“Alien, el octavo pasajero” es el excelente resultado de una coyuntura cinematográfica muy favorable y de un talentoso instinto creativo. Nacido en 1979, año pródigo en iconos (“Apocalypse Now” para el cine bélico, “Al final de la escalera”, para el de terror), de la mente de Dan O´Bannon, viejo colaborador de John Carpenter y futuro guionista de “Desafío total”, jamás hubiese visto la luz de no haber sido por el Star Wars – hoy “Una nueva esperanza”- de George Lucas, film que demostró que la ciencia ficción podía ser también rentable en taquilla.
Sin embargo, “Alien, el octavo pasajero” no fue el fruto exclusivo de una mente aislada, sino más bien del esfuerzo combinado de sus más directos responsables en casi todos los ámbitos: tiene algo de O´Bannon, en lo que respecta a su sinopsis y a sus personajes; algo de Ridley Scott, su director, en la puesta en escena y en su cadencia fílmica; algo de Giger, en el aspecto del monstruo; algo de Jean Giraud “Moebius” o de Christopher Foss, en lo tocante al diseño de los trajes y de las naves…
¿Cómo podían armonizarse tantas influencias y tan dispares aportaciones?. Posiblemente con bastante buen tino, como el demostrado por los productores de la Twentieth Century Fox, que decidieron apostar fuerte por una historia de serie B, convirtiéndola en uno de los mayores hitos de su década y en una de las más aterradoras e imitadas franquicias de la historia del cine. Su decisión de contar con Scott, director que venía de triunfar en Cannes con “Los duelistas”, adaptación de un espléndido relato breve del anglo-polaco Joseph Conrad, se reveló, a la larga, como todo un acierto.
Scott era el hombre adecuado para el proyecto: tenía imaginación y las ideas claras. Se había impuesto precisamente por estas características a Robert Aldrich (Doce del patíbulo o ¿Qué fue de Baby Jane?), director poco apropiado para controlar el enorme volumen de novedades que constituía “Alien, el octavo pasajero”, y por esas mismas características justificó todas las confianzas puestas en él. No ya sólo por sus storyboards, en los que se apreciaban las influencias de Foss y Moebius, sino por haber rescatado del olvido a quien sería el nombre propio del proyecto: el escultor suizo H. R. Giger.
Giger ya había estado relacionado con un descabellado plan para llevar al cine “Dune” que involucraba al diletante chileno Alejandro Jodorowsky y O´Bannon, pero la falta de sentido común y de una mínima perspectiva realista lo enterraron para siempre, sumiendo al suizo, responsable de la mayor parte de los bocetos, en un estado próximo a la ira impotente. Scott conocía su obra y el guionista principal se sentía en deuda con él: su participación en Alien estaba cantada. Y no defraudó.
Construyó un monstruo antológico, de morfología fálica, cuya imponente presencia constituía una seria amenaza pero también un fuerte contraste sexual para Ripley, tercera oficial del carguero Nostromo, y protagonista de la historia. Sobre este personaje gravita otro de los grandes aciertos de la película: dado que en el guión era un ser asexuado y ambivalente, la productora estimó conveniente transformarla en mujer. Se cerraban las puertas a una intervención de Paul Newman en el rodaje, al tiempo que, de esta forma tan hábil, se imprimía al misógino género de la ciencia ficción su mayor y más efectivo golpe de efecto en años.
Para el más importante papel de la función se pensó en una primeriza, Sigourney Weaver, cuya apariencia de mujer independiente y autosuficiente encajaba a la perfección en la imagen deseada para Ripley. Estaría acompañada y secundada por buenos y semidesconocidos actores (requisitos que impuso Scott para dar el visto bueno a las labores de los encargados de casting), caso de John Skerritt (Dallas, primer oficial de la nave Nostromo), John Hurt (Kane, el segundo de a bordo), Veronica Cartwright (Lambert, el piloto), Yaphed Otto (Parker, oficial mecánico), Harry Dean Stanton (Brett, ayudante de mecánico) e Ian Holm (Ash, oficial científico). Algunos de ellos son hoy intérpretes consagrados y reconocibles para el gran público.
La mención a todos los personajes que componen “Alien, el octavo pasajero” es algo más que un mero capricho, ya que ésta es, principalmente, una película de personajes. Ante la necesidad de explicar hechos insólitos al espectador, y de introducir al monstruo, la carga narrativa de “Alien, el octavo pasajero” se convierte en una de sus grandes bazas y en la más meridiana diferencia respecto de todas las secuelas que se perpetrarán en el futuro. Hay un hecho que siempre me ha parecido notable en la historia: ninguno de los integrantes del Nostromo es militar o tiene entrenamiento con armas, como pasará en títulos venideros de la saga. Son todos miembros de una corta tripulación comercial, con unas competencias muy marcadas y perfectamente plausibles, lo que hace aún más trágico el destino que les espera y que fuerzas exógenas (es decir, ajenas a ellos) les han deparado. Si se permite el símil, dan la impresión de ser cobayas de un implacable experimento.
Entrar en una trama archiconocida no tiene mucho sentido, salvo para destacar un par de cosas. Dejando al margen la enorme habilidad para convertir un argumento tópico en un sólido guión sustentado sobre la fuerza de sus personajes, “Alien, el octavo pasajero” se convierte en una personalísima revisión de una novela conradiana titulada “La línea de sombra”, en la cual un tripulante contagiaba una enfermedad incurable al resto del pasaje (como sucede aquí con Kane, primer infectado y recipiente para la gestación del parásito). La sombra del escritor es alargada tanto en la película (recuérdese que Scott empezó su carrera trasladando al cine un relato suyo) como en este artículo, en el que se quiere incidir en la naturaleza del nombre del carguero y de su lanzadera, Narcissus, ambos extraídos del universo literario del ex marino.
“Alien, el octavo pasajero” es también una suerte de Bella y la Bestia en versión futurista y el inicio de un subgénero que podríamos llamar de “depredador”, que tantos dólares ha dado a las arcas de Hollywood y tan pocas neuronas ha dejado en las salas.
Por supuesto hay muchas más cosas que comentar, pero ninguna podrá sustituir al visionado de una de las mejores películas de la ciencia ficción de todos los tiempos. Es probable que, al hacerlo, alguien descubra con asombro que hace no mucho tiempo, Ridley Scott aún podía pasar por director de cine.