina en la Batalla de Corrin, inicio también de la larga enemistad entre las casas de los Atreides y de los Harkonnen.
Tras la conflagración, los humanos comprendieron al fin que las máquinas estaban para servirles, no para hacerles la vida más fácil. De este modo, y para evitar un nuevo alzamiento de las máquinas, se prohibió en todo el mundo civilizado el uso y la fabricación de cualquier máquina que “pensase”. De este modo, tan sólo estaban permitidas las máquinas que no emularan la forma de pensar de un humano, que no pudieran llegar a pensar por sí mismas. Cualquier intento contrario violaba la ley, de modo que nadie osaba (al menos en público) contravenir la yihad ni a la Biblia Católica Naranja, el gran libro en el que se fundamenta todo el imperio. Así pues, comenzaron a proliferar escuelas filosóficas en las que se enseñaba a sujetos poseedores de ciertas habilidades a pensar y extrapolar como lo haría una máquina pensante, en función de “datos y posibilidades”. A estos individuos dotados de capacidades mentales fabulosas se les llamaba mentats, y todas las casas aspiraban a tener uno, conscientes de que un buen mentat podría aumentar sus beneficios y su poder de forma considerable. Podríamos decir que, pese a que una tecnología superior a la actual dominaba en el universo, la forma económica y social más extendida es el feudalismo jerarquizado, con un sistema de dependencia y obligaciones similar a la establecida en la Edad Media de nuestro mundo, sólo que con una superior tecnología.
Así las cosas, con una tecnología limitada por la religión, el genio humano, embotado por siglos de dependencia de las máquinas, surge de nuevo y condiciona todo el devenir del universo. Éste se encuentra organizado en forma de casas nobles, que buscan siempre conservar y aumentar su poder e influencia dentro del Lansraad, el parlamento, dominado y presidido por el Emperador Padishah Shaddam IV, cabeza visible de su poder, cuya casa ascendió a la cumbre gracias a su valor en la Batalla de Corrin, y que, de momento, sigue en su puesto. Los jefes de cada casa ambicionan convertirse en emperadores, y muchas de ellas conspiran siempre en la sombra para conseguir sus objetivos. De entre las casas más importantes, la de los Corrino (actuales emperadores), la de los Harkonnen (Héroes de la batalla que liberó a la humanidad) y las de los Atreides marcarán la historia del imperio, en medio de luchas, conspiraciones, traiciones y ambición.
La economía del imperio se basa casi exclusivamente en una sustancia milagrosa que posibilita los viajes interestelares, alarga la vida, facilita la presciencia, da vigor al cuerpo y… produce dependencia patológica. Casi nada en el universo puede prescindir de la melange, y amplias capas de la población es literalmente adicta a ella. Con la tecnología limitada por prevención, no pueden fabricarse ordenadores que cartografíen las estrellas y planetas y tracen rutas seguras… pero el genio humano ha resuelto este problema. La Cofradía Espacial recluta a jóvenes con cierto “don” presciente, poderes psíquicos que hagan de ellos pilotos espaciales. Gracias a la ayuda de esta sustancia milagrosa, ven en su mente los caminos más directos a través de los planetas y estrellas, acortando considerablemente los viajes. Nadie más puede conseguirlo, así que la Cofradía Espacial es aún más poderosa de hecho que el propio Emperador.
La extracción de esta sustancia, la Especia (melange), se convierte pues, en fundamental para el imperio. No sólo por los viajes espaciales, sino también por la amplia dependencia de una gran parte de la población hacia ella, lo que la hace aún más rentable. Sus propiedades geriátricas, junto con el enorme poder que da a quien la posee, la convierten en la sustancia más demandada del imperio.
El único planeta donde se extrae, pues no puede ser sintetizada en ningún laboratorio, Arrakis, es un inmenso y peligroso desierto, inabarcable y duro para los extranjeros, donde el agua es aún más preciosa que la especia. El emperador establece la concesión cada cierto tiempo de la explotación de la especia en Arrakis a una gran casa, cuyos beneficios y poder aumentan considerablemente, a través de la compañía CHOAM, el directorio económico del imperio. En tiempos de Dune la casa que se encarga de abastecer de especia es la de los Harkonnen, ambiciosos, duros e implacables gobernantes sin moral, muy distintos de sus antepasados, cuyo mundo natal es Giede Prime, industrializado y dictatorial. Éstos aplastan y exprimen a la población local de Arrakis, buscando el máximo beneficio posible, persiguiendo y matando a la población indígena que se niega a colaborar. Llevan ochenta años explotando el planeta, y se han ganado a pulso el odio de los Fremen (gentes del desierto) y de otros habitantes de las ciudades.
Los Harkonnen se ven obligados por un edicto imperial a pasar el testigo de la concesión de la especia a los Atreides, sus enemigos mortales, y estos juran venganza. El depravado Siridar-Barón Vladimir Harkonnen y su mentat pervertido Piter de Vries urden un peligroso y astuto plan para recuperarla. Mientras, los Atreides, cuyo mundo natal es Caladan, de bosques frondosos, mares bravos y campos inmensos, se ven obligados a abandonar su idílico planeta para mudarse al desértico y peligroso Arrakis (conocido por los Fremen como Dune). Su jefe de casa, el Duque Leto, consciente del peligro que suponen los Harkonnen y la concesión, intenta instruir a su hijo en los entresijos de la política imperial.
«Dune» es una historia de evolución adaptativa
Leto es un gobernante justo e implacable, que despierta una devoción casi fanática entre sus servidores y cierta admiración entre sus rivales por conseguir el poder en el Landsraad. Pese a no pertenecer a una casa poderosa, tanto el Emperador Padishah como los Harkonnen ven en él al enemigo a batir en la búsqueda del poder, conscientes de su popularidad en el senado. Como dice el propio mentat de los atreides Thufir Hawat: “Un hombre demasiado popular provoca los celos de los poderosos”. En las primeras páginas del libro descubrimos que el mismo Leto intuye que la concesión de Arrakis es tan sólo un modo de acabar con él y su casa, pero aún así se dispone a viajar al planeta de la especia… lo contrario significaría desobedecer al emperador y la obligación de exiliarse del imperio.
El inicio de Dune se sitúa precisamente en los preparativos del viaje de los atreides a Arrakis, y centra el protagonismo de la novela en el hijo del duque, Paul Atreides, poseedor de ciertas habilidades psíquicas y físicas, y en su relación con su madre, Jessica. En los primeros compases, Herbert nos presenta a la que será la columna vertebral de este y otros libros de la saga, y a su vez del imperio: la Hermandad Bene Gesserit, una orden de mujeres de una resistencia, habilidad, poderes y constancia únicas. Este grupo organizado es uno de los poderes más influyentes del imperio, y mantienen en el anonimato un secreto plan de manipulación genética y matrimonios pactados destinado a la búsqueda del humano-dios que cambiará el mundo para siempre: el Kwisatz Haderach. La Bene Gesserit basa su poder en un adiestramiento feroz, una determinación absoluta y la transmisión de la memoria de una hermana a otra, de forma que una Bene Gesserit puede almacenar en su interior no sólo sus propias experiencias, sino las de varias hermanas ya muertas, de modo que la sabiduría y el poder de la orden no hace sino aumentar. Casan a sus hermanas con poderosos e influyentes personajes, con el fin de mejorar la especie, procreando individuos con mayores dotes para el mando. Su sistema de selección consigue algo inédito: gran parte de las esposas de jefes de casa o nobles de buena posición son Bene Gesserit, cuya lealtad a la orden es de sobra probada. Significan, pues, el mayor poder en la sombra conocido, y manejan los hilos en secreto del imperio. Los hijos varones de las Bene Gesserit no pueden mirar, como las hijas, en las Otras Memorias, y las hermanas exigen, según corresponda a su plan genético en ese momento, varones o hembras a sus discípulas.
La madre de Paul es una Bene Gesserit, y como tal ha adiestrado a su hijo en los misterios de la Orden. Ésta le había exigido tener una hija, que se desposaría posteriormente, dando a luz al Kwisatz Haderach, pero Jessica cede a los deseos de su esposo, que prefería un varón que tomase el timón de la casa de Atreides. Jessica es censurada por esto, y con los años, justo antes de mudarse a Arrakis, recibe la visita de la Revenda Madre Gaius Helen Mohiam, que somete a Paul a la prueba del Gom Jabbar: la Reverenda Madre le pone a prueba, enfrentándole a un peligro desesperado, para observar su reacción y determinar si es “humano”, es decir, si sus reacciones conscientes y lógicas priman sobre las instintivas. Si no es así, la propia Gaius le matará, puesto que correrían el peligro de que se convirtiera en un Kwisatz Haderach peligroso para el devenir del universo. Las propias Bene Gesserit sufren una prueba parecida, ya que en el tesoro genético de la Orden no hay espacio para los “no humanos”.
Paul Atreides ha sido instruido en los poderes Bene Gesserit, pero llevará tanto su consciencia como su proyección personal mucho más allá de lo que cualquier humano lo haya hecho hasta entonces. Como suele suceder en los libros de Herbert, los límites propios se superan cuando el individuo es sometido a una prueba desesperada. Es el momento en el que las auténticas capacidades de uno mismo se despiertan, y cuando nuestro más elemental sentido de la supervivencia emerge. Cuando la manera de conducirse de los Atreides y la filosofía vital de los Fremen de Arrakis se encuentren, Paul deberá elegir que camino de entre los que se extienden a sus pies seguirá.
Dune es, principalmente, una historia de evolución adaptativa, de superación personal y colectiva. Entre sus líneas podemos entrever perlas sobre filosofía, el arte de gobernar, el devenir histórico,… todo ello en un envoltorio esotérico de una profundidad y misterio difíciles de superar. En los conflictos entre las diferentes casas y sus formas de ver la política imperial encontramos abundantes similitudes con los tiempos actuales, y los destinos del mundo contemporáneo de Dune puede ser uno de los posibles que nos depara nuestro propio futuro.
El concepto de inmortalidad es otro de los ejes de la novela, que se transforma en definitivo en el resto de obras de la saga. Paul Atreides (llamado más tarde Muad`Dib) vislumbra en ocasiones el futuro, merced a su ascensión genética y a su adiestramiento Bene Gesserit, pero no es hasta más tarde, cuando sus sentidos son agudizados por la especia, que comienza a dominar sus visiones prescientes. En ellas, aprecia como tanto el futuro como la inmortalidad no están escritos de forma lineal, sino que su sentido varía conforme se escribe la historia. Hay siempre múltiples hebras para múltiples caminos, y el futuro depende siempre de que hacemos con el presente a cada momento. Nada es seguro ni inmutable, salvo el peligro y la evolución.
Basta con leer el primero de la saga de Dune para poder hacerse una idea de la complejidad del universo que describe, pero sus continuaciones (Mesías de Dune (1969), Hijos de Dune (1976), Dios Emperador de Dune (1981), Herejes de Dune (1984) y Casa Capitular: Dune (1985)), pese a ser bastante más irregulares, aclaran buena parte de la intención de Herbert. Aunque ya en la primera novela se vislumbra parte de la historia, Paul Atreides y Arrakis tan sólo son el primer paso en la revolución que sufre el imperio y en las intrigas de las diferentes casas y grupos de presión del Landsraad. En sucesivos libros aparecen la Bene Tleilax, los gholas, los tanques axhotl, los danzarines rostro,… el espectro de mundos y personajes se amplía, pero siempre permanece la misma historia: la evolución humana, y los esfuerzos de los prescientes por asegurar un futuro a la humanidad, aunque sea a costa de su propia molicie.
Su propio hijo, Brian Herbert, se encargó de publicar, en colaboración con Kevin J. Anderson, cuatro libros cronológicamente anteriores a la saga escrita por su padre: La Casa Atreides, La Casa Corrino, La Casa Harkonnen y La Yihad Butleriana, interesantes sin duda para los fanáticos de la saga, pero bastante inferiores en narrativa y contenido. Aunque por supuesto, aclaran algunos cabos sueltos.
«No conoceréis el miedo. El miedo mata a la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino…»