Todos sabemos que los antibióticos son medicamentos que siempre se deben adquirir con receta médica. Es muy sonada la alerta sobre el uso de este tipo de fármacos. Constantemente se advierte acerca de la gran precaución que ha de tenerse a la hora de consumir antibióticos. Los médicos insisten en tomarlos en una dosis determinada (nunca más de la cantidad indicada) y con horarios muy estrictos. ¿Por qué motivo?
En primer lugar es importante conocer lo que son los antibióticos. Son unas sustancias químicas, —algunas sintetizadas por bacterias, otras por hongos—, que se caracterizan por tener una capacidad muy particular: matan a las bacterias, dejando intactas las células eucariotas —de las que nuestro cuerpo está compuesto—.
Es importante tener en cuenta que un antibiótico no funciona contra un virus, sólo actúa contra bacterias. Y no todos los antibióticos actúan por igual contra todas las bacterias. Hay antibióticos más y menos específicos, más y menos agresivos…, pero como idea inicial, nos quedaremos con eso. El antibiótico es, por tanto, una sustancia que mata bacterias.
¿Y cuáles son los problemas?
Problemas hay muchos. El primero que nos encontramos es que un gran número de antibióticos no discriminan bacterias y destruyen por igual tanto las que están causando una infección —las bacterias patógenas—, como las que nos están ayudando a digerir alimentos. La llamada “flora intestinal”, por ejemplo, no deja de ser un conjunto de bacterias que habita en nuestro intestino. Para evitar esto, en ocasiones, junto con el antibiótico, se nos receta lo que conocemos como “protectores gástricos”.
Solventando este problema inicial se nos presentan más problemas. La periodicidad. ¿Por qué siempre que se toman antibióticos debe hacerse cada seis o cada ocho horas —según indique el médico—? ¿No funciona igual si me tomo dos, y espero dieciséis horas?
Pues no.
El antibiótico debe estar en contacto con la bacteria durante un tiempo determinado, y en un rango de concentraciones concreto, es decir, que la cantidad de antibiótico debe ser lo más constante posible. Esto significa que para que funcione, debemos administrar el medicamento en momentos y cantidades concretas, para que su presencia en el organismo sea la adecuada y pueda hacer efecto deseado. De otro modo, aparecerán picos de concentración máxima, y también momentos en los que la cantidad en el organismo no sea suficiente, y no servirá para nada.
Vale. Pero ¿por qué no debemos excedernos en el uso de un antibiótico?
Y aquí viene el mayor de los problemas. Y tiene que ver con la evolución. Las bacterias, como todo ser vivo, sufren mutaciones. Y estas pueden suponer ventajas o desventajas en el organismo que las padece. Si es una desventaja, ese individuo se verá desfavorecido por el ambiente, y probablemente muera en la competición por los recursos. Sin embargo, si esa mutación supone una ventaja, el organismo sobrevivirá y se verá seleccionado para perdurar, por encima de aquellos que mueran.
Una mutación relativamente frecuente dentro de la evolución bacteriana es la resistencia a los antibióticos. Si en un conjunto de bacterias que infectan a una persona, una de cada cien es resistente al antibiótico, pero las otras noventa y nueve no, solo una de cada cien sobrevivirá al ataque. Eso hará que la enfermedad remita, pues el número de agentes infecciosos es muy reducido, y probablemente, ese uno por ciento superviviente sea eliminado por las propias defensas del organismo. Pero ¿y si no es así?
Si las bacterias resistentes no son eliminadas, rápidamente se reproducen, en ese evento evolutivo antes mencionado, y se esparcen de nuevo. Y entonces el antibiótico ya no funciona. Porque todas esas bacterias son hijas de aquellas que sobrevivieron por ser resistentes y han heredado aquella mutación de las primeras, que las hizo resistentes.
Hay que tener en cuenta que la población total de cada especie de bacteria patógena es muy elevada y que, por tanto, para que toda la población se convierta en resistente es necesario un abuso masivo de antibióticos. Al consumir indiscriminada, masiva e inconscientemente antibióticos estamos fomentando que las bacterias a las que pretendemos atacar se vuelvan resistentes a dichos antibióticos, o mejor dicho, estamos acelerando ese proceso. De ahí, que poco a poco, tratamiento tras tratamiento, los antibióticos vayan perdiendo efectividad. Tanto es así, que a día de hoy se habla de «generaciones de antibióticos» y actualmente, por ejemplo, ya disponemos de penicilinas de cuarta generación.
Entendemos que la resistencia de las bacterias patógenas a los antibióticos es un proceso evolutivo, cuya selección natural se ha visto incrementada por la presión ambiental —en este caso, el arsenal químico antibiótico que hemos estado usando en el último siglo—. ¿Y cómo podemos hacer para parar esto?
No podemos parar la evolución. Es una potente fuerza. Es esa fuerza que nos convirtió en animales y que nos sacó del agua. Es la fuerza que nos irguió sobre dos patas y nos mostró el mundo tal y como lo conocemos. Pero sí podemos frenar, en parte, la velocidad de este proceso evolutivo. Podemos hacer que las bacterias sean más lentas adquiriendo resistencia a los antibióticos, pero debe ser algo que llevemos a cabo toda la población, y no solo unos pocos.
El primer paso para frenar este avance evolutivo es la prevención de la propia infección. Si no te infectas, no tendrás que tomar antibióticos. Mantener unas condiciones óptimas de higiene, lavarse las manos a menudo, lavar a fondo los alimentos crudos y evitar manipularlos a la vez que los cocinados, son actividades que reducen en gran medida los riesgos de infección y/o de propagación. Por el contrario, hay actividades que incrementan esos riesgos, tales como utilizar duchas y baños públicos, compartir productos de aseo y otros productos personales como los auriculares o la ropa interior, mantener relaciones sexuales sin protección, o hacerse pendientes o tatuajes sin medidas higiénicas estrictas y sin el cuidado posterior.
Una vez contraída una infección, aún podemos actuar para prevenir la adquisición de resistencia por parte de las bacterias. El médico debe ser capaz de valorar la importancia de la infección y el historial de consumo de antibióticos del paciente. Cuanto más se repita el consumo de un mismo antibiótico, más fácil será que se genere la resistencia. Alternar el uso de diferentes antibióticos retrasa la aparición de resistentes, pero en contraposición, se puede generar la resistencia a más tipos de antibiótico.
Las investigaciones más modernas sobre prevención se están llevando a cabo por dos ramas, ambas buscan omitir o al menos reducir el consumo de antibióticos. Las vacunas bacterianas y los virus bacteriófagos.
Las vacunas bacterianas, del mismo modo que las vacunas víricas, actúan sobre las defensas del organismo paciente, y no sobre la bacteria. Es decir, no matan directamente a la bacteria, sino que «enseñan» al cuerpo a luchar contra ella, eliminando el problema de la resistencia. Pero son investigaciones complejas y muy costosas.
Los virus bacteriófagos —llamados comúnmente «fagos»— son un tipo de virus que infectan solo a las bacterias, resultando por tanto, nuestras células inmunes a ellos. Las investigaciones en terapias fágicas —las que utilizan los fagos como solución— comenzaron en la ex Unión Soviética hacia los años ’40, pero fueron olvidadas, y no ha sido una opción a considerar hasta hace pocos años. La efectividad de los tratamientos con terapias fágicas es menor que la de los antibióticos, pero la ventaja es que las bacterias no son capaces de generar defensas contra los fagos tan fácilmente. Actualmente y desde hace un año, se está llevando a cabo por el Centro Nacional de Biotecnología de España, dependiente del CSIC, la investigación del uso de virus bacteriófagos como sustituto de los antibióticos, ante las infecciones del tracto digestivo producidas por bacterias.
No todo es bueno, ni todo es malo. Las monedas tienen dos caras. En ocasiones, lo que a corto plazo es la cara: un remedio para un problema, como un antibiótico; a largo plazo puede ser la cruz: la causa de que nuestro problema sea incurable.
Como reflexión de hoy, una invitación al sentido común. No se automediquen. Sigan las instrucciones de los médicos al pie de la letra —por muy rara que sea la caligrafía— y no abusen de los antibióticos; hacerlo puede ser la causa de que dejen de funcionar.
Yo sólo invito a reflexionar.
Lcdo. Mg. Álvaro Bayón Medrano.