Sí, he visto a los lobos. A notable distancia, aunque nunca segura. Los he visto clavar su acerada mirada en mí, autosuficientes, a la espera de una señal de debilidad para saltar a mi tierna garganta, desgajar la arteria carótida y darse un festín de sangre y carne mientras mi cuerpo, cada vez más insensible, derrocha vida en cada dentellada. Sí, he visto a los lobos, mientras sabía que sus fauces hacían presa en otros, víctimas de la miseria, incapaces de hacerles frente, mientras a su alrededor los vecinos les observaban con abúlica atención, como si no terminaran de creerse lo que vivían aquellos que hasta hace poco compartían espacio vital.
Sí, he visto a los lobos. Y sigo viéndolos, lo único que cambia es la distancia que me separa de sus comillos cada día, lo intenso de su mirada burlona, y la velocidad a la que el corazón se encoge ante la visión profética de mi propio miedo. Y sé, pese a ello, que no puedo quejarme demasiado, hay otros que no sólo sintieron en su momento la presencia de los lobos, sino que llegaron a abalanzarse sobre ellos, fueron derrotados, casi muertos y aún hoy, mientras a mí me amenazan, ellos continúan arrastrando su vida entre los peñascos, recibiendo heridas de cada piedra afilada que se encuentran en su huída hacia ninguna parte.
Contrariamente a lo que algunos piensan, esos otros tienen rostro, nombres, historias familiares, hijos, circunstancias, anécdotas. Son humanos, no sólo cifras, y cada día sufren la dentellada de los lobos, y se precipitan a la miseria con sus seres queridos. Incluso los hay que prefieren quitarse la vida ellos mismos antes de que los lobos lo hagan, cuando los sienten tan cerca que si insisten en ello podrían respirar el mismo aire.
A menudo son gente valiente, aunque sólo sea porque, al menos en los últimos tiempos, se han visto obligados a forjarse a sí mismos, a no admitir la derrota hasta que las circunstancias son inexcusables. Antes, solíamos pensar que los lobos elegían a los más débiles, a quienes no habían tenido suficiente fuerza moral como para luchar por sí mismos, a aquellos que no merecían seguir con vida, a quienes se lo merecían. Pero la realidad es tozuda, y pese a lo que deseemos con todas nuestras fuerzas creer, se impone con brutalidad.
Uno de esos “otros” es Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968), periodista y escritora, con más de veinte años de experiencia profesional en algunos de los principales diarios, televisiones y radios de este país. Vamos, una profesional contrastada, alejada del arquetipo de pedigüeña laboralmente inoperante. Y sin embargo, a pesar de no cumplir el tópico, fue desahuciada junto a sus dos hijos y abandonada en la puta calle. Se dice pronto, “fue desahuciada junto a sus dos hijos y abandonada en la puta calle”. Sí, es sencillo redactarlo, pero vivirlo es otra historia.
Los lobos no tienen piedad. Están hechos de mecanismos, no de humanidad. Lo suyo no es pensar, sino ejecutar. Con una dentellada precisa, fría, inhumana… pero efectiva. Una mordedura lenta pero firme. Y Cristina Fallarás nos cuenta la suya en “A la puta calle” (Emecé), un pequeño relato de casi ciento sesenta páginas de maquetación precaria pero efectiva. No se preocupen, Cristina no pretende que su tragedia y la de sus hijos les conmueva hasta la lágrima. No, cuenta su historia, en parte para exorcizarla y también para que otros, aquellos que aún están lo suficientemente ciegos como para no ver cómo se las gasta nuestro sistema abran los ojos.
Cristina es periodista y escritora, pero por encima de todo, una madre tozuda, que aprendió a dejar atrás los eufemismos y los paños calientes a golpe de realidad, que dejó atrás el pacifismo social a costa de poner la otra mejilla. “A la puta calle” no es un experimento editorial prefabricado, falso, sino que exuda autenticidad y verdad por los cuatro costados.
Su mensaje es claro: le puede pasar a cualquiera. Dejemos de pensar en este problema como si fuera de otro, como si la suciedad jamás fuera a salpicarnos. No seamos ciegos a la realidad social de esta singularidad europea llamada España, de normas, juicios y costumbres decimonónicos, que creemos imposible cambiar.
La profesional y madre que ha escrito este libro que acabo de devorar nos abre su corazón, y en él podemos encontrar buena parte de los pensamientos que han ocupado su cabeza durante varios años de agonía. Un drama que otros miles de españoles han sufrido. Unas 500.000 ejecuciones hipotecarias han tenido lugar desde 2007 en nuestro país, 500.000 familias que se han quedado sin techo y con 5 millones de parados. Muchos más dramas personales, teniendo en cuenta que en cada domicilio suelen vivir dos o más personas. La historia contenida en este libro sólo es una más, la misma Cristina lo dice, y pone el acento en la masa de afectados, no en su propio ombligo.
El tono con el que nuestra protagonista cuenta su historia no admite réplica ni se esconde tras ninguna licencia artística. Es la jodida verdad, la auténtica historia, el maldito drama, pero sin ningún ápice de autocompasión. La narración es dura, repleta de humor negro, de mala leche y de crítica social; de culpables, de arrogancia, de ignominia.
Cristina ha pasado lo suyo, como otros cientos de miles de españoles, sí. Pero pese a todo, lo que más le ha dolido es la incredulidad de otros cuando cuenta su historia. Como si se negasen a admitir que “esas cosas” ocurren en tu mismo país, al lado de tu puerta, a gente que conoces y aprecias. Como si fueran cosas de vagos, maleantes y dejados. No, la miseria te toca, te desmadeja, invade tu mente y tu cuerpo, te condiciona y te derrota por completo antes de volver a levantarte, si es que lo haces. Este libro cuenta la historia de forma descarnada, sin paños calientes; y no es para menos, nació entre escombros, repleto de odio hacia aquellos que provocaron esta crisis, hacia aquellos que sacan provecho político y económico de ella, hacia aquellos que la gestionan en su propio beneficio y en el de los suyos.
En ocasiones, uno se ve obligado a recomendar un libro duro. La literatura a veces sirve para conquistar mundos desconocidos, y otras sirve para anclarnos firmemente en la realidad. Este último es el caso de “A la puta calle”… merece la pena ser leído porque gracias a él conocemos más íntimamente a los lobos que pululan por nuestro país, deseando arrancarnos la garganta. A los lobos que se están quedando con España a golpe de dentellada. A los lobos que se anuncian en la televisión, que dominan nuestra política, que compran e intoxican nuestra prensa, y a los que, incluso hoy en día, algunos (no pocos) votarían. Ojalá este libro sirva para que muchos abran los ojos. No es la economía, estúpido, es la gente… tu gente. Lucha por ellos y deja a un lado tu maldita indiferencia. Aunque sólo sea porque mañana puede tocarte a ti.
“Es la naturaleza de la esclavitud el hacer a sus víctimas tan miserables que al fin, con miedo de ser libres, ellos multiplican sus propias cadenas. Puedes liberar a un hombre libre, Pero no puedes liberar a un esclavo”. Louis J. Halle.
“-Bueno, Cristina, no será para tanto.
-Ah, ¿no?
-Me refiero a que no dejas de hablar de lo mismo.
-¿Y de qué quieres que hable, del tiempo, de la moda del yo en la novela?
-Estás convirtiendo tu pobreza en un discurso único”.
(…)
“Luego ya viene cuando dejan de llamarte. Ves las fotos. Esas fotos duelen más que el arroz blanco y un ajito. Las cuelgan en Facebook. No formas parte. Por razones evidentes: pérdida de códigos. Sucede un poco más tarde de la una de la mañana aquella en la que un conocido con la birra en la mano te afea estar convirtiendo tu pobreza en un discurso único”. Cristina Fallarás, en “A la puta calle”.
“Pensé en que cuando una tiene hijos debe hacerse responsable de su bienestar y que yo no había cumplido con eso. Son cosas que no puedes evitar pensar”. Cristina Fallarás, en “A la puta calle”.