Con la crisis que azota a los países occidentales, para muchas familias llegar a fin de mes se ha convertido en una odisea, gracias a la precarización de los puestos de trabajo y a la rebaja en las prestaciones sociales que los diferentes estados proporcionan a sus ciudadanos. Esta lucha diaria por cubrir las necesidades de la familia está ya instalada en lo que antes se denominaba como “clase media” y ahora conforma un estrato de la sociedad cada vez más amplio y vulnerable, que se distingue cada vez menos del formado por las personas arrojadas fuera del sistema y oficialmente conocidas como “pobres”.
Aunque España mantiene aún cierto nivel de cobertura a una agonizante “clase media”, las cosas son diferentes en EEUU, donde el darwinismo social parece estar más implantado y normalizado cada día que pasa, y la atención médica y otros servicios básicos son un privilegio reservado a quienes tienen dinero contante y sonante o buena capacidad crediticia.
“Good girls” (Netflix), serie creada por Jenna Bans y estrenada a principios de julio, nos sumerge de lleno en una sociedad que reverencia la libertad, la infancia, las “buenas costumbres”, la familia y la paz social, y sin embargo se boicotea a sí misma convirtiendo al dinero en su único dios, situándolo por delante de los supuestos pilares de su civilización. Tres mujeres con diferente situación familiar y estatus social se ven empujadas muy a su pesar a mantener una vida criminar y compatibilizarla con el cuidado de sus familias. Sus respectivos dramas vitales tienen aparentemente una única solución, coherente con una sociedad como la estadounidense: ganar más dinero.
Beth Boland (Christina Hendricks) es una ama de casa con cuatro hijos cuyo marido Dean (Matthew Lillard) es dueño de una empresa de compraventa de coches de segunda mano, hasta que una infidelidad de éste y algunas malas decisiones empresariales provocan un agujero financiero de grandes proporciones en las cuentas de la empresa. Su hipotecada casa corre peligro, y la urgente necesidad de conseguir otros ingresos se junta con la zona de guerra en la que se ha convertido su relación.
Ruby Hill (Retta – Marietta Sangai Sirleaf) trabaja en un establecimiento de comidas por el salario mínimo, está casada con un aspirante a policía llamado Stan (Reno Wilson) y tiene dos hijos. Su hija Sara (Lidya Jewett) tiene una grave enfermedad renal que la incapacita a menudo, y necesita urgentemente un transplante. Los medicamentos que mantienen a la niña medianamente sana cuestan 10.000 dólares cada mes, y la cirugía que permitiría el transplante casi 90.000 dólares. El matrimonio está desesperado y sin la más mínima idea de cómo pagarán todo ésto, incluso a pesar de que no paran de trabajar y aceptar turnos dobles.
Annie Marks (Mae Whitman) es una madre soltera a cuya hija –Sadie (Izzy Stannard)- no le gusta definir su género, lo que le ocasiona problemas de encaje en el duro ecosistema del colegio, repleto de abusones y niños inmaduros. El exnovio de Annie, Gregg (Zach Gilford), está casado con otra mujer y quiere pleitear por la custodia de Sadie, y ella está sin un céntimo para defender sus derechos. Para colmo, Annie sufre el acoso de su jefe, Boomer (David Hornsby) y no consigue quitárselo de encima.
Beth, Ruby y Annie alcanzan su límite y deciden atracar la tienda en la que trabaja la tercera, con el fin de salvar el próximo mes, pero se encontrarán con mucho más dinero del que esperaban, una “pasta” que no es suya, sino de un jefe del crimen local, un tal Rio (Manny Montana), cuyas actividades incluyen muchos de los principales negocios de la ciudad. Estas tres madres de suburbio tendrán que enfrentarse con las consecuencias de su nueva vida al margen de la ley, mientras lidian con sus particulares situaciones vitales, tan o más complejas.
Estamos ante una serie que logra establecer un admirable equilibrio entre su vertiente social, la criminal y la cómica, con un guion pulido y un excelente reparto -sobre todo es obligado mencionar a Retta y Hendricks-, que logra afirmar una credibilidad que por momentos deviene en un conseguido realismo. La emoción es la principal baza de “Good girls”, que logra hacerte reír, empatizar con los dramas vitales de sus personajes y difrutar de la acción de una trama criminal que, al menos durante esta primera temporada, resulta cercana, de toque familiar y coherente con la naturaleza de sus tres protagonistas femeninas.
Resulta sencillo identificarse con los problemas de tres mujeres que, conscientes del peligro extremo en que se encuentran, toman una arriesgada decisión para salvar a sus familias de la debacle en un mundo hipócrita y feroz en el que o comes o eres comida. Solamente diez capítulos bastan para iniciar las bases de una serie que puede dar mucho que hablar -para bien- a partir de la segunda temporada, o hundirse si la trama no termina de despegar. ¿Qué nos tendrán reservado los guionistas? ¿Un “Breaking Bad” casero?
Sin duda, “Good girls” es una opción más que interesante si queréis apostar por algo nuevo y de buena factura.