Muy de vez en cuando, en nuestra vida lectora, nos encontramos libros que, aparte de seducirnos y emocionarnos, nos aportan conocimiento vital, de ese que solamente se consigue a través de experiencias ajenas a nuestra propia realidad social y temporal. Este es el caso de “La mujer que visitaba su propia tumba. Una historia de Manchukuo”, biografía publicada en 2019 de la mano de la editorial sevillana Triskel ediciones, uno de tantos proyectos empresariales fracasados por culpa del advenimiento del COVID-19 y las dificultades económicas que supusieron las necesarias restricciones a la movilidad.
De noviembre de 2019 datan los primeros indicios (aún sin confirmar) de la zoonosis de este coronavirus a los humanos, pero también la publicación de un libro tan subyugante como sobrecogedor, que combina la Historia con la biografía, los fríos datos de la investigación histórica con los sentimientos y vicisitudes de un grupo de personas vulnerables por su condición social y los tejemanejes y engaños de un estado fascista a quien le traía sin cuidado la suerte de sus compatriotas.
“La mujer que visitaba su propia tumba” es una joya literaria en su género. Sé que, en el entorno de los opinadores literarios utilizamos de forma demasiado frecuente este tipo de frases, que parecen sugeridas por las editoriales, pero en este caso, os puedo asegurar que no elevo un ápice la calidad de este título. Si esta humilde reseña te convence, date prisa en hacerte con un ejemplar, puesto que quedan pocos disponibles (recuerda que la editorial creada por Rafael Velis y Pablo Campos ya no existe). La vida de Suzuko Sugaguchi (1921 – 2017), y por extensión la de los civiles que se vieron atrapados en los retorcidos delirios supremacistas de las ideologías totalitarias que convulsionaron el siglo XX, habla de atrocidades, padecimientos, estoicismo, tenacidad, necesidad de olvido y de resiliencia, pero sobre todo, es un testimonio de la fortaleza del ser humano y cómo, en las circunstancias más extremas, sale a la luz lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros.
“La mujer que visitaba su propia tumba” emociona, espanta, repugna y resulta muy didáctico, con una estructura clara
Nacho Morejón, con la inestimable ayuda de Genya Sugaguchi (nieto de nuestra protagonista), nos sitúa en unos tiempos convulsos, antes, durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, durante el advenimiento del fascismo global y su posterior derrota. Manchuria fue el origen étnico de mongoles, coreanos, turcos, japoneses y los Pueblos tunguses (principalmente los manchúes), y aunque su posesión ha sido históricamente objeto de disputa, principalmente entre manchúes, chinos y mongoles, a finales del siglo XIX principios del XX rusos y japoneses se enzarzaron en discusiones diplomáticas que culminaron con la guerra ruso-japonesa de 1904 ganada por los nipones.
Toda la región, denominada hoy como Dongbei Pingyuan (literalmente “Llanura del Noreste de China”), fue ocupada en 1931 por Japón y renombrada como Manchukuo, proclamada como estado independiente por las autoridades niponas, que establecieron un estado títere, bajo la jefatura del último emperador chino, Puyi, quien fue rebautizado como Kang De. Este último, con el título oficial de Emperador de Manchukuo, fue encerrado en una jaula de oro y despojado de todo poder efectivo, mientras los japoneses se dedicaban a extraer las riquezas de la que, en la práctica, era su nueva provincia en la parte continental de Asia.
El nacionalismo japonés
Tras la Restauración Meiji (1867-1912), en la que Japón abandonó el esquema feudal del shogunato Tokugawa para modernizar su sociedad, economía y ejército para equipararlos a sus contrapartes occidentales, el Estado fue reformado para asemejarse al modelo prusiano. Se conservó la autoridad nominal del Emperador, pero en realidad el poder real lo ostentaba la Dieta Imperial, compuesta por una Cámara de Representantes (la Baja) y otra Cámara de los Pares (la Alta, denominada también Cámara de los Consejeros, tras II Guerra Mundial). Los años siguientes fueron convulsos, con distintas facciones políticas disputándose el poder, en ocasiones de forma violenta. Durante la Gran Depresión, inaugurada en 1929 y cuyos efectos fueron globales, el nivel de vida en Japón y las condiciones de trabajo descendieron alarmantemente, y fueron el caldo de cultivo perfecto para que el extremismo alcanzase el poder. El nacionalismo japonés, muy parecido al fascismo europeo, con claras connotaciones de superioridad racial pero de coordenadas fundamentalmente económicas, tuvo como objetivo principal ─dadas las condiciones naturales de las islas niponas y su pobre disponibilidad de materias primas─, establecer un imperio asiático extractivo, con el que forjar una economía fuerte con base en el militarismo exacerbado y la explotación inmisericorde de otros pueblos.
Para conseguir mantener las ambiciones territoriales japonesas y competir con las potencias europeas, Japón estableció diversas colonias, en función de sus necesidades. Corea y Formosa fueron anexionadas y utilizadas colonias agrícolas, el noreste de China por sus enormes recursos, Indochina por su caucho, y Manchuria por su abundancia en carbón y hierro.
El Gran Imperio Manchukuo
En el Gran Imperio Manchukuo, el poder real estaba copado por “consejeros” japoneses, que, junto a los manchúes, dominan la administración pública, respaldada por la omnipresencia del ejército japonés, que utiliza su estado títere para extraer recursos naturales y como base militar contra China. Manchukuo, merced a esa política extractiva del imperio nipón y a sus grandes inversiones en infraestructuras, se convierte en una potencia industrial, cuyos réditos van destinados a enjugar los efectos de la Gran Depresión en el país del Sol Naciente y a engrasar la maquinaria de la corrupción de aquel país a todos los niveles.
La economía japonesa florece gracias a esta expansión territorial agresiva, pero para mantener las colonias bajo control japonés, aparte de funcionarios y la presencia del ejército, se necesitan colonos, que sirvan como mano de obra y desplacen en lo posible a la población local. A la vez, una emigración de la población de las islas del Japón al continente aliviaría la crisis económica, tanto en las ciudades como en el campo, donde existían grandes bolsas de pobres que sobrevivían con muy pocos recursos. Antes de la creación de Manchukuo vivían en Manchuria unos 230.000 japoneses, principalmente concentrados en las ciudades, y formaban una élite que tenía poco contacto con la población autóctona. Entre 1932 y 1936 esta migración fue poco numerosa y tuvo un carácter experimental; se trataba de voluntarios, casi siempre reservistas y activistas, cuya misión consistía en terminar con las guerrillas.
«Millones a Manchuria»
En 1936, el gobierno japonés anunció el proyecto “Millones a Manchuria”, con el objetivo de trasladar a 5 millones de agricultores japoneses a lo largo de los siguientes 20 años. Para conseguirlo, lanzó una vasta operación publicitaria, con funcionarios que recorrían los pueblos rurales, con el objetivo de captar a las familias más pobres, que apenas subsistían con técnicas agrícolas ancestrales pero poco productivas. Los colonos fundaron, con la precaria asistencia del gobierno nipón, asentamientos agrícolas situados a lo largo de la frontera con la URSS, según un plan estratégico del Ejército de Kwantung, para que sirvieran como primera línea de defensa en el caso de invasión soviética. Los colonos no tuvieron ningún conocimiento de este hecho. Hablamos de familias enteras, 320.000 personas, movilizadas por espíritu patriótico y una sana ambición por mejorar sus paupérrimas condiciones de vida, y que fueron utilizadas para ralentizar una ofensiva enemiga y como reclutas bisoños, como carne de cañón por su propio gobierno.
Suzuko Sugaguchi fue una de esas personas desplazadas a una tierra extraña, de clima inhóspito, para servir como agricultores y explotadores de la población autóctona, con pocos medios y menos conocimiento de las técnicas agrícolas necesarias para subsistir. Suzuko viajó de Yasuoka, un pequeño pueblo de la prefectura de Nagano, a Dabalang, una aldea cerca de Huanan, en la provincia china de Heilongjiang, la más septentrional y oriental de China, donde llegó en 1940. Allí, junto a otros emigrantes de su pueblo, fundaron Yasuoka bunson (sufijo traducido como “satélite”), uno de tantos asentamientos japoneses distribuidos a lo largo de la frontera con los soviéticos, cuya vida comenzó con trabajo duro, pero con ánimos y perspectivas, y terminaría en pocos años con padecimientos y un espantoso abandono.
Suzuko resucita burocráticamente
La URSS invadió Manchukuo en agosto de 1945 y Japón se rindió pocos días después. En ese momento, la población japonesa del estado títere era de 1,7 millones en total, 320.000 de ellos colonos. Estos últimos fueron abandonados por Japón o convertidos en soldados en los primeros momentos de la ofensiva soviética. Aproximadamente la mitad de estos últimos moriría en suelo extranjero, el resto sufrió padecimientos sin cuento. Algunos de los supervivientes fueron repatriados, pero muchos otros tuvieron que comenzar su vida desde cero, fusionándose con la población local.
Suzuko fue dada por muerta por su país, y “enterrada” en Japón. Cuando por fin pudo volver de forma temporal en 1975, descubrió que su familia le había dedicado un funeral y tenía su propia tumba esperándola allí. Regresó de forma definitiva a Japón en 1986, donde tuvo que ser resucitada burocráticamente. Vivió en Tokio hasta su muerte, acaecida en 2017, a los 96 años de edad. Suzuko jamás quiso colaborar en la escritura de “La mujer que visitaba su propia tumba”. Por más tiempo que hubiera pasado, trataba por todos los medios de no revivir los espantosos recuerdos de lo sucedido en los tiempos de Manchukuo, así que Nacho Morejón y Genya Sugaguchi tuvieron que investigar a fondo tanto dentro de las familias protagonistas de esta historia como en los pocos registros que se conservan de los tiempos de la colonización de Manchukuo.
La Historia contada desde el punto de vista de la gente de a pie
Hacía tiempo que no me encontraba con una biografía escrita con tanta cercanía, precisión y empatía, con una documentación tan extensa, sobre un tema tan poco divulgado. Nacho y Genya entrelazan de forma perfectamente natural la divulgación histórica rigurosa y la biografía personal, con un relato totalmente ajeno a la ficción pero en el que permean las emociones de forma muy clara y visual. Estamos ante un episodio de la Historia que incluso Japón trata de olvidar, así que este es uno de los pocos testimonios corales de este episodio, diría que el primero contado en español.
“La mujer que visitaba su propia tumba” emociona, espanta, repugna y resulta muy didáctico, con una estructura clara. Es difícil encontrar una mezcla así. Pero, sobre todo, este libro engancha, es difícil abandonar su lectura. La Historia gana enteros cuando se cuenta a través de los ojos de gente común, vulnerable, aterrorizada, y no como suele hacerse, con decisiones en grandes consejos, movimientos de tropas, victorias y derrotas, ofensivas y repliegues. La Historia y la guerra, cuando son vistas a través de los ojos de aquellos que sufren por las decisiones de otros, se desgajan de su barniz heroico, cobran una nueva dimensión, la REAL.
Un libro que ayuda a prevenir
La historia de Suzuko y el resto de colonos japoneses de Manchukuo podría ser la historia de tantos otros civiles que sirvieron de mercancía o carne de cañón en otros conflictos, de pérdidas asumibles de las ambiciones de otros. Libros como este nos ayudan a conocer, pero también a prevenir.
El libro se corona con un capítulo en el que se nos muestran los lugares de Manchuria que se nombran en esta historia, y qué permanece de la huella japonesa en ellos. También podemos disfrutar de imágenes, mapas, un glosario de términos y abundante bibliografía.
“La mujer que visitaba su propia tumba”, un título imprescindible.