Cuando se juega al Juego del Calamar solo se puede ganar o morir. Esta frase no era exactamente así, pero es tan conveniente que me voy a permitir tomarla prestada. Al fin y al cabo, la serie surcoreana del director y guionista Hwang Dong-hyuk y disponible en Netflix, que tiene a (casi) todo el mundo hablando, coge prestadas muchas ideas de proyectos anteriores. “Battle Royale” (2000), sin ir más lejos, es una inspiración clara, de la que “Los Juegos del Hambre” también es deudora.
En “el Juego del Calamar” cientos de personas con problemas económicos compiten en juegos infantiles para conseguir un premio millonario que les solucione la vida, aun a riesgo de perderla.
La serie parte de una premisa simple y, desde ahí, construye una historia de mensaje afilado, pero trama directa y llena de sobresaltos. Puede parecer sencillo, pero no lo es. La habilidad de aunar dos facetas tan diferentes como el puro entretenimiento y la crítica social y triunfar en ambas es una hazaña difícil de conseguir.
Porque “el Juego del Calamar” es una alegoría de la competencia extrema en la sociedad moderna, un retrato descarnado del capitalismo más feroz que fascina, horroriza y, sobre todo, engancha. Un alegato que es a la vez escapismo. Un escapismo diferente, porque no huimos a un mundo de finales felices, sino a un reflejo grotesco del nuestro.
Vemos sufrir a los personajes y sufrimos con ellos y al mismo tiempo nos convertimos en cómplices de su sufrimiento. Les observamos jugar sin poder apartar la mirada de su desdicha, disfrutando como si de un combate de gladiadores en el circo romano se tratase. Tratando de adivinar quién sobrevivirá y quién no, cómo lo harán, a qué nuevas pruebas de inocencia retorcida tendrán que enfrentarse.
Los personajes son, durante el primero de los nueve capítulos de la temporada, secundarios al juego. La excepción quizás sea el protagonista Gi-hun (Lee Jung-jae), pero una vez que le conocemos y tenemos una idea de qué le motiva, la serie no pierde demasiado el tiempo. Es el desarrollo del juego, su funcionamiento, normas y brutalidad, lo que incita a seguir viéndola, picando la curiosidad de la audiencia. Es una estrategia efectiva: pospone la profundización en los personajes evitando la posibilidad de que muchos espectadores se bajen del barco antes de la cuenta. Aquellos que llegan buscando diversión ante todo y no drama social. Ahí está el truco. El drama viene más tarde y no hace más que subir de intensidad. Y es que, a medida que conocemos la personalidad y trasfondo de los participantes, no solo queremos ver el siguiente capítulo porque nos entretiene, también nos importa.
Con el conversor de wones a euros abierto en el móvil, asistimos a la competición. Pronto llega la adrenalina, la inquietud, y el mensaje va quedando cada vez más claro. Hay mucho sobre lo que reflexionar ante esta visión de una sociedad enferma, poblada por seres humanos cuya existencia gira alrededor del dinero, como un sol que los abrasa y marchita. ¿Hasta qué punto son responsables de su situación? ¿Acaso puede culpárseles del resultado de sus elecciones cuando éstas no lo son en absoluto? ¿Cuando el mismo sistema está amañado de tal forma que la libertad queda restringida a elegir entre lo malo y lo peor, la miseria o la muerte? ¿Aplastar o ser aplastado? Y aun así, los jugadores aceptan las reglas.
Se habla de oportunidad, de decisiones democráticas, de igualdad de condiciones a la hora de competir. Sabemos que no es cierto, que nadie les hace un favor por hacerles partícipes del juego. Que nunca fue la intención, además. Se les pone al límite y se les culpa. Por sucumbir, por ser débiles, hasta por su pobreza. Así funciona esto. Es terrible, traumático, y muchos han de morir para que uno solo gane. Lo saben, tal como nosotros sabemos que la posibilidad de que nos toque la lotería es mínima. Pero juegan (y jugamos) porque, ah, ¿y si lo consiguen? ¿Y si salen de allí millonarios? Así caen (caemos) en la trampa y el show continúa.
Las secuencias excesivamente largas son una de las flaquezas de “el Juego del Calamar”
Los momentos de humor ácido complementan la angustia y una tensión que apenas cesa. El drama alcanza su punto álgido en el sexto episodio. Ahí llegan algunos de los momentos más devastadores y de mayor impacto emocional. Es un capítulo pausado e íntimo, que presenta más de un dilema moral, y uno de los más sólidos a nivel narrativo. Sin embargo, es a partir de aquí cuando las flaquezas de la serie comienzan a aflorar de una manera más evidente. Son las secuencias excesivamente largas, que se regodean en el drama o en los aspectos más gore, la insatisfactoria trama policiaca y sus cabos sueltos o lo estereotipado de los ricos y poderosos, cuyos diálogos son rígidos y nada naturales.
El diseño de producción y la fotografía dotan al ambiente de cierta irrealidad, contrapuesta a la vida que los jugadores dejaron atrás y acorde a la fábula despiadada y cruel de la que ahora forman parte. Los monos en color rosa fuerte de los trabajadores del juego (que recuerdan a los rojos de “La Casa de Papel”, otro préstamo) y el verde de la ropa de los competidores destacan sobre el fondo apagado de su entorno. La estética es, de nuevo, simple pero efectiva. Reconocible y difícil de olvidar. Un acierto.
El final prepara el terreno para una segunda temporada que no parece necesaria, pero que probablemente sirva para para resolver las dudas que quedaron en el aire y dar conclusión a un misterio concreto en el que no se ahonda y que, de ser este el desenlace, quedaría como totalmente innecesario.
«El Juego del Calamar» podría haber terminado aquí y habría sido un buen final para una muy buena serie, pero aún queda carne que devorar en estos huesos… y sangre por derramar.