Recuerdo con una nitidez sorprendente las imágenes sobre las guerras yugoslavas que emitían los informativos a principios de los noventa. No me atrevería a asegurarlo, pero es posible que fuera el primer conflicto bélico del que tuve conciencia, aunque por mi edad era imposible que comprendiera la verdadera magnitud de la tragedia. No fui el único. Todavía hoy desconocemos en gran medida la macabra realidad vivida durante aquellos días en la ya extinta Yugoslavia.
La vida siguió, como siguen las cosas que no tiene mucho sentido, y hace unos meses me encontré con un documental de 2010 en el que el mítico pivot Vlade Divac trataba el tema desde la perspectiva de su amistad con otra leyenda del baloncesto europeo, el croata Dražen Petrović. Ambos jugadores fueron la avanzadilla de una generación que hizo valer el baloncesto europeo en la NBA, y ambos fueron, a su vez, referentes de la mítica selección yugoslava que ganó el mundial de Argentina en 1990 derrotando a la EE.UU. en semifinales y a la Unión Soviética para alzarse con el título.
Pero la creciente tensión en los Balcanes y un desafortunado incidente de Divac —serbio— con un aficionado que portaba una bandera croata tras proclamarse vencedores, convirtieron la otrora íntima amistad entre Drazen y Vlade en una relación inexistente.
El estallido de la guerra de Croacia acabó con toda esperanza de pronta reconciliación y separó a Divac del resto de croatas que habían formado parte de la Selección de baloncesto de Yugoslavia, que desde entonces hasta su desaparición a principios de siglo estaría formada únicamente por jugadores de las repúblicas de Serbia y Montenegro. Como dijo en una entrevista en 1992 otro insigne miembro de aquel equipo, Toni Kukoč: «cuando volví a mi ciudad natal (Split), algunos de mis amigos estaban luchando en el frente y me decían: “No tenemos nada en contra de él (Divac) pero no hables con él porque creemos que él sí que está en contra de nosotros”». Difícil mantener cualquier amistad sometida a semejante probatio diabólica. El alero de los Bulls de Jordan ganadores del segundo triplete se reencontraría con Vlade años después. Lamentablemente, Petrovic ni siquiera tuvo la oportunidad, murió en un accidente de tráfico en 1993.
En la novela gráfica ganadora del premio Eisner en 1997, el maestro de maestros Joe Kubert da testimonio de la tragedia vivida por su amigo Ervin Rustemagic, agente y editor de cómics, durante el asedio a la capital de Bosnia.
Partiendo de los cientos de faxes con los que Ervin informaba de su situación a Joe y a otros colegas como Martin Lodewijk, Hermann Huppen o Hugo Pratt; el fundador de la The Joe Kubert School of Cartoon and Graphic Art narra una historia conmovedora, fiel testigo de la hecatombe acontecida en Sarajevo entre 1992 y 1993, meses durante los que tuvieron lugar los peores momentos de un sitio que se extendió hasta 1996.
Frente al drama que supone perder todo por lo que has luchado, carecer de los bienes básicos para subsistir y tener que vivir día tras día entre bombas, francotiradores y hombres dispuestos a cometer las mayores infamias, surge la fuerza de la amistad como tabla de salvación.
El sitio de Sarajevo dejó tras de sí una devastación total perfectamente representada ante nuestro ojos por los lápices del maestro Kubert. Las viñetas del artista estadounidense nacido en Polonia, coloreadas por el Studio SAF de Rustemagic, reflejan la destrucción de la ciudad y el dolor de sus gentes con crudeza pero sin aspavientos innecesarios. Precisión, honestidad y contención al servicio de una historia que no podría haber encontrado mejores manos para ser contada.
Finalizaría diciendo que Fax desde Sarajevo es una maravilla si los hechos que relata no fueran tan terribles. Es más que eso. Es un testimonio rabiosamente humano de uno de los acontecimientos más siniestros y bochornosos de nuestra historia que pone el foco en lo único que importa: las miles de vidas estúpidamente sesgadas por el odio de unos y la impostura de casi todos. Lectura obligada.