Ha bajado el telón de ‘El método Kominsky’ (Netflix). Una serie entrañable, hecha para homenajear a la profesión artística de la actuación, que ha reunido durante tres temporadas a la plataforma digital con Chuck Lorre y que nos ha regalado años de chascarrillos boomers y de cameos del cine de Hollywood de finales del s. XX. Esta temporada ha sido especialmente intensa en presencias y reencuentros, aunque uno nos ha llenado de añoranza: el de Michael Douglas (Sandy Kominsky) y Katheleen Turner (la exmujer de Sandy).
Una pareja magnética, que nos regaló excelentes momentos en las pantallas de cine de los ’80, y que nos demuestra, otra vez más, su enorme magnetismo y perfecta combinación.
Su energía encaja, además, como un guante con la serie. Si el de dúo Kominsky (Douglas) y Newlander (Alan Arkin) encarnó en las pasadas temporadas, magistralmente, la reflexión sobre el envejecer en Hollywood. El dúo de Douglas y Turner acaban ahora juntos ese camino reflexionando, esta vez, sobre el éxito y la muerte en el ocaso de la vida. Pues ahora Sandy, a su edad, desea pasar por fin a la acción y, espoleado por su difunto amigo Norman Newlander y por un extraordinario Morgan Freeman (en un cameo maravilloso, por cierto), entra de lleno en la actuación de la mano del inolvidable Barry Levinson.
‘El método Kominsky’ nos reconcilia con ese guionista, productor y director excelente que es Chuck Lorre
A este motor principal se le suman otros motores secundarios que enriquecen la serie y nos dan otros ratos, distintos y variados, de risas y de sonrisas.
El primero de ellos es el encarnado por la hija de Sandy, Mindy Kominsky (Sarah Baker) y su sexagenaria pareja, Martin (Paul Reiser). Redundan en ese mensaje principal sobre la vejez, si bien aportándonos una nueva perspectiva: la de esos “viejóvenes” que, en vez de vivir esos achaques con la naturalidad biológica propia de la edad, se resisten, agarrándose como a un clavo ardiendo a una infancia o una juventud que viven, ahora, a “su” manera. Con las escenas surrealistas y divertidas que este perfil nos deja: las protagonizadas por un vejete con coleta, chupa de cuero y coche deportivo, emparejado con una joven varias décadas más joven que él, pero que aún no tiene el valor suficiente para enfrentarse cara a cara a su mismísima madre.
El segundo de estos motores es el protagonizado por los hijos de Norman Newlander, Phoebe (Lisa Edelstein) y Robby (Haley Joel Osment) quiénes, ya sin su padre, deben buscar una vida propia que no encuentran. Desorientados, sin objetivos en la vida, darán a Sandy más de un dolor de cabeza al ser él el albacea testamentario de su padre y, por tanto, quién, en última instancia, debe decidir a qué van a dedicar su parte de la herencia. Sandy Kominsky, el dueño que ata en corto la correa de unos hijos, ya talluditos y, sin embargo, sin oficio ni beneficio.
Esta serie reconciliaba a uno no solo con la actuación “madura” sino, también, con las historias de personas mayores. Ahora, con su punto y final, el abismo que ‘El método Kominsky’ evidenció con su presencia queda nuevamente vacío, silencioso y sin ninguna otra oferta audiovisual a la vista que vaya a reclamar su espacio. Esta serie demostró, además, que las causas de este abismo no son un problema ni de interés de mercado, ni de originalidad de las historias ni de disponibilidad de los actores.
Con la de cosas deleznables que se le pueden achacar a Chuck Lorre en cuanto a la calidad de sus productos, con ‘El método Kominsky’ anotamos una muesca en su haber que nos reconcilia con ese guionista, productor y director excelente que es. Los homenajes están todos perfectamente hilados y resultan relevantes en el conjunto. Los actores están comprometidos con sus papeles, regalándonos momentos a la altura de su capacidad interpretativa. Y la serie, si llegó levantando la voz sobre los actores mayores en la industria, se va dejando claro que su función de denuncia ya se ha cumplido.
Su marcha evidencia también, por desgracia, que tres fantásticas temporadas no han servido para cambiar las cosas… por lo menos a corto plazo. Ojalá, aun así, este adiós sirva para que, ante el silencio atronador que su indiscutible calidad nos deja, otros quieran venir a ocupar su lugar.
Mientras tanto, disfrutemos de su revisionado riéndonos un rato mientras nos tomamos un Jack Daniels con Dr. Pepper cero. Sandy y Norman, allá dónde estén, nos lo agradecerán.