El viernes 1 de enero del año 2021, Theodore Faron cumple 50 y empieza su diario personal. Justo tres minutos después de medianoche, el último ser humano nacido en la Tierra murió en una reyerta en un suburbio de Buenos Aires… tenía 25 años, dos meses y doce días. Desde su nacimiento, su vida fue retransmitida por todos los diarios del mundo. Tras su amarga muerte, que impresiona a todos, la distinción del Ser Humano más Joven pasa a otro. La esperanza, ya una rala hebra, decae aún más.
Theo, doctor en Filosofía, miembro del Merton Collage de la Universidad de Oxford, divorciado y sin hijos, es un cincuentón retirado de la vida pública, solitario y, como el resto de la Humanidad, desesperanzado. Es primo de Xan Lyppiatt, dictador y Guardián de Inglaterra, y aunque su vida es económicamente desahogada, prefiere la soledad de una vida anónima.
Desde 1995, año en que nació Joseph Ricardo, el malogrado bonaerense, ningún ser humano nació en la Tierra. Poco a poco, los hombres y mujeres se transformaron en infértiles animales incapaces de perpetuarse, y veinte años de investigaciones no han podido encontrar la causa ni mucho menos la cura. Conscientes del desastre, los gobiernos del mundo colapsan y las masas de descontentos provocan el caos: los disturbios inundan las calles de la mayoría de países del mundo. Pero no de Inglaterra. El Guardián Lyppiatt conduce con mano de hierro el destino de la patria, y nadie osa oponérsele. Tampoco lo desean los ciudadanos: bastante tienen con no sucumbir ante la desesperación general, con no suicidarse… con mantenerse cuerdos.
«Hijos de hombres» convence y llega al lector de forma contundente, sin almibarar las situaciones, presentándolas con crudeza y realismo, dándoles un viso de realidad indispensable en cualquier obra de ciencia ficción o fantasía
La ciencia, casi olvidada su lucha contra la enfermedad más grave, está ahora destinada a prolongar la vida de los seres humanos que quedan mediante tratamientos paliativos de la edad. La infertilidad, llamada Omega, es ahora algo inevitable, y nadie cuestiona el fin de la especie. La mayoría solo busca morir dignamente. Al principio, los distintos gobiernos intentaron colaborar en la resolución del problema bajo los auspicios de las Naciones Unidas, y se creó el Centro Europeo para la Fertilidad Humana, pero todo fue en vano. Los países siguen espiándose unos a otros por si alguno descubre la cura y no la comparte con el resto, pero en general los ciudadanos están más interesados en cuidar de sus vidas que en asegurar la continuidad de la especie. El propio estado proporciona gratuitamente cuidados que en otro tiempo podrían considerarse superfluos: masajes, campos de golf sin cargo, viajes organizados,… incluso intentan combatir la inapetencia sexual de la población con pornografía subvencionada por el gobierno. La fertilidad se vigila con análisis periódicos de esperma y óvulos por si Omega remite espontáneamente, pero casi nadie cree que esto pueda suceder. Incluso el año en que la misteriosa enfermedad hizo su aparición, se descubrió que el esperma congelado era también inservible.
La Humanidad siempre basó su existencia en la garantía del mañana, del día después. Se luchaba por los hijos, por las generaciones venideras, por preservar el Mundo para los que vinieran después… ahora no habrá un mañana, ninguna civilización sobrevivirá, no quedará nadie que aprecie la cultura del ser humano, y la naturaleza volverá a adueñarse del Mundo, los edificios se derrumbarán con el paso de los siglos y no quedará nada de nosotros con el tiempo. Ni rastro de lo que fuimos. Ante tamaño panorama, surgen nuevas religiones y las antiguas se radicalizan, en un intento por entender lo que ocurre. Muchos piden perdón a sus dioses y se lamentan por el castigo divino inflingido al ser humano, pero muchos otros caen en el más profundo nihilismo, renegando del dios de los no creyentes: la ciencia. La panacea que fue capaz de abatir a todas las enfermedades, incluida finalmente el SIDA, no puede con el Omega. Se acerca el final, y los deprimidos hombres y mujeres de Inglaterra lo saben. Algunos, los más viejos, no pueden soportarlo y se suicidan en rituales organizados por el gobierno llamados Quietus, por los que además sus parientes reciben una pensión, y otros, buscando intimidad en sus últimas horas, recurren a métodos menos masivos. Los más jóvenes buscan desahogo en la violencia, sobre todo los Omegas, la última generación. Las bandas proliferan pese a la política de mano dura del Guardián Lyppiatt, pero incluso en esto los Omegas se diferencian del resto: si son arrestados, se les ofrece la inmunidad si ingresan en la policía. El resto es condenado a habitar en la Colonia Penal de la isla de Man, donde van a parar los criminales culpables de delitos mayores.
En general, los Omegas son violentos, arrogantes y crueles, resultado directo del modo en que la sociedad les permite casi cualquier cosa: son mimados y consentidos hasta la náusea, y como cualquier niño mal educado, son en general poco inclinados a mostrar simpatía alguna por sus semejantes. No les interesa la formación académica, conscientes de la inutilidad a largo plazo de cualquier esfuerzo creativo, y son indisciplinados y chulescos. Son conscientes de que heredarán la Tierra, pero eso no les produce ninguna satisfacción. Los últimos humanos pierden todo interés en el futuro, y el presente les parece una amarga broma.
Theo fue miembro del Consejo de Inglaterra durante dos años, a petición del propio Xan, su primo y Guardián, y el amigo con el que había crecido, y durante ese tiempo pudo comprobar como se tomaban las decisiones de gobierno, pero pronto abandonó sus tareas. Su vida actual está marcada por su divorcio, o más exactamente por la muerte de su hija en 1993, dos años antes del último nacimiento registrado. Él mismo la atropelló accidentalmente con el coche, y su ahora ex-mujer nunca se lo perdonó. Ahora vive con otro hombre y Theo está completamente solo, aunque su vida al margen de la sociedad se ve interrumpida por los ocasionales cursos de Historia que imparte a los pocos interesados en el pasado. Precisamente, gracias a ellos conocerá a la joven Julian, que acudirá a hablar con él por su condición de antiguo consejero del gobierno. Pertenece a un grupo disidente que busca cambiar las cosas en Inglaterra, y buscan que él se entreviste con Xan e intente un cambio de rumbo en ciertas cuestiones. La curiosa relación familiar de Theo con el Guardián podría ayudar a que las reivindicaciones del grupo de Julian encuentren respuesta.
Phyllis Dorothy James, más conocida por P.D. James, firma este libro tan ajeno al género que suele frecuentar, el policíaco. La llamada “dama del crimen”, nacida en 1920 en Oxford, trabajó para los Servicios de Seguridad británicos y en el Departamento de Policía del Ministerio del Interior, y habitualmente su producción literaria se circunscribe al thriller de misterio… esta novela es su primera incursión en la ciencia ficción. «Hijos de Hombres» (Children of Men, 1992) es una excepción notable, no solo por la diferencia de género y estilo, sino también por su calidad humana: puede clasificarse dentro del género de la ciencia ficción en su apartado más “suave”. El desesperanzado e insoportable futuro cercano que dibuja P.D. James no está saturado de tecnología ni condicionado por ella, sino que utiliza un hecho impensable por horrible para analizar las reacciones de sus protagonistas.
La novela convence y llega al lector de forma contundente, sin almibarar las situaciones, presentándolas con crudeza y realismo, dándoles un viso de realidad indispensable en cualquier obra de ciencia ficción o fantasía: “credibilidad” es la palabra que podría definir a “Hijos de Hombres”. La emoción está presente, no puede ser menos teniendo en cuenta el tema que trata, y James sobrevuela por encima de ella sin posarse, utilizándola para mantener interesado al lector, que en ningún momento se ve sobrepasado por los sentimientos. Los protagonistas se ven empujados por una sucesión de acontecimientos, arrojados a las fauces de la acción sin pretenderlo, tras una presentación profunda de cada personaje y sus circunstancias. El ritmo es continuo y mantiene el interés: presenta las circunstancias mundiales de un futuro cercano donde el ser humano es infértil, y las utiliza para dibujar a los personajes principales de la trama.
Recientemente se estrenó la versión cinematográfica de “Hijos de los Hombres”, dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón, quien ha sabido transmitir a la perfección el espíritu de la novela de P.D. James, e incluso mejorarlo. Está rodado como un documental, con curiosos movimientos cámara al hombro, una fotografía realista y un crudo hilo argumental, y cumple su función completamente. Uno no tiene la sensación de ver una película, sino de asistir a un fragmento de la vida de un grupo de personas. La película no se ve, se vive. La sencillez y el dramatismo del planteamiento, llega por igual a todas las edades y creencias. La negación de la concepción, el futuro borrado de la faz de la Tierra, la certeza de que no habrá un mañana. Como reza una pintada: ”El último en morir que apague la luz”.
«Los juguetes se han quemado, salvo las muñecas que para algunas mujeres medio dementes se han convertido en sucedáneo de los niños»
Todo esto es ya de por sí responsable de la empatía que produce en el espectador, más aún que en el libro, pero la forma de presentar el argumento de Cuarón es el verdadero acierto de esta película-documental. Las escenas son crudas, sin concesiones ni dramatismos adicionales, se identifica perfectamente con lo que podría ser la realidad. Sin paños calientes, sin ocasionales huecos para reflexiones esperanzadas: todo está perdido, y los protagonistas lo saben, lo sienten en sus carnes. Sus gestos, la forma anodina de conducirse y la consternación que la población mundial siente por la repentina muerte de la persona más joven de la Tierra, son indicativos suficientes de la desesperanza más absoluta que les embarga. La fotografía realista contribuye al marco de forma prodigiosa, convirtiendo al montaje en un relato que podría ser real. Las secuencias normalmente son impactantes, de una crudeza sobrecogedora, tan solo interrumpida por ocasionales momentos de humor necesarios para no saturar de desespero al espectador, pero enseguida el director vuelve a la carga: la misión es demasiado oscura, las circunstancias demasiado perturbadoras y violentas como para permitir otra cosa. El espectador sufre con los protagonistas: el director nos obliga a ello, nos empuja directamente al abismo y aún más, nos gira con sus propias manos la cara y nos señala la caída.
Un argumento interesante que inspiró un buen libro y una mejor película. Si puedo dar un consejo al lector de críticas de Fantasymundo es este: leed el primero y ved la segunda, no os arrepentiréis.
«En nuestro duelo universal, como padres afligidos, hemos retirado los dolorosos recordatorios de nuestra pérdida. Los parques de juegos infantiles de nuestros jardines públicos han sido desmontados. Durante los doce años que siguieron a Omega, los columpios permanecieron atados y enrollados, el tobogán y las estructuras para trepar pasaron sin pintura. Ahora han desaparecido definitivamente, y las extensiones de asfalto han sido cubiertas de césped o sembradas de flores como pequeñas fosas comunes. Los juguetes se han quemado, salvo las muñecas que para algunas mujeres medio dementes se han convertido en sucedáneo de los niños.»