Los estudios Universal se han ganado a pulso un lugar de honor dentro de la Historia del Cine. Fundados en 1909 – bajo el nombre de Yankee Film Company- por un inmigrante alemán llamado Carl Laemmle, ya desde sus inicios se opusieron a las prácticas tiránicas de Edison, propietario de la patente del motor eléctrico con el que funcionaban cámaras y proyectores. Tras salir airosos de ésta y otras vicisitudes, la Universal se erigirá en uno de los colosos de su tiempo . Habrá que esperar, sin embargo, hasta 1928 para que el estudio alcance su mayor esplendor.
Ese año, Carl Laemmle decide cedérselo a su hijo, Carl Laemmle Jr., como regalo de cumpleaños. El joven, que había crecido en contacto con la industria, demostró rápidamente lo acertado que estuvo su padre al delegar las funciones ejecutivas en sus manos: no sólo empezó a primar la calidad sobre el espectáculo en todas sus producciones, sino que además las dotó de presupuestos dignos. E hizo algo que pocos antes que él se planteaban: confiar ciegamente en los directores que tenía en nómina.
El joven Laemmle era además todo un animal cinematográfico. Inmersa en la difícil década de los treinta, de profunda crisis y de hondo desánimo, la industria del cine se veía en la obligación de ofrecer a su público propuestas que le hicieran evadirse de la realidad o que le pintaran situaciones aún más funestas y trágicas que las observables, diariamente, en su vida cotidiana. El productor comprendió que la única fórmula con mínimas posibilidades de éxito en una coyuntura tan adversa era el cine de terror.
El terror ya había hecho su incursión en el séptimo arte de la mano del expresionismo alemán, movimiento intelectual nacido, también, de una desoladora frustración y miseria: Alemania había perdido la Primera Guerra Mundial y las potencias vencedoras la habían impuesto unas condiciones casi irrealizables que la habían sumido en una quiebra técnica, de la que empezó a surgir una fuerte creatividad que, en el ámbito cinematográfico, se tradujo en esa corriente que tanta influencia tuvo posteriormente (especialmente en el “cine negro”). A esta corriente se adscribirán “El Gólem” (Paul Wegener, 1920), “Nosferatu” (F. W. Murnau, 1922) y “Las manos de Orlac” (Robert Wiene, 1925).
Cuando cruza el Atlántico, el género empieza a reformularse, introduciendo una faceta romántica: el monstruo, ser predestinado, está afectado por un tormento sexual o amoroso que no puede realizar. El nuevo cine de terror, con sus novedosas reglas muy presentes, seguirá nutriéndose de la literatura, como su primo lejano alemán.
1931 va a ser un año crucial en el género: es la fecha que alumbrará dos hitos indiscutibles que se convertirán en leyenda. El primero será “Drácula” de Tod Browning, película que supondrá el debut del memorable Bela Lugosi, y cuyo clamoroso éxito llevará a sus responsables a seguir explotando el filón del personaje hasta casi agotarlo. A la sombra de este aclamado film surgirá “Frankenstein (1931)”, la más recordada obra de James Whale.
Whale llevaba discretamente su condición de genio. Sabía que era brillante y que tenía talento, algo que se cotizaba bien en Hollywood, donde aún no habían olvidado ser agradecidos. Tenía, además, bastante cosas en común con Carl Laemmle Jr: para empezar, él también se había iniciado en el cine en 1928, proveniente del teatro, descubierto durante su reclusión en un campo de concentración en 1917, trauma que le perseguiría el resto de su vida. Como el productor, se imponía una férrea disciplina de trabajo, conocía bien el oficio (había sido actor y decorador antes que director) y, llegado el caso, sabía demostrar iniciativa, ingenio y autoridad. Semejantes virtudes no podían desaprovecharse en películas bélicas de nulas pretensiones artísticas (como “El puente de Waterloo”, de 1931), así que, cuando el sagaz productor le propuso adaptar una novela gótica de la esposa del poeta Percy Shelley, Whale, que indudablemente conocía el libro y quizás también la versión teatral de Richard Peake (“Presunción”, 1923), aceptó en el acto, seguro de las grandes posibilidades que ofrecía un proyecto de semejante envergadura.
Lo primero que Whale hizo fue replantearse artísticamente toda la película. Mandó construir unos escenarios muy teatrales, de una gran profundidad y verticalidad, claramente ambiguos en cuanto a sus proporciones (herederos de la tradición expresionista alemana), justificando así su contratación en los primeros compases de la preproducción. La imaginación visionaria, casi adelantada, que poseía el inglés, le hizo concebir un laboratorio donde situar los momentos más impactantes y recordados de su film, dejando para la posteridad una imagen apócrifa respecto al libro, uno de los incontables méritos que su inspiración le hizo encadenar en su obra maestra: Frankenstein nació en un laboratorio en una noche tormentosa.
Se daba otra curiosa circunstancia: el Frankenstein de Whale era el primer caso cinematográfico de “monstruo con conciencia”, o lo que es lo mismo, de Monstruo que se sabía monstruo y que debía castigar a su creador por haberlo hecho como es. Este Deux Ex Machina soliviantó las pacatas conciencias de su época, preocupando a los sectores más beatos de la sociedad americana, que interpretaron la película como una intolerable afrenta a Dios (la criatura que se alza contra su Creador). Frankenstein tenía buenas razones para enfrentarse a un padre que le había condenado al proporcionarle una personalidad de asesino, fruto de un desafortunado accidente a la hora de conseguir un cerebro. Entra así en juego la predestinación romántica de las primeras aberraciones de la Universal, un destino funesto que marcaba al ser irremediablemente y que le impedía redimirse.
James Whale no sólo dio sobradas muestras de su saber hacer artístico y técnico, sino que demostró su solvencia profesional como director. Posiblemente, en manos ajenas, la película hubiese sido anodina y habría naufragado sin contemplaciones (con lo que es posible que el mito de Frankenstein no hubiese tenido jamás la resonancia de que ahora disfruta): que no fuera así se debió a las decisiones, muchas de ellas arriesgadas, que tomó el director durante el rodaje. Está claro que Whale tenía las cosas claras y perfectamente ideadas, a juzgar por la eficacia y el mimo detallista con el que rueda los momentos álgidos de su drama. Sabía, también, que tenía que intercalar situaciones de relleno, romanticonas y ñoñas por exigencias contractuales y mercantilistas, pero no estaba en absoluto dispuesto a permitir que éstas fuesen a ser burdas. El modo en el que introduce a los personajes secundarios de la película (la prometida y el amigo íntimo del Doctor) y sus relaciones entre sí, con tan sólo cuatro primeros planos, debería ser estudiado en cualquier buena escuela de cine que merezca su nombre.
Para dar una simple idea del grado de control que el director ejercía sobre el film, es necesario precisar que consiguió rodearse de gente de su entera confianza, como Mae Clarke (Elizabeth, la prometida del protagonista) y Colin Clive (doctor Henry Frankenstein), actores con los que ya trabajó en El puente de Waterloo y que no eran estrellas ni apuestas seguras. Clive, por ejemplo, era alcohólico y la productora temía que sus excesos hicieran fracasar el proyecto, pero Whale supo atemperarle tratándole con una enorme sensibilidad.
Pero si hay algo por lo que el espectador actual debe estar agradecido a James Whale fue por haber descubierto a Boris Karloff (nacido William Henry Pratt). Karloff no era precisamente un debutante cuando aceptó, sin conocimiento de causa, el papel que cambiaría su vida (si nos atenemos a lo expresado por su hija Sarah, “Frankenstein (1931)” era su film número 81) y así lo manifestó en cada plano de la película, donde llegó a estar espléndido. Bien dirigido, Karloff exteriorizaba esa espontaneidad y esos gestos que le hacían un actor singular y que le consagraban como uno de los mejores intérpretes que trabajó en el género. Difícilmente, hubiese podido concebirse a un actor más apropiado para el Monstruo que él.
Echaremos el telón a nuestro artículo añadiendo simplemente que Frankenstein (1931) dio lugar a un montón de pastiches chapuceros, a cada cual peor (posiblemente, el más infame de ellos fuese La zíngara y los monstruos, donde compartía protagonismo con los restantes “Monstruos de la Universal”) y a una secuela todavía mejor en el plano cinematográfico (“La novia de Frankenstein”, 1935), pero inferior en el emotivo- sentimental. Whale, por su parte, terminó ahogándose en la piscina de una mansión sostenida por las rentas y los recuerdos .
Si al Monstruo le preguntaran (la facultad de hablar la adquiriría en la continuación a esta película) a quién quiere más, si a su padre o a su madre, nadie debería extrañarse si éste respondiera: a papá.