Si Dorothy L. Sayers (probablemente la más grande entre las grandes damas de la llamada Edad de Oro del género policiaco), Agatha Christie (la autora más popular de ese género y una de los escritoras más leídas de todos los tiempos) y Fernando Savater (un guía en lo literario y una referencia en lo moral) han elogiado encendidamente esta obra, eso quiere decir algo.
Esa favorable impresión se ve reafirmada nada más abrir el libro, pues lo primero que se encuentra el lector en él es un breve prólogo del autor, donde dedica esta obra a su amigo G. K. Chesterton. Y nada menos que como respuesta a su famosa novela «El hombre que fue Jueves». Eso son palabras mayores.
Tan buenos augurios se confirman rápidamente con la lectura del primer capítulo, donde desde una sorprendente modernidad (una constante en esta novela, pese a haber sido escrita hace ya más de un siglo, en mil novecientos trece) y conocimiento del tema (E. C. Bentley ejerció el periodismo en periódicos como el Daily Telegraph o el Daily News) se describen los manejos económicos del plutócrata estadounidense cuya muerte da lugar al caso.
Se cuenta que lo que movió a Bentley a escribir esta novela fue su hartazgo de las historias de detectives infalibles. Decidido a dejar en evidencia las flaquezas que puede mostrar el método deductivo en el que se basan, escribió «El último caso de Philip Trent».
Pero, aunque esta obra suponga un punto de inflexión en la novela enigma por su modernidad al cuestionar sus fundamentos, eso no supone una ruptura con un género que Bentley demuestra conocer bien y al que trata con inteligencia y elegante respeto.
Quizá se perciba al leer sus páginas una discreta ironía y una leve toma de distancia del narrador, pero no hay en ellas una crítica abierta al género. Al contrario, el lector se encuentra con un evidente dominio de las dinámicas de la novela problema y con unos personajes muy atractivos, que reúnen muchos rasgos de los arquetipos detectivescos.
Más homenaje que caricatura, la trama muestra brillantemente qué fácil resulta probar que no siempre la resolución lógica de un caso explica la verdad de lo ocurrido. Y con el mérito de que esto no provoca rechazo en el aficionado a la narrativa policiaca, sino admiración.
Todo comienza cuando el cadáver de Sigsbee Manderson, un magnate norteamericano al frente de un imperio empresarial, aparece con un tiro en un ojo en las inmediaciones de su casa de vacaciones de la campiña inglesa. Philip Trent, un joven pintor de éxito que ejerce ocasionalmente como detective aficionado para el periódico Record, es enviado por su director al lugar del crimen. Su misión será no solo enviar crónicas periodísticas de las investigaciones, sino también emplear su talento para, como en ocasiones anteriores, tratar de averiguar por sí mismo qué le ocurrió al plutócrata.
En el lugar de los hechos, Trent se encuentra con dos antiguos conocidos: el viejo señor Cupples, que resulta ser el tío de la joven esposa de Manderson, y el experimentado inspector Murch, al frente de la investigación oficial de la policía. Con este último mantiene una buena relación, de mutuo respeto basado en unas reglas de “deportividad detectivesca”.
Respecto a los habitantes de la casa, la hermosa viuda -quien causa una honda impresión en Trent- y los dos secretarios de la víctima –Bunner, su eficaz secretario norteamericano, y Marlowe, su bien parecido secretario inglés- parecen constituir, aparte del servicio, todo el círculo que rodeaba al magnate, hombre de muy pocos amigos.
Aunque muy pronto Trent cree tener resuelto el caso, se limita a enviar al periódico una crónica (que también entrega a otra persona) donde explica cómo cree él que tuvieron lugar los hechos, para que el director decida si debe hacerse pública.
La investigación oficial, por su parte, no llega a encontrar un culpable y se limita a declarar “asesinato por persona o personas desconocidas”, achacando implícitamente la muerte de Manderson a alguna venganza por motivos empresariales o sindicales.
Si la primera parte del libro responde a las pautas clásicas de la novela enigma, con la presentación, investigación y resolución (aparente) de un misterio, la segunda discurre por las sendas más amplias de la novela de costumbres. Con sus aires aventureros y románticos e incluso un cierto tono folletinesco, pero sin alejarse nunca del asunto principal, recuerda a algunas obras de Wilkie Collins, uno de los padres fundadores del género policiaco.
El desenlace quizá no coja totalmente por sorpresa a los lectores actuales, más “resabiados”, pero es brillante y satisfactorio y mantiene el interés por el libro hasta el último momento.
Resulta obligado destacar la labor de traducción de Guillermo López Gallego. No solo consigue mantener el ritmo ágil del relato, sino que además incorpora frecuentemente unas notas aclaratorias que el lector español sin duda agradecerá. No abruman y supone un placer añadido leerlas.
Respecto al aspecto físico del libro hay que destacar, una vez más, el buen gusto habitual de Gloria Gauger en la selección de la sofisticada ilustración de cubierta.
También que «El último caso de Philip Trent» vuelve al tamaño habitual en esta colección de Ediciones Siruela, tras la excepción que supuso el anterior «¡Paren las máquinas!», ligeramente más alto, probablemente debido a su extensión (el cual compartía dimensiones con aquella excelente antología de relato policiaco de la editorial titulada «El cuerpo del delito»).
Edmund Clerihew Bentley (1875-1956) fue un escritor y periodista británico conocido principalmente como autor de novelas policiacas y como creador de un género humorístico de biografías en verso.
Estudió en la St. Paul School (donde entablaría amistad con otro alumno que también llegaría a ser un escritor ilustre, G. K. Chesterton, quien le dedicaría su novela «El hombre que fue Jueves») y el Merton College de Oxford.
Profesionalmente, ejerció el periodismo en varios medios, como el Daily News y el Daily Telegraph.
Bentley, que fue presidente del Detection Club durante más de una década, obtuvo con «El último caso de Philip Trent» su mayor éxito, siendo llevada esta obra al cine en tres ocasiones. Su secuela, «Trent’s Own Case», no llegaría hasta veintitrés años después, en 1936.
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