Tim Powers

Quienes crecimos al calor de los trópicos o bajo la sombra de una vela henchida al viento, siempre hemos sentido el deseo de volver al mar. Ya fuera en la cubierta de un ballenero, en el puente de una gabarra, o entre las tablas de una veloz goleta, nuestro deseo de sentir la inestabilidad, la inseguridad, la paz y la libertad que otorga el mar ha sido una meta y una necesidad. En el fondo, lo que buscábamos era una patria, un hogar.

En pos de ese objetivo, he sondeado mil fondeaderos, calas y puertos. Mi búsqueda, las más de las veces, ha sido infructuosa y se ha caracterizado por el fracaso, pero nunca por el desánimo, circunstancia impensable en alguien curtido por el sol y por la aspereza de una larga vida a bordo. Y así, paso a paso, he ido topándome con grandes sorpresas: “El corazón de las tinieblas”, “El cabo de cuerda”, ambas de un polaco que decidió ser mercante inglés, “El lobo de mar”, de un viejo buscador de oro en Alaska, o “Elogio de la lentitud”, biografía novelada de un capitán británico que soñó alguna vez con viajar a los Polos.

Pero, y aunque todas ellas me satisficieron, en ninguna experimenté lo mismo que en “En costas extrañas” (Gigamesh), de Tim Powers (pulsar para leer nuestra entrevista con él), libro que recupera el tono y el calado de las novelas de aventuras clásicas con regusto marinero, jugosa y espléndida muestra de lo que puede dar de sí una idea brillante sazonada con un envidiable conocimiento de la Historia.

A diferencia de algunos de los ejemplos arriba mencionados, Tim Powers (Buffalo, Nueva York, 1952), autor de este elogio aventurero, jamás ha hecho del mar su medio de subsistencia. Como algunos de los grandes (y no obstante, mucho más afortunado que la mayoría de ellos, por haber nacido en un tiempo que permite tener cualquier conocimiento al alcance) , su vida ha transcurrido entre libros y bibliotecas; los que han tenido ocasión de disfrutarle saben, además, que, como los grandes, posee una innata habilidad para contar una historia, aunque sea repitiendo en sus novelas unos mismos esquemas y enmascarando a sus personajes bajo distintos disfraces, sin repetirlos ni agotarlos.

Portada de En costas extrañas, de Tim PowersComo todos los mitos, Tim Powers tiene un inicio: el año 1983, fecha de su consagración literaria, momento en el que publica “Las puertas de Anubis”, pistoletazo de salida de una nueva tendencia dentro de la ciencia ficción llamada “steam punk”, o ciencia-ficción fantástica, modalidad ochentera que abarca, muy discutiblemente, creaciones tales como “El castillo ambulante” de Diana Wynne Jones o “La Liga de los Hombres Extraordinarios” de Kevin O´Neill y Alan Moore.

El libro, jalonado desde púlpitos y gremios de lectores como una imprescindible obra de culto, le abrió las puertas de las mayores distinciones literarias del sector y perfiló un estilo que terminaría definitivamente de asentarse con “Cena en el Palacio de la discordia” (1985), la única de todas sus novelas esencialmente encuadrada en la ciencia ficción. Con su publicación, se disipaba cualquier duda existente acerca de su talento y de sus capacidades.

Sin embargo, éste es el momento de “En costas extrañas”. Reconozco que trabé contacto con él de una manera fortuita: gracias a ese hito del ocio digital, que sentó cátedra a la hora de contar una historia salpimentándola con elevadas dosis de humor, llamado Monkey Island. Mi propio instinto me empujó a enamorarme, tardíamente, de una de las sagas más influyentes jamás creadas, y a rastrear cualquier mínima pista que se relacionase con ella. Por eso, cuando Ron Gilbert, antiguo cerebro del antaño poderoso y modélico estudio Lucasarts de diseño y producción de videojuegos, reconoció su deuda con el libro, me lancé al abordaje de las más exóticas librerías con el fin de hallar mi tesoro. El destino finalmente lo puso en mis manos, para mi inmenso placer.

“En costas extrañas” cuenta, básicamente, una historia de amor ciego e irracional en el incomparable marco del Caribe del siglo XVII, durante un periodo señalado por la muerte del filibusterismo tradicional y por la búsqueda de nuevas prácticas y nuevos horizontes. El Nuevo Mundo sigue siendo una incógnita llena de fascinación y peligro, un espacio para la libertad que consiente la edificación de nuevas fortunas construidas sobre el oportunismo, la suerte o el pillaje. Un tiempo en el que Inglaterra ha decretado una amnistía global a todo aquél que abandone su vida disoluta y abrace la noble (y legal) causa británica. Un momento en el que las grandes potencias dirimen sus disputas en el mar.

En este contexto tan hostil para los que no se amoldan, John Chandagnac y Elizabeth Hurwood luchan por mantener intactos sus principios, su inocencia y también su reticencia a sucumbir. Aunque pronto, y empujados por las circunstancias, ambos entrarán a formar parte activa de ese universo: él, titiritero vocacional y espadachín casual, convertido en Jack Shandy, pirata de la tripulación del terrible Edward Tatch, Barbanegra, el azote de los siete mares y una pesadilla legendaria para la justicia de cuatro reinos; ella, como víctima inocente y propiciatoria de los delirios de su padre, Benjamin Hurwood, otrora reputado profesor de Filosofía, autor de una refutación de Hume, individuo que ha querido hacer de su hija la herramienta fundamental de su obsesión por recuperar a Margareth, su difunta esposa.

Es en este triángulo (que puede ser cuadrado si incluimos al formidable Rey Pirata) donde reside la mayor fuerza de un relato que ya arranca sin respiro, como es habitual en Powers, dejando descolocado a un lector que sólo al final del viaje descubre el verdadero significado del prólogo-apéndice. Powers, además, se muestra inmisericorde al tomar el pulso a su narración, pues, lejos de flaquear, ésta se mantiene a un ritmo pavoroso, continuamente agitada por sucesivas situaciones límites, de las que sus personajes salen menos airosos que su propia pluma. Porque este virtuoso narrador, acostumbra, con inmenso deleite y terrible sarcasmo, a sumir a sus criaturas en aventuras en las que arriesgan sus vidas a cada instante, y de las que no necesariamente salen triunfantes, como puede comprobarse en “En costas extrañas”, donde Chandagnac es sometido a duras pruebas físicas y emocionales que le dejan psicológicamente hundido, aferrándose patéticamente a unas raíces que se saben inútil balsa de aceite, mientras Beth Hurwood es obligada a padecer un calvario y un tormento similar que termina por destruirla anímicamente.

Aunque la incontestable razón por la que «En costas extrañas» acabará transformándose en imprescindible, será, sin lugar a dudas, por su atractivo trasfondo, una vuelta de tuerca de la habitual literatura piratesca, donde las visiones idílicas ceden su sitio a la descarnada agresividad y crudeza de un mundo temible, duro como el acero que bruñe las espadas y despiadado como la ley que lo rige. Tal cosa es posible por el afán perfeccionista del Powers historiador, riguroso en su afán por mostrar, hasta en el menor detalle, los vericuetos de un modo de vida que era consecuencia lógica de una época determinada. No sorprende que, conforme avanza la historia, los elementos mágicos hagan acto de presencia con una naturalidad pasmosa, resultado de una puesta en escena impecable: el vudú, complemento en su faceta más “negra” de la magia inherente a toda narración fantástica; la transmigración de las almas, también llamada resurrección, que tan importante papel juega en la función, o la Fuente de la Eterna Juventud, meta y anhelo del poder absoluto, cima de la inmortalidad.

Y ya asentado en la vertiginosa vorágine de acontecimientos, el lector experimenta el regocijo cómplice de ver desfilar como figurantes (salvo Barbanegra, gigantesca presencia y eje de buena parte del libro), a personajes que dejaron su granito de arena en la construcción de la Historia (y que seguramente dejen un poso también en esta obra), caso de Steade Bonnett, caso de Juan Ponce de León, homenajeados en papeles minúsculos en cuanto a seguimiento y atención, pero colosales en intención y dimensión.

“En costas extrañas” es, en suma, una cita indispensable con la literatura, un escondite donde perviven las más altas y abyectas naturalezas humanas, un muelle fresco y lozano que permanece vivo una vez atracado. Si alguna vez fuese pirata, viajaría a bordo de El Clamoroso Carmichael para surcar los mares en pos de mi dignidad. Y me enorgullecería de ello, porque habría reencontrado una patria y un hogar.

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