Del cotilleo a la poesía a través de la historia y la pérdida
Verán… A mi me gusta leer libros. Me encanta. De todo tipo de temas (excepto los de autoayuda que, lo admito, me causan una gran vergüenza ajena. Las cosas como son). Sin embargo, ya que soy autodidacta, mi cultura literaria es muy heterodoxa, pero no tan amplia y extensa como a mi me gustaría. Luego están mis preferencias, ganas y todas esas cosas que nos llevan más hacia un lugar que hacia otros. Y, por mucho que lo intentas, nunca llegas a ser tan buen “connaisseur” (pedante, lo admito) como los profesionales de la lectura, la escritura y la crítica. Una es aficionada y vale.
Digo todo esto porque lo primero que me asalta al leer un libro como Historia de los libros perdidos, (Pasado & Presente, 2016), escrito por el italiano Giorgio Van Straten, es pensar que soy muy ignorante. En primer lugar porque de todos los escritores que el autor cita, solo he leído algunas obras de tres, a otros dos los conocía de oídas y los tres que quedan son para mi completos desconocidos. El acierto del autor es que, previendo quienes podrían ser sus futuros lectores, hace que la ignorancia de muchos de ellos, entre los que claramente me incluyo, pierda toda relevancia ante, más que su afán instructivo (que lo hay, por supuesto), su divertido y declarado afán cotilla:
“Quien haya leído hasta aquí se habrá dado cuenta de que me encantan los chismes, entre otras cosas porque, como dijo en cierta ocasión Ian McEwan, la literatura no es más que una forma refinada de cotilleo [p. 127]”.
De esta forma ignorantes y especialistas se encuentran e igualan en la región de los cotillas, es decir, en una de las regiones más habitadas de este planeta. Al fin y al cabo, ¿qué es un investigador de cualquier tema sino un cotilla con excusa? Con una bendición así, que santifica tanto a los investigadores “serios” como a los que pasábamos por allí y nos gusto el resumen de la contraportada, una se adentra en la lectura con muchas más ganas y sin recelos. Si, además, tienes la idea de hacer un comentario del libro puedes obviar con cierta despreocupación todas esas grandes reseñas que el volumen ha recibido en lugares como El País, El Cultural, El Periódico, La Vanguardia… Mejor dejo la lista aquí no sea al final me deprima.
Dando por sentado que a Van Straten le guía un afán entre divulgativo y chismoso, revelemos al fin la temática sobre la cual va a ser tan manifiestamente indiscreto. La cosa no deja de tener su lírica pues el autor italiano (escritor, editor, ensayista y traductor, ahí es nada) declara desde las primeras páginas que su deseo es hablar de los libros perdidos. No son libros que alguien perdió por descuido o borrachera en alguna esquina (aunque seguro que esos también merecen un libro), libros míticos que nunca existieron o que se idearon y nunca se escribieron, sino que estas son obras que el autor ha escrito pero que nunca llegaron a publicarse, obras que (como él dice en la introducción) alguien vio, quizás leyó, pero que finalmente acabaron desaparecidas o destruidas.
Van Straten hace su selección de obras desde la más absoluta de las arbitriariedades, guiado por su propio gusto, y la comienza, tras una introducción que es una absoluta declaración de intenciones teñida de emoción y poesía, con una obra perdida que el propio ensayista tuvo en sus manos, Il viale de Romano Bilenchi. Bilechi es uno de esos autores que ni siquiera sabía que existían, la verdad por delante. Van Straten, que lo conoció, habla de su gran maestría, de la cual no dudo, pero en sus manos la obra perdida adquiere el rango de lo mítico, de la auténtica leyenda. Ese es su gran mérito. Convierte estas obras en la materia de que están hechos los sueños… Al menos los sueños de los lectores recalcitrantes, siempre a la búsqueda de esa obra maestra, genial, única.
Tras la experiencia florentina directa, Van Straten continúa con viejos conocidos como Byron y Hemingway (estos si, estos los he leído), con memorias reducidas a cenizas y libros perdidos en maletas. Tanto el fuego como las maletas perdidas son habituales en estos relatos. El fuego acaba con las ambiciones metafísicas de Gogol (otro autor de mis lecturas) y está en las explicaciones de Malcom Lowry (éste conocido, pero no leído) sobre su obra.
Seguramente las historias que más me han conmocionado, por lo desconocidas y terribles, han sido las que se refieren a Walter Benjamín, huyendo sin esperanza a través de una Francia sometida, y Bruno Schulz, asesinado como una mascota molesta en un campo de concentración nazi. Y sus obras perdidas en una maleta o tras un muro desconocido que aún se resiste a ser hallado.
Por último, el ensayista italiano habla de la poeta Silvia Plath (siempre he deseado leer algo de su poesía pero…) y su segunda novela, perdida no se sabe muy bien como tras su suicidio. Aquí me he encontrado con un problema con la traducción que se hace del poema que Frieda Hughes, hija de la poeta, dedicó a su madre, a cómo se trató su figura y obra tras su muerte. En la traducción realizada por Teresa Shaw faltan los dos versos finales de la poesía de Hughes:
«All this time I had thought
She belonged to me most»
Lo cual significa, más o menos (mis conocimientos no van mucho más allá del inglés marítimo pero procuraré ponerlo poético):
«Todo este tiempo había pensado
que ella solo me pertenecía a mi».
Seguramente la culpa no es de la traducción, que andará completa por algún lado, sino de algún corta-pega a la hora de editar el libro.
No pienso desvelar mucho más de estos viajes de Van Straten a lo añorado, deseado y perdido, con anécdotas que van desde lo extraordinario a lo increíble. Sus fuentes pueden parecer a veces discutibles (a pesar de la lista razonada de libros citados que incluye al final del libro) pero hemos de tener en cuenta que en ningún momento le guía el rigor histórico sino solo su curiosidad y su anhelo. El quiere comunicarnos su amor y deseo y eso, seamos justos, lo consigue con creces con una prosa clara, fluida, atrayente. Por eso debemos perdonar los chismes (recordemos que cotillas somos todos) y centrarnos en su lucha contra el olvido, su búsqueda de lo imposible.
Así, tal vez, podremos perdonar también la reiterativa duda, que en su narración parece llegar a afirmación más que subliminalmente sugerida, de que el libro, una vez escrito pertenece, más que a su autor o a sus herederos, a los posibles lectores. Van Straten llega a posicionarse en contra de este hecho, como en el caso de Plath en el que justifica a Hughes, su marido, que manipuló sus escritos tras su desaparición… Pero pocas hojas más tarde otra vez vuelve a cuestionarse ese derecho. Una y otra vez en estas páginas surge la duda sobre el derecho o no del autor y sus familiares a destruir la obra literaria por parecerles inferior a sus expectativas, inmorales o, simplemente, inadecuadas, pero tanto preguntarse sobre ese derecho sobre la obra de arte parece conducir al lector a una única conclusión que no favorece precisamente los deseos de los escritores. Y la sonrisa cómplice de la compañera de Van Straten en el último relato parece confirmarlo.
Al fin y al cabo, cotillas somos todos.
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Varada en la tierra profunda