Michel Crawford, especialista en una de las menos románticas especialidades médicas, (aunque para los oscuros propósitos narrativos de Powers es esa precisamente las especialidad que debe ser: obstetra, médico de fertilidad y vida, docto en secretas cavidades femeninas), vive lo que en el siglo XIX era una modesta despedida de soltero, con mucho vino y amigos alocados.
Amigos y prometido, bebidos más allá de lo moralmente aceptable, vagan debajo de una tormenta por el lodoso terreno de una posada de Warnham, Sussex. Antes de que la francachela se desmadre, el protagonista decide colocar su anillo de bodas a buen resguardo y, cosas de borrachos, no se le ocurre mejor lugar que el dedo de una estatua.
Todo estaría bien si hubiera sido una estatua común y corriente, pero colocando el anillo en ese dedo pétreo, Michel Crawford ha protagonizado sin saberlo un ritual de compromiso con una criatura que se apropiará de su destino y lo envolverá en un torbellino de sexo, sangre, leyendas ancestrales, lóbregos secretos familiares e inspiración poética.
Lamias y nefelins, nefandos y hasta esfinges y zombies lo perseguirán en un ambiente perverso de poesía, muerte y míticas figuras de la literatura Romántica inglesa.
Si Lord Byron hubiera imaginado que su inocente (¿?) invitación a su colega de poesía Percy B. Shelley, y sus melancólicas compañeras de viaje Mary y Claire Clairmont generaría tanta tela legendaria por donde cortar, tal vez hubiera cerrado la puerta, o tal vez no.
La aureola fabulosa que impregnó la historia de esas temporadas en Italia, de las que nacieron el tercer y cuarto cantos de Childe Harold, Manfred y Don Juan (Byron), Frankenstein (Mary Shelley), El Vampiro (John W. Polidori), Himno a la belleza intelectual, Mont Blanc y La Revuelta del Islam (Percy B. Shelley), todas obras que marcaron de un modo u otro la literatura inglesa y los mitos modernos, provocó ecos en la actualidad causantes de la idea de que tales monstruos creativos solo pudieron serlo por inspiración divina… o diabólica.
En «La Fuerza de su mirada» (Martínez Roca y después Gigamesh), Tim Powers se apropia del mito de una forma muy particular, y a través de la narración en primera persona del doctor Crawford, casualmente vinculado con los poetas, dibuja el panorama de una época a la vez oscura y luminosa, preñada de revoluciones sociales, sofisticadas supersticiones y perversiones.
Muchos aportes matizan esta fascinante novela, mostrándonos los fructíferos abismos de imaginación de Powers. Vampirizó a los poetas y escritores románticos dándole a las mitológicas musas griegas una naturaleza menos afable, más horrorosa y gótica, transmutando la respuesta a la pregunta ¿De dónde vienen las musas? en toda una enciclopedia de lo arcano. Convirtió la secta revolucionaria de los Carbonarios en enemigos históricos de los entes vampíricos, los que constituyen símbolo de tiempos antiguos, esclavitud e inmovilismo.
Describió el famoso “tiempo bala” antes de que los hermanos Wachowski soñaran siquiera con proyectiles que surcan un espacio gelatinoso, atravesando burbujas de sonidos que estallan a su paso como pompas de jabón (cita textual del comentario crítico de Lorenzo Luengo, Revista Gigamesh Número 40). Hizo retratos perfectamente creíbles de la vida de Keats, Byron, los Shelley y Hunt. Dibujó lamias y nefelins memorables, de seductora piedra y violenta sangre. Se atrevió incluso a satanizar el nacimiento del imperio austro-húngaro aliándolo con enemigos antiguos del ser humano, tenebrosos descendientes de los gigantes preadamitas.
«La Fuerza de su mirada» es una lectura para atrevidos que creen no tener nada nuevo que descubrir en tema fantástico, para amantes de los clásicos ingleses y para expertos temerarios; y a decir de Lorenzo Luengo: si de veras quedan todavía lectores que no temen ingresar en un mundo insólito e inquietante, oscuro y luminoso como el zarpazo de un diamante, deben abrir este libro y dejarse conquistar por la fuerza de su mirada. Hay cosas que nadie volverá a ver después con los mismos ojos: ni una estampita del Mont Blanc, ni las estatuas apostadas en las calles de Venecia, ni siquiera las piedras que se forman en el riñón.