Quizá podamos discernir que, tras la asombrosa revelación del anterior tomo, asistimos ahora a las bendiciones sagradas y profanas: la pregunta sobre la idoneidad de que Daigoro siga de nuevo la senda de la venganza, habiendo cumplido ya la suya propia, ante el sacerdote de un tempo y ante el propio Buda, que se contesta a través de las inusuales acciones de un niño sin miedo y capaz de pensar mediante nudos gordianos como si de la resolución de un kôan se tratase; y las de la sangre derramada por la dotanuki de Shigekata, sangre de aquellos primeros espadachines que pretenden batirse en duelo con el ya reconocido fundador de la escuela Jigen- Ryû.
Matsudaira Izunokami, metamorfoseado en Shimazu Mitshuhisa, continúa gobernando Satsuma. Su plan de nido de cuco sigue funcionando a la perfección, haciéndose pasar por el señor del clan rival del bakufu en una posición enrocada y defendida por sus propios enemigos que le sirven engañados. Sin embargo, hay algo que se le ha pasado por alto, un contratiempo que podría hacer tambalear su estrategia y del que acaba de percatarse (al igual que los propios lectores): Shigekata no se dirige a Satsuma para matarle, sino a Edo, para atacar al shogûn. En vez de dirigir su venganza contra el bien situado Izunokami, se aprovecha de la imposibilidad de movimiento de éste y amenaza aquello que de verdad pretendía salvar el Rôjû (consejero del shogunato Tokugawa) y que paradójicamente está fuera de su alcance.
Izunokami sólo tiene una baza: enviar a los Ushiku Donki, el clan ninja a su servicio, de vuelta a Honshû, la isla principal de Japón para impedir que nuestros dos protagonistas lleguen a Edo y pongan en jaque al shogûn. Entre ellos, una mujer inglesa, una gaijin, algo bastante inusual durante la era Edo, donde el sakoku (país en cadenas) imperaba, y ningún extranjero, salvo los chinos y holandeses en la isla Dejima de Nagasaki, podían entrar o comerciar en Japón.
En esto Shigekata se auspicia aún más en la idea del bushido más cercana al Hagakure de Tsunetomo que el propio Itto Ogami, que incluso llevaba un arma de fuego de varios cañones oculta en el carrito. Como vemos, inmersos en el mismo camino, los motivos de ambos son diferentes: Itto Ogami prioriza a su familia antes que, a su señor, se imbuye más en el taoísmo y cuestiona el bushido en varias ocasiones alegando que él no sigue el camino del guerrero, sino el del infierno. Sin embargo, Shigekata pretende vengar a su señor siguiendo el meifumando bajo los ojos del budismo, y tiene sus dudas ante la compatibilidad de las armas de fuego con el honor.
Koike continúa planteando su último cambio de escenario, con el nuevo Lobo y Daigoro dirigiéndose a Edo a través del camino del infierno. Un camino que se plasma físicamente en ese sanguinario peregrinaje lleno de duelos de samuráis, escaramuzas contra soldados del shogunato, refugios en templos budistas y singulares moradores de los caminos. El lobo solitario, aunque sin ser metaliteratura incluyendo historias dentro de historias y conformándose como un violento viaje iniciático o de redención, es una especie de cuentos de Canterbury en tanto ilustra la sociedad de la era Edo a través del camino, a través de la distancia, que hace a todos, señores feudales, samuráis, ladrones, soldados, monjes, ninjas…en cierta manera iguales.
Es cierto que quizá, alguna de las historias y situaciones que aparecen tienen una razón baladí, sirviendo poco más que para dotar de un espíritu y unas reflexiones al conjunto, pero que sin ellas la historia no se vería alterada. No es lo mismo ir construyendo y desvelando desde historias cortas una verdadera motivación como sucedía en el original, que, a partir de un objetivo claro y una situación planteada totalmente (sabemos perfectamente cuál es la relación de Satsuma con el shogunato y dónde se sitúan cada uno de los personajes) se aderece con historias que nada tienen que ver con ello. El samurái que reta a Shigekata o el monje que expresa sus dudas sobre el camino del infierno de Daigoro son ejemplos de ello; los salteadores de caminos sí que influyen en la trama y plantean una nueva perspectiva a los protagonistas. De hecho, tanto es así, que dicha historia consigue elevar a un plano épico el desarrollo y el final del tomo.
Hideki Mori plasma visualmente el guión con su propio lenguaje, eso sí, emparentado con el de Kojima.
Hay narrativas y escenas que recuerdan forzosamente al original, aunque el grado de espontaneidad, definición de detalles y frescura no es el mismo en ambos casos (Kojima es como una pincelada expresionista, Mori se torna algo más preciosista en cada escena, evitando suprimir detalles en cada viñeta, aunque hayan sido contados en la anterior, cosa que el maestro haría frecuentemente). Pero en gran parte la narrativa es propia, con profusión de splash pages con personajes ocupando toda la página de cuerpo entero en una vista contrapicada, transmitiendo la grandiosidad y la determinación del personaje. Elude también los combates largos, incidiendo en un genialmente usado anticlímax con el primer golpe de la dotanuki. No teme tampoco situar grandes masas de negro (árboles, tejados, armas, etc) incluso en el medio de la viñeta, logrando composiciones muy interesantes. Alcanza su máxima expresión en las escenas de lluvia de la última parte, surcadas por un rayado en negro y blanco que lo invade todo, como el agua que cae.
¿Lograrán Shigekata y Daigoro poner en jaque al shogún y liberar Satsuma del suplantador Izunokami? ¿Qué peligros, además de los Ushiku Donki, encontrarán en su violento camino a Edo? Lo veremos en el próximo volumen.