El principal problema de las mal llamadas crisis de madurez no es tanto el arrepentimiento por el tiempo perdido como la revisión del yo, una auditoría del pasado que suele acabar en enmienda a la totalidad y durante la que con demasiada frecuencia prescindimos de lo que nos hizo tomar uno y otro rumbo: las circunstancias. Ya lo dijeron Ortega y Gasset. ¡Qué tíos!
En esta autopista al infierno está Hugo, un “joven” francés cerca de los cuarenta (yo pongo las comillas, que cada uno las interprete como quiera) que sobrevive como rotulista de cómics, con una pareja, Alice, que trabaja como dependienta en una cadena deportiva, una hija pequeña y una madre que liga por internet para encontrar casa.
Desconocemos cuales han sido las circunstancias de Hugo hasta el momento, pero sabemos que ahora está teniendo problemas para sobrellevar el duelo por la muerte de su mejor amigo. El suicidio de Fred ha dejado un gran vacío en Hugo y lo ha enfrentado al hecho de que la vida y los sueños también se acaban para él y sus amigos.
Ellos, los otros dos miembros de la pandilla, se encuentran en parecida tesitura. Étienne es un aspirante a actor que ha acabado trabajando de camarero y Jean-Marc, el artista friki del grupo, se gana la vida como programador en una empresa de telefonía. Hugo, por su parte, todavía no pierde la esperanza de convertirse en guionista de cine o televisión aunque lo único que le ofrezcan sea escribir biografías de baratillo de “grandes personalidades”.
Los tres, junto a los padres de Fred, van un 31 de enero al notario para recoger los que paquetes que su amigo dejó para ellos días antes de morir. A Hugo, un tirachinas y un monociclo; a Jean-Marc, un acordeón y ocho entradas para la ópera de la Bastilla; y a Étienne, “Las palabras” de Jean-Paul Sartre.
Los regalos póstumos de Fred desconciertan a sus amigos porque no tienen nada que ver con ellos o sus aficiones y, hasta donde saben, tampoco con la relación que les unía con Fred. Sin embargo, será precisamente la necesidad de descubrir qué ha querido decirles dejándoles esos objetos lo que empujará a Hugo, Étienne y Jean-Marc a buscar respuestas a preguntas que llevan evitando mucho tiempo sobre lo que querían ser y lo que son.
Además de con sus decisiones, Hugo tiene que lidiar con una vida familiar que ha comenzado a superarle. Sin saber cómo, ha acabado mintiendo al amor su vida y abordando la paternidad con más miedo por decepcionar a su hija que entusiasmo por los buenos momentos que vendrán. Tan mal está, que no le ocurre otra cosa que llamar al número de Fred que todavía guarda en su tarjeta SIM. Tras el nombre al que tantas veces llamó para hablar con su mejor amigo, ahora está otra persona con la que Hugo entablará una especie de amistad un poco forzada pero que gana interés según avanza la historia.
Como no solo de Sartre vive el hombre, el guion de Jim pivota sobre otros temas como la familia o la amistad y toca muy hábilmente cuestiones de índole social como la precariedad laboral, a la que están sometidos todos los personajes del cómic sin excepción, y fenómenos culturales como el recurso a las series como vía de escape.
En cuanto al trabajo de Alex Tefenkgi sólo puedo calificarlo de magnífico. La representación de los personajes casa a la perfección con la personalidad que Jim les ha dado, mientras que la París por la que se mueven transmite por sí misma el estado de ánimo de Hugo y sus amigos. La magia de las luces de la ciudad, la esperanza del amanecer, el dolor que trae la lluvia…todo está ahí gracias a una sobria pero elaborada composición de las viñetas y una utilización del color acertadísima. Para profundizar en esto, en las últimas páginas de “¿Dónde quedaron los buenos tiempos?” se incluyen una serie de ilustraciones y escobos con comentarios de Jim y Alex sobre el proceso de creación del cómic que cierran estupendamente la edición de ECC en formato cartoné.