El cine chileno pasa por un momento especialmente dulce, con una generación de directores nacidos en los años setenta y con proyección internacional. Así, cabría destacar a Pablo Larraín –»El club», «Neruda» y «Jackie», entre lo más reciente– y Sebastián Lelio, con éxitos como «Gloria» (que tendrá un remake estadounidense dirigido por el propio director) y «Una mujer fantástica», cinta que ganó el Oscar a mejor filme de habla no inglesa en la edición de 2018. Como hiciera Larraín con «Jackie» (espléndido filme sobre Jackie Kennedy en los días posteriores al asesinato de su marido), Lelio da el salto también al cine anglosajón y lo hace con una adaptación de la novela «Disobedience» de la escritora británica Naomi Alderman.
La historia nos traslada a una comunidad judía ortodoxa en un Londres poco transitado por el turismo en masa. La muerte del rabino Krushka (Anton Lesser), una eminencia del estudio de la Torá, mientras pronuncia un sermón en la sinagoga, fuerza el regreso de su hija, Ronit (Rachel Weisz), una hija muy poco pródiga: tiempo atrás abandonó o más bien escapó de ese asfixiante y estricto pequeño universo para cruzar el charco y establecerse como fotógrafa. La llegada de Ronit provocará tensiones y recelos entre los miembros de la comunidad, y afectará especialmente a su relación con el discípulo y previsto sucesor del rabino, Dovid Kuperman (Alessandro Nivola), y su esposa Esti (Rachel McAdams), una antigua amiga, como Dovid, pero también algo más.
«Disobedience» se presenta con la carta de presentación de una historia de dos mujeres lesbianas que se reencuentran al cabo de un tiempo y vuelven a sentir fuertes sentimientos entre ambas. Pero la etiqueta de película LGBT se quedaría corta, pues la película tiene muchas más aristas de lo que parece a primera vista. El regreso de Ronit a la comunidad en la que se crio y vivió muestra las grietas que puede provocar el retorno de la hija del rabino en el aparentemente perfecto armazón judío ortodoxo. Dovid ha estudiado la Torá al amparo del fallecido rabino y acumula una sabiduría que lo predestinan a ocupar el puesto de su mentor y a continuar con una enseñanza de la tradición. Esti es profesora en una escuela de niñas judías y cualquier rumor acerca de mantener no sólo un idilio extraconyugal sino además con otra mujer, puede suponer mucho más que un despido: sería una mancha en la honra personal y la de la propia comunidad que la alberga. Por ello, los comentarios de Ronit en una cena con otros invitados, incluido su estirado tío materno Moshe (que no ha recibido calurosamente el retorno de su sobrina), su soltería e independencia femenina e incluso su desparpajo natural son percibidos quedamente como una amenaza para la estabilidad del status quo. Podrá haber vuelto la hija de un gigante, pero ello no hace precisamente cálida su bienvenida, su vuelta a una comunidad de la que se fue de manera súbita, abandonando a los suyos, a una tradición. El filme se centra en los días inmediatamente posteriores a la muerte del rabino, a su funeral y a los preparativos para que Dovid le suceda al frente de la sinagoga. Y es un espacio de tiempo suficiente para que tanto Ronit como los espectadores seamos testigos del clima imperante en aquella parte de Londres y de qué hasta punto es peligroso quebrar las leyes establecidas, hasta qué punto la desobediencia a un orden “natural” de las cosas sólo puede llevar al desastre.
En este sentido, estamos ante una película muy interesante tanto en forma como en fondo. Un fondo que está presente, por un lado, en la imagen de la comunidad, pero de una manera muy sutil, sin aspavientos ni juicios de valor (no se trata de discutir sobre el poso de las creencias ni los rituales del judaísmo ortodoxo); apenas son suficientes unas frases de Ronit para ironizar sobre unas tradiciones que no comparte –“¿tenéis cada viernes?”, le pregunta en un momento determinado a Esti, que responde “es lo esperado”, a lo que Ronit murmura “qué medieval”–; sobre el rol sumiso de las mujeres al lado de sus maridos (y que observamos, sin cargar las tintas, en Esti y su rutinaria vida con Dovid), o sobre la distante, cuando no tormentosa, relación de una hija única con su padre rabino, más lo segundo que lo primero (y quien para más inri además ha dejado la casa familiar en herencia a la sinagoga). Por otro lado, hay que destacar la naturalidad con la que Ronit y Esti reanudan su relación del pasado –con una secuencia de cama sin desnudos, pero con una pasión y sobre todo una intimidad que saben a veracidad sin necesidad de caer en topicazos–, a riesgo de que sean descubiertas y pongan en peligro no sólo un matrimonio sino el futuro del liderazgo de una sinagoga.
En la forma los tres actores están espléndidos y sobrios en sus interpretaciones, dejando que fluyan los personajes y las pasiones latentes, y sacando a la superficie los conflictos del pasado y del presente. El triángulo formado por Weisz, McAdams y Nivola trasciende sobreactuaciones y demuestra solvencia y tablas en una historia medida hasta el último detalle por Lelio, que ha escrito el guion adaptado en colaboración con la dramaturga británica Rebecca Lenkiewicz. Nivola tiene ancestros judíos en su familia y quizá algo haya buceado en ellos, pues su papel como rabino es especialmente destacable. Nada parece escapar a la atención de director y actores, que se mueven con comodidad en un terreno que quizá para alguno de ellos sea nuevo (McAdams es una cristiana protestante practicante, por ejemplo), y la imagen que se da de la comunidad ortodoxa judía, sus rituales y ceremonias, deviene perspicaz y vista desde una cierta distancia.
El resultado es una película que no sólo va de dos mujeres que se dejan llevar por una pasión superior a las estrecheces y los convencionalismos sociales, sino que incide en la necesidad del libre albedrío, de no dejarse acogotar por las imposiciones basadas en la mera tradición, y supone una interesante continuación de la filmografía de Lelio sobre mujeres fuertes. Fuertes a pesar de todo… y de todos.