Aunque Ankurô sea un insuperable carterista, casi el mejor en su trabajo y con la venganza como fin último al igual que otros héroes del corpus de estos autores, este carterista no duda en quebrantar las leyes y las moralidades para conseguir sus objetivos, si bien haya una especie de pacto entre caballeros entre los diferentes tipos de ladrones de Edo.
Incluso esa propia norma no escrita es dejada de lado por Ankurô cuando le conviene, dando por sentado que en realidad no pertenece a ninguna organización criminal ni se somete a ninguna directriz. Dejando de lado la socarronería fantasiosa de Son Goku, «El carterista» se acerca más a otros relatos como «Kei», cuyo protagonista traspasa las convenciones del honor, o al del mencionado Kasajirô, debido al entorno urbano y cotidiano de Edo donde se desarrolla la acción, en esta ocasión en el lado contario a las fuerzas del orden.
El manga, cual historia de ladrones de guante blanco, se divide en golpes, aquellos que comete el propio Ankurô en cada uno de esos capítulos. Pero desde el minuto uno, en el primer golpe «Kikare-no-Edo», veremos que este habilidoso carterista es mucho más que un vulgar ladronzuelo, y no sólo por su perfeccionada técnica: es capaz de desafiar a Otaka, de la famosa liga de carteristas Yuiren Kuromoto, en su propio terreno y mediante los más diversos ardides, desde los sexuales a los juegos de mano, pasando por la infiltración, la caracterización y el engaño. Y es que Ankurô no busca el vil metal, sino la lista de carteristas de la propia Yuiren Kuromoto, aunque aún no sepamos para qué. La forma en la que reta a Otaka y se introduce en la misma base de la liga de carteristas sorprende por su ingenio, transformando a Ankurô en el Raffles de la época Edo, si bien su procedencia no sea para nada de alta alcurnia.
Es en el segundo golpe cuando ya se nos revela parte del pasado y las motivaciones de Ankurô. «Shinko la Kabuto» es el nombre tanto de este capítulo como de la mujer que ocupa el centro de la vida de nuestro protagonista. Y lo expreso así porque Shinko es tanto su madre adoptiva como su amante, una relación con complejo de Edipo truncada por la enfermedad. Unir la tristeza de una muerte cercana con la lascivia de unos amantes para dar pie a un flashback donde la inocencia de un niño rescatado y adoptado se contrapone con la vida cleptómana y erótica de su nueva cuidadora conforma una arriesgada complejidad moral que sólo puede entenderse en el Japón feudal que suelen plasmarnos los autores. Unir Eros y Thanatos, amor filiar y sexual resulta en un relato de moral ambivalente, de superación, de esperanza entre la desesperación creciendo como el jaramago, uniendo las complicadas relaciones de los mitos griegos a la tragedia dickensiana de la pobreza en una mezcla de lo divino y lo humano.
En el tercer golpe, «Robando cenizas, determinación y malicia», volvemos a una estructura más tradicional donde la habilidad y la astucia de Ankurô hacen gala. Todos los ingredientes del primer relato se trasladan a este sin resultar repetitivos: el robo como forma de venganza, de la que aún no sabemos sus motivaciones; la infiltración, caracterización y el componente sexual como métodos para salirse con la suya y los propios ladrones como objetivo de la justicia poética de nuestro protagonista, que en esta ocasión son dos bandas rivales que se reparten el territorio de la ruta Tokaido, la más famosa de Japón, ya que unía Edo con Kioto, las dos ciudades más importantes del momento.
Dicha carretera contaba entre ciudades y pueblos con cincuenta y tres estaciones (de hecho, es el nombre de una de las más famosas obras de Ukiyo-e de Hiroshige), donde se podía pernoctar, aprovisionarse e incluso disfrutar con la gastronomía y los más variopintos espectáculos callejeros. El pueblo número veintisiete funcionaba se situaba exactamente la mitad del recorrido y dividía el camino en dos, aunque estas dos casas rivales no parecen muy conformes con ello en esta historia. Ankurô aprovechará dicha disputa para sembrar la rivalidad y burlarse de todos.
Como último golpe en este volumen se encuentra «Las casas adosadas de los tres-Itos», donde Ankurô se hará pasar por un nuevo vecino de una de las típicas casas en hilera de clase baja (también podemos verlas en el capítulo cinco de «Uzumaki», de Junji Ito), mostrándose amable y entablando relaciones con los demás habitantes, en especial con Okimi, una joven inocente hija de un vendedor ambulante que en realidad se gana la vida con lo que no es suyo. Será entonces cuando se revele el motivo por el que Ankurô pretende vengarse, y por qué su objetivo son esos ladrones a los que busca y gana en su propio terreno. Se torna entonces en una historia de venganza semejante a la de Lady Snowblood, otro de los personajes de Koike, aunque con dibujo del también genial Kamimura.
Como siempre, Koike nos presenta un personaje de habilidades excepcionales en su propio campo, imbuido en una moralidad y un modus operandi cuyo objetivo es la venganza, en un manga de pequeñas historias más que salpicadas de erotismo y de flashbacks que poco a poco van hilvanando una trama oculta y un pasado trágico. Pero en esta ocasión, y como elemento diferencial, el personaje está al otro lado de la ley y la moral. Su nombre, que significa «oscuridad», delata su origen y su permanencia en los bajos fondos, desde donde actúa.
Kojima nos ofrece un buen trabajo, esta vez centrándose en lo urbano y lo prosaico, aunque con su característica unión del detalle y el expresionismo. E incluso, es capaz de volver la mirada a la tradición paisajística en su representación de la Tokaido. No falta nada de lo que pueda dibujar el maestro: casas machiya de Edo, cementerios budistas, paisajes, escenas eróticas, temporales en alta mar, torturas, puentes que cortan con una pincelada el transcurso de anchos ríos… todo con el mismo buen hacer y la técnica a la que acostumbra.
¿Logrará Ankurô vengarse de todos los ladrones de su lista? Lo veremos en el siguiente volumen.
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