“La máquina de trinar”, el cuadro de Paul Klee de 1922, es para Richard Seymour (Irlanda, 1977) una metáfora perfecta de la “industria social”. Y, con “industria social”, Seymour busca representar al conjunto de empresas y sus aplicaciones cuyo objetivo primordial es mantenernos el mayor tiempo posible escribiendo y comunicándonos con los demás a través suyo. Hasta aquí, pisamos terreno conocido. Lo innovador de su punto de vista, y lo que más sorprende cuando se lee, es que él entiende todo ese tiempo de permanencia como trabajo. Y, por consiguiente, todos nosotros somos masa laboral.
Los escépticos dirán: ¿dónde está el contrato? Pues, precisamente, al entrar en estas redes aceptamos unas condiciones por las cuales no solo ningún contenido creado por nosotros nos pertenece (es propiedad de la empresa), sino que aceptamos que esta empresa conserve toda nuestra actividad, la acumule y la monetice como mejor crea conveniente; interviniendo así no solo en su valor bursátil actual sino también en su beneficio futuro. A esta explotación económica de nuestra permanencia e intervención en la industria social se le puede considerar así de plena justicia, como Seymour hace, un trabajo.
Entonces, replicarán los escépticos, ¿dónde está el salario? Si por “salario” entendemos la recepción por nuestra parte de incentivos positivos, en forma de premio o gratificación, por nuestra productividad en la industria social, no solo recibimos un salario sino dos. El primero de ellos es en forma de adicción emocional, de dependencia, de la autoimagen que la máquina de trinar nos permite construir de nosotros mismos. Algo así como el espejo en el que podemos ver no a quiénes somos sino a quién nos gustaría ser, y creer además que tal reflejo es real. Nuestro autoconcepto, autoestima y ego pasan a vivir entonces a una irrealidad paralela.
El segundo salario deriva del primero y procede de la oportunidad de ser una celebridad… con todo lo que ello conlleva. Seymour no pierde de vista algo que, por lo general, se suele pasar por alto, y es que la industria social forma parte de la industria de la atención. La máquina de trinar no deja de ser una caja de resonancia dónde todo se magnifica. Al hacer así, nuestra exposición ante los demás nos convierte en un producto comunicativo y, al mismo tiempo, en un blanco al que disparar -a veces, sin sentido y sin piedad-. Porque “la fama parece traer consigo algo que horroriza, degrada y subestima a la estrella, como si los medios de exaltarla fueran también los medios de humillarla” (pág. 83). Y nosotros, cuando estamos dentro, somos parte inextricable de esos medios.
Otro de los méritos de Seymour es recordarnos que “todos somos trols” (p. 113) o, en otras palabras, que aún con todo el potencial positivo que alberga en su seno la industria social, también tiene un lado negativo que conviene no olvidar. La risa y el humor aplicado al descubrir y minar las vulnerabilidades ajenas, a veces desde una deleznable (e inconsistente) posición de superioridad moral, trae también consigo, no pocas veces, el desapego y el deterioro de la empatía. Cuando esto pasa, y el estímulo-respuesta de nuestra adicción se activa, todos nos convertimos en trols pues, como la ciencia ha confirmado e intuíamos ya, “todos tenemos un trol interior. Lo que establece la diferencia es el ambiente en el que está situado el usuario” (pág. 117).
Todo esto nos expone, de una u otra manera, tanto a hacer daño a los demás, advertida o inadvertidamente, como a ser dañados, consciente o inconscientemente.
Sorprende y asusta conocer casos como el de Michael y Heather Martin, dos padres condenados a cinco años de libertad vigilada después de que una espectadora de su canal de Youtube los denunciase. En su canal, estos dos padres se dedicaban a torturar a sus cinco hijos (especialmente a los dos menores, de nueve y doce años) hasta forzarlos al enfado o al llanto, con el único objetivo de ganar clics, visualizaciones y “me gustas”. Su excusa fue que las bromas se les fueron de las manos o que los niños exageraban sus reacciones a propósito. Con todo, se calcula que, con este caso o, más en concreto, con el tráfico que todo ello generó, la industria social obtuvo cientos de miles de dólares de beneficios.
‘The twittering machine. La máquina de trinar’ (Akal, 2020) resulta un ensayo esclarecedor por su tremenda originalidad, sagacidad y didactismo a la hora de plantearnos, en poco más de doscientas páginas, una hipótesis contracorriente respecto a la industria social. Se sale de lo establecido y lo conocido para denunciar lo incorrecto de los lugares comunes en la crítica a esta industria y sus consecuencias negativas (como el recurso permanente al chivo expiatorio posmo), y pone el dedo en la llaga al advertirnos de los errores que cometeríamos si menospreciásemos o trivializásemos su impacto en nuestras vidas. El prestar atención a las herramientas de esta industria nos evade de lo malo o de lo injusto, sí, pero también nos distrae (de lo importante) y nos retrae (de nosotros mismos). No olvidemos que esta industria es un monstruo cronófago, un devorador del tiempo, que, empeñado en contabilizar nuestra atención mediante clics, tiempos de permanencia, u otros estímulos altamente demandantes de sus mecanismos más adictivos; también es capaz de sacar lo peor de nosotros mismos.
Quizás por esto no sea casualidad que yo haya escrito esta reseña sobre este fabuloso libro, y tú la hayas leído hasta el final.