En ciertos círculos paracientíficos se difunde la creencia de que existe un producto supuestamente milagroso, que se presenta como remedio para una interminable lista de enfermedades entre las que se incluye, sin pudor alguno, afecciones de tan variada naturaleza como pueden ser la hepatitis, el SIDA, la tuberculosis, la malaria e incluso el cáncer —sin especificar ni tan siquiera el tipo de cáncer al que hacen referencia—. Y cuando hablamos de que es supuestamente milagroso no es que queramos resaltar el absurdo inherente al uso de la palabra «milagroso», prácticamente sinónimo de mentira, sino que, de hecho, con ese término se le define de forma habitual, pues estoy hablando del dióxido de cloro, producto denominado por los gurús y charlatanes como, suplemento mineral milagroso o «MMS» por sus siglas en inglés.
En el mundo real, el dióxido de cloro es un gas con alta capacidad oxidante y muy inestable, motivos por los que se emplea para la potabilización del agua, usualmente de piscinas, aunque también para el consumo, ya que es un potente biocida —esto significa que se carga a los seres vivos que haya presentes— y al ser un gas, se difunde rápidamente, dejando el agua limpia y ese característico aroma a piscina, que se pierde a medida que pasa el tiempo. Ya puedes beberte ese agua o hacerte unos largos sin riesgo.
Dada la inestabilidad de este producto, el dióxido de cloro no puede comercializarse en esa forma, así que lo que se vende normalmente son dos sustancias que, al mezclarlas en la proporción adecuada, reaccionan formando nuestra sustancia potabilizadora de hoy. Éstas son, normalmente, el clorito de sodio, que es un tipo de lejía usada como blanqueante industrial, y el ácido clorhídrico. De este modo, el usuario mezcla ambos componentes para producir el biocida en cuestión.
¿Y de dónde sale esa idea de usar este producto para intentar tratar enfermedades? Todo salió de la mente de un señor llamado Jim Humble. Mientras hacía trabajos de minería en Sudamérica, varios de sus compañeros enfermaron de malaria. Según él, les dio a probar unas gotas de las que usaban para potabilizar el agua, y también según él, se curaron.
Ignoro si la historia es real o solo es un testimonio inventado. Puede que tenga parte de ambas. Pero como cualquiera que tenga un mínimo sentido crítico puede deducir sin mucho problema, el hecho de que dos sucesos ocurran uno tras otro no implica que el primero sea causa directa del segundo. Yo puedo estar enfermo de gripe, comerme una bolsa de pipas tostadas con sal y varios días después curarme de mi enfermedad, y no se me ocurriría pensar que 150 gramos de pipas tostadas con sal curan la gripe.
El caso es que, según este señor, al volver a los Estados Unidos, tras una gira sudamericana en la que fue curando el paludismo con sus gotitas, se le ocurrió vender el producto.
En este punto quiero hacer notar que para que un medicamento —de los de verdad— llegue al mercado, primero el principio activo ha de ser ensayado en cultivos celulares, si todo va bien, luego en animales, si sigue funcionando, después han de mirarse sus efectos en personas sanas, y finalmente, si todos los pasos anteriores son positivos, comprobar su eficacia en personas enfermas en ensayos de doble ciego. Las investigaciones que ha de superar un principio activo desde que es descubierto hasta que es comercializado como medicamento legal incluyen enormes sumas de dinero invertido y lustros de investigación. La mayoría de los fármacos que se descubren no llegan a experimentarse en seres humanos, y de ellos, la mayoría nunca llega a superar los ensayos clínicos. Y es normal. Estamos jugando con la salud, y es necesario que las investigaciones sean lo más estrictas y rigurosas posible, con el fin de prevenir posibles problemas como por ejemplo los que tuvo la talidomida, ya conocida por todos.
Sin embargo, parece que para que un charlatán recomiende un producto diciendo que cura un montón de cosas, solo es necesario el susodicho charlatán, y un puñado de creyentes que den testimonio de la curación milagrosa, sin importar que no exista relación causal entre el producto y la curación.
Originalmente, el MMS se preparaba mezclando la lejía de antes —clorito de sodio— con zumo de limón. El medio ácido facilita la reacción química para que se produzca el «milagroso» gas curalotodo, aunque recientemente algunos famosos charlatanes comienzan a recomendar directamente la chifladura de mezclarlo con ácido clorhídrico. Claro, ya que estás en el trampolín del absurdo te tiras a la piscina, de agua clorada, por supuesto.
Así que Jim tiene un problema. Ya no puede vender su producto como si fuera un medicamento. Pero no le sirve para nada venderlo como desinfectante de agua, porque ya hay muchos laboratorios que lo venden con ese fin. Él necesita venderlo como producto de consumo. Así que ya que está en esa piscina, decide bucear hasta tocar fondo y fundar una iglesia. Génesis 2. Una iglesia en la que el consumo de mms forma parte del ritual. Ahora el autodenominado Obispo Jim Humble ya no vende su lejía con salfumán como medicamento, sino como producto de uso litúrgico.
A pesar de que en Estados Unidos el creador de esta peligrosa pseudoterapia anticientífica ha tenido que buscarse las vueltas creando su propia religión para poder seguir aprovechándose del inocente, en España las cosas son distintas. Sí, su comercialización y uso como producto de consumo es ilegal, pero sigue siendo legal la venta de clorito de sodio para desinfección de aguas, por lo que los gurús siguen recomendándolo, explicando en charlas, blogs y videos de youtube cómo elaborar el suplemento «milagroso» para que usted mismo pueda, comprando su desinfectante de piscinas y su salfumán, hacer en su propia casa su remedio para todo eficaz para nada. Gurús que suelen adscribirse a mitos anticientíficos tan peligrosos como el negacionismo de la eficacia de las vacunas, que el VIH no existe, o que la planta Kalanchoe cura (también) el cáncer.
En el mundo real el dióxido de cloro es un gas biocida muy útil en la desinfección del agua de consumo, pero tóxico e ineficaz en el tratamiento de patología alguna. En el mundo real, el MMS se encuentra igualado en eficacia con la homeopatía, las flores de Bach, el agua del Lourdes o comer galletitas saladas u ositos de gominola. Pero sus riesgos no solo se encuentran al mismo nivel que los de cualquier otra pseudoterapia, donde existe el peligro de que el paciente abandone tratamientos reales para hacer caso a estafadores, sino que en este caso nos encontramos con uno de los muchos ejemplos en los que el propio enfermo está poniendo en riesgo su salud.
Como dice Tim Minchin, la medicina alternativa es aquella que no ha demostrado eficacia, o aquella que se ha demostrado ineficaz. A la medicina alternativa que demuestra eficacia se le llama medicina, y si el dióxido de cloro realmente fuera un remedio eficaz para algo, no lo sabríamos porque un buscador de oro se le haya ocurrido dárselo a sus amigos enfermos o porque el agricultor con pajizo sombrero de turno lo repita mil veces en mil escenarios del territorio español. Si este biocida fuera eficaz en el tratamiento de una enfermedad, lo descubriríamos gracias a la ciencia, gracias a los ensayos clínicos, y éstos nos permitirán conocer cuál es la dosis óptima y las circunstancias y condiciones de administración adecuadas para obtener los mejores beneficios corriendo los menores riesgos. Y entonces sería medicina. Medicina de verdad.
Mientras no haya evidencias de eficacia, el código deontológico de la medicina, en su artículo 26, nos indica que no es ético prescribirlo ni emplearlo.
Artículo 26
1.‐ El médico debe emplear preferentemente procedimientos y prescribir fármacos cuya eficacia se haya demostrado científicamente.
2.‐ No son éticas las prácticas inspiradas en el charlatanismo, las carentes de base científica y que prometen a los enfermos la curación, los procedimientos ilusorios o insuficientemente probados que se proponen como eficaces, la simulación de tratamientos médicos o intervenciones quirúrgicas y el uso de productos de composición no conocida.
Claro, un agricultor no tiene motivos para seguir el código deontológico de la medicina, pero tampoco tiene la autoridad para dar consejos de salud, y mucho menos si esos supuestos consejos atentan abiertamente contra la salud pública, y es algo que las entidades públicas deberían tener muy en cuenta a la hora de abrir sus puertas y ceder sus altavoces, sobre todo dado el artículo 43 de nuestro Texto Constitucional.
Artículo 43
1 Se reconoce el derecho a la protección de la salud.
2 Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto.
Pero ese es otro tema, del que podríamos hablar otro día. En esta ocasión, yo solo invito a reflexionar.
Ldo. en Biología Álvaro Bayón Medrano.