Pocas películas han generado tanta atención en redes sociales como «Call Me By Your Name» –¿por qué se mantiene el título original en inglés cuando tranquilamente se podría traducir como «Llámame por tu nombre«?–, la película de Luca Guadagnino que, estrenada hace un año en el Festival de Cine de Sundance, finalmente llega a las salas españolas. Una película que, a priori, podría provocar más de una polémica en este mundo tan políticamente correcto de hoy en día: la historia de amor (y de sexo) de un adolescente de 17 años con un estudiante universitario (muy) mayor de edad, y que transcurre en la casa familiar del muchacho en el norte de Italia. Sea como fuere (la controversia sería bastante fútil), con esta cinta, más que de una historia de amor homosexual, lo que tenemos es un drama sobre el autodescubrimiento personal y la tolerancia. Y eso, amigos, sí que es mucho más destacable.
Elio (Timothée Chalamet, nominado más que merecidamente al Oscar a mejor actor en la edición presente) pasa el verano de 1983 en la casa familiar escuchando y escribiendo música (toca con mucho talento el piano y la guitarra), lee, sale a nadar y a divertirse con amigos, entre ellos una joven, Marzia (Esther Garrel), con la que parece haber algo más que una amistad, y en general holgazanea y se aburre a partes iguales. No cuesta nada entenderle: a su edad, todos nos aburríamos en verano. Su padre, el señor Perlman (Michael Stuhlbarg), es un arqueólogo judío-estadounidense (todos hablan con soltura varios idiomas) que cada verano recibe a un estudiante de posgrado en prácticas para que viva con su familia y le ayude en su trabajo; su madre, Annella (Amira Casar), observa cómo Elio despierta en el amor y el sexo, pero desde una cierta distancia. Se trata de una familia judía progresista, sin trabas ni tabús, acostumbrados a disfrutar del día a día.
Y así llega Oliver (Armie Hammer), un despreocupadísimo joven también judío-estadounidense –la manera que tiene de despedirse, “later” en inglés [un “hasta luego o “nos vemos””] se convierte en marca personal y más de un comentario jocoso entre los Perlman–, y que pronto se hace un hueco en la familia y en la zona por su simpatía y don de gentes. Elio, no obstante, que se ha visto obligado a cederle su habitación durante esos meses para pasar a aposentarse en la estancia contigua de la casa (pedazo de casa, por cierto), al principio no parece hacer buenas migas con Oliver, pero no puede evitar quedarse fascinado, al principio en contra de su voluntad, por el joven estadounidense: su manera de ser, su físico, su coqueteo con una moza de la zona, su seguridad en sí mismo. Cuando el contacto entre ambos sea más cotidiano (apenas les separa una puerta) y las salidas en común, a nadar o en bicicleta al pueblo para enviar o recoger una carta, Elio y Oliver intimarán, poco a poco, pero cada vez de manera más cercana, más sensual incluso. La historia de amor, que tarda en producirse, será inevitable.
James Ivory (a sus casi noventa años, por cierto), director de películas como «Las bostonianas» (1984), «Una habitación con vistas» (1985), «Maurice» (1987) –otra historia de amor homosexual basada en la novela de E.M. Forster–, «Regreso a Howard’s End» (1992), «Lo que queda del día» (1993) y «La copa dorada» (2000), entre otras, escribe el guion a partir de la novela homónima de André Aciman, y lo hace con la solidez de quien está acostumbrado a relatar historias basadas en novelas, digamos, “de época”; y sin duda ha influido en la dirección de Guadagnino con ese hincapié en los interiores de la casa, una atmósfera de quietud y vagancia, y un aire hasta cierto punto retro en la ambientación.
Cierto es que historias de muchachos que inician su particular viaje de autodescubrimiento e iniciación sentimental (y sexual), ha habido muchas, y quizá en este sentido la película no aporta demasiadas novedades. Lo interesante es cómo la película, algo larga en metraje y con una trama que se toma su tiempo en elaborarse –sin que ello suponga un déficit, pues en la ambientación y en presentarnos a los diversos personajes y sus mentalidades encontramos mucho en lo que fijar nuestra atención–, paulatinamente se centra en los dos protagonistas, Elio y Oliver, en sus acercamientos (y alguna que otra “cobra”), en la intimidad que surge entre ambos de manera natural, sin prejuicios ni giros forzados.
Hablábamos de autodescubrimiento y de búsqueda de una identidad personal (que, insisto, no se limita a las etiquetas sobre condiciones sexuales), pero también destaca esta película por la tolerancia, especialmente por parte de un señor Perlman que es consciente de la edad de su hijo, de lo que significa tener 17 años y albergar un lío de sentimientos y preguntas en su interior; una edad complicada, el final de la adolescencia, en el que la inseguridad y la exploración de uno mismo forman parte del bagaje que se empieza a acumular en nuestro interior. Sin ánimo de destripar nada, la secuencia de la conversación entre padre e hijo hacia el final del filme (no me resisto a enlazarla para repasar de nuevo una vez vista la película) es quizá una de las escenas más preciosas y tiernas, pero sobre todo potentes en cuanto a la tolerancia y el amor, que habremos visto en el cine en los últimos años. Y quizá esa secuencia haga por los adolescentes que buscan su lugar y su identidad personal un enorme servicio. Porque nos habla de comprender a los hijos sin reservas y sin decirles cómo deben ser, de dejarles caminar la senda que sientan que deben recorrer, sin marcarles el recorrido, sólo animándoles a que acepten lo que han sentido y no lo quieran desterrar de sí sólo porque es algo pasajero de la edad. Sin juicios ni lecciones morales, tampoco un paternalismo forzado. El primer amor verdadero es importante para asentar los cimientos de una personalidad propia y de unos parámetros emocionales sólidos, y eso es algo que el señor Perlman comprende y hasta cierto punto envidia.
Como conclusión, «Call Me by Your Name» es, en la senda de «Brokeback Mountain», desde otra perspectiva, o de la también muy reciente (y oscarizada) «Moonlight», una preciosa historia de amor y un relato sobre la identidad y la tolerancia (hacia los demás y hacia uno mismo). Una película que deja poso una vez terminada y transmite una cierta esperanza de que las cosas pueden ir siempre a mejor, y sobre todo realizarse con la naturalidad que las moralejas y los manidos estereotipos a veces impiden alumbrar; y sin necesidad de caer en manierismos formales ni argucias argumentales metidas con calzador. Una historia bien contada, bien interpretada, bien “sentida”. Nada más… y nada menos.