Pues bien, el historiador Antonio Gil Ambrona le extirpa conscientemente esta apócope para declarar que en ‘Ignacio de Loyola y las mujeres. Benefactoras, Jesuitas y fundadoras’ (Cátedra, 2017), su nuevo ensayo tras el también interesantísimo ‘Historia de la violencia contra las mujeres’ (Cátedra, 2008), encontraremos información elaborada desde una perspectiva estrictamente humana; dejando a un lado las muchas suposiciones mil veces afirmadas en las biografías sobre Ignacio de Loyola escritas más con ánimo hagiográfico que con rigor historiográfico.
A este rigor añadido, Gil Ambrona suma un objeto concreto de análisis muy llamativo y siempre polémico, máxime en un personaje poseedor de una supuesta santidad: la relación de Ignacio de Loyola con las mujeres.
Ya sabemos que, en el mundo cristiano católico, y en concreto en algunas de sus órdenes, la mujer ha sido tratada tradicionalmente más como un objeto que como un sujeto, esa vasija de la que salen las criaturas a quienes su padre proveerá durante su vida de bienestar y derechos. Y la Compañía de Jesús no es una excepción. Desde sus inicios, las mujeres tienen vetada la pertenencia a esta orden. Lo que quizás no tanta gente sepa, y Gil Ambrona nos cuenta, es que el propio Ignacio de Loyola en vida cerró este debate cuando las mujeres muy cercanas a él, quienes tanto lo ayudaron e impulsaron en el cumplimiento de sus deseos (incluso en sus momentos más difíciles), le plantearon la posibilidad de crear una sección femenina dentro de los jesuitas.
Ignacio de Loyola (1491-1556) le dio a las mujeres, con bastante mala saña, con la puerta en las narices en 1546.
Una respuesta bastante sorprendente si tenemos en cuenta la lista de mujeres fundamentales, a lo largo de su vida, en su arduo camino como joven audaz y pendenciero, primero, y como maduro caminante en busca de la religiosidad, después. Y de esto va, precisamente, el libro de Gil de Ambrona, en mostrarnos todas estas mujeres y su influencia, lo importantes que fueron para él de cara a encontrar la estabilidad y la tranquilidad y el sosiego necesario en su vida. En un contexto, además, dónde Ignacio de Loyola no las tuvo todas consigo. Porque, aunque no se diga, ni mucho ni muy alto, en vida Ignacio de Loyola fue un hijo ¿bastardo? de madre desconocida al que no le fueron ajenos los cuchicheos que lo definirían como descendiente de conversos o cristiano nuevo (del judaísmo al cristianismo). Por esto mismo, son muchas más las sombras que las luces en lo referido a su infancia y crianza, de la que no sabemos ni dónde vivió, ni con quién ni cómo, conociendo únicamente y por fuentes indirectas el nombre de su ama de cría: María Garín.
Más crecidito, lejos de ser un dechado de santidad, el jovencísimo Ignacio de Loyola destacó por ser un hábil pendenciero de capa y espada. De hecho, era ésta la forma de vida que podría haber sido la guía de su vida, a la vista de su actitud vital durante estos primeros años de adultez. Pero dos acontecimientos cambiarían el horizonte de sus pasos para siempre. El primero fue un pleito en su localidad natal de Azpeitia por unos sucesos oscuros, acaecidos en 1515, junto a su hermano, Pedro López de Loyola, cuyas especulaciones van desde los problemas de propiedades hasta las tentaciones sexuales. Y otro, este ya definitivo, ocurriría en 1521, mientras defendía como soldado el bastión de Pamplona, acción cuya herida de guerra le dejaría maltrecha para siempre su rodilla derecha, incapacitándolo definitivamente para las pendencias durante el resto de sus días.
Aquí nuestro protagonista se enfrentó a la situación que otros muchos veteranos, en infinidad de otras tantas batallas, encararían antes y después que él: buscarse la vida cuando la guerra ya no es una opción. Y su camino fue el de la religiosidad.
Pero, como en todo caminar, surgen las dificultades. Antes de ser “San Ignacio”, beatificado en 1622, encuentra infinidad de problemas por su -cuanto menos- curiosa forma de entender la vida religiosa. Ya cuando era joven, en aquel pleito de 1515, se puso en cuestión su pertenencia al hábito. Pero ahora, en 1522, cuando está ya recorriendo otro camino, los problemas continúan. Y es que estamos en pleno s. XVI. Los Reyes Católicos habían puesto a finales del s. XV no poco interés en imponer la ortodoxia religiosa ante las relajadas costumbres que muchos religiosos mantenían por aquel entonces (destacando, entre otras medidas, la fundación en 1478 de la Inquisición), el poder del reino castellano-aragonés dependía de la fortaleza militar y política y moral de la Cruz, y los reformistas presionaban en una dirección contraria a la de una Roma que -si se debilitaba- significaría también la pérdida de poder para la Corona.
De ahí que, en su marcha hacia el Este, Ignacio de Loyola, supuestamente de educación judaica-o-conversa, e influenciado por las ideas de renovación religiosa y espiritual de su época (Erasmo de Rotterdam, Ramon Llul, alumbrados…) no las tuviese todas consigo al inicio.
En su supervivencia y protección tuvieron importancia dos mujeres, Inés Pasqual en Manresa e Isabel Roser en Barcelona. Con las dos vivió durante un tiempo, con ambas mantuvo una intensa relación epistolar, y especialmente con Inés Pasqual y su hijo Juan, tuvo y conservó un intenso afecto que perduró más allá del tiempo a través del hijo de ésta -quién realizó la declaración más humana sobre Ignacio en el proceso de su beatificación iniciado en 1596, razón por la cual no fue admitida como prueba-. Ambas mujeres eran el centro de un grupo femenino mayor que, cautivado por su personalidad y mendicidad, cuidarán entre todas de Ignacio, mirando incluso por su seguridad, al aconsejarle lugares eremíticos (apartados y de difícil acceso para quién quisiese encontrarlo) donde pudiese dedicarse tranquilo a la oración.
Desde Barcelona inicia un viaje a Tierra Santa que lo llevará por Roma, Padua, Venecia o Jaffa hasta llegar a Jerusalén, y vuelta. Es en este viaje cuando toman cuerpo sus Ejercicios Espirituales que, aunque no se llegarán a publicar por primera vez (y en latín) hasta 1548, se cree tienen aquí sus pilares ya levantados; lo que le costaría, nuevamente, acusaciones de “alumbrado” (una secta mística supuesta -y falsamente- relacionada con el protestantismo). E Ignacio debió intuir que podrían resultarles problemáticos para la ortodoxia castellano-aragonesa pues, al volver a puerto, puso rumbo a Alcalá de Henares (allí llega a mediados de febrero de 1526).
Hasta Alcalá lo seguiría una “compañía” de acólitos que, junto a él, y vestidos todos con extraños ropajes de color claro que no eran ni vestido del común ni hábito de clérigo, desenvolverían actividades espirituales en actitud de clandestinidad. Una costumbre que, por su naturaleza y por el hecho de estar rodeados frecuentemente por un grupo de varias mujeres, pronto levantó las sospechas del inquisidor Alonso Manrique, quien mandó iniciar pesquisas pocos meses después de la llegada de Ignacio a Alcalá. Por estos interrogatorios conocemos nombres como los de Isabel Sánchez o Mencía de Benavente o Beatriz Ramirez, quienes dieron cuenta de cómo Ignacio frecuentaba ya no solo a damas de buena cuna, sino también a doñas de extracto humilde. Así es como tenemos noticia también de las reacciones fisiológicas, con mareos o pérdidas de consciencia, que la presencia del “santo” decían les causaba. En junio de 1527 llegó la sentencia, que apartaba de estas prácticas a Ignacio durante 3 años.
Este proceso es solo un síntoma de la mucha presión que, en la zona, ejercía la Inquisición contra prácticas de la fe católica alejadas de la ortodoxia. De forma que a los pocos años la Inquisición había conseguido disolver diversos grupos de espiritualidad, incluido este de Ignacio, cuya “compañía” acabó disuelta por los distintos puntos cardinales. Con todo, la labor realizada aquí no caería en saco roto. En 1541, Ignacio tendría testimonio de como muchas de estas mujeres siguieron prestando asistencia a quien lo necesitase, y en 1543, fueron importantes para la introducción y el asentamiento de la Compañía de Jesús en la villa. Entre todas ellas, un nombre destaca, Leonor Mascareñas, haya de príncipes y mujer devota, con quién Ignacio mantuvo relación epistolar hasta el mismo año de su muerte (1556).
Tras Alcalá, Ignacio de Loyola decidió exiliarse a París, no sin antes hacer parada y fonda en Valladolid y Salamanca (1527). Precisamente en Salamanca encontraría a alguna mujer que, conociéndolo de antes -posiblemente de Alcalá-, se decía devota “de la compañía”. Si acaso, un síntoma de la popularidad creciente de su forma de entender la espiritualidad y la religiosidad. Una popularidad que lo llevaría, nuevamente en Salamanca, a dirigir grupos de trabajo espiritual con importante presencia femenina, a ser centro de la sospecha por parte de la ortodoxia institucional católica, y a ser investigado e interrogado, con idéntico resultado a todas las veces anteriores. Si bien esta vez optó ya por distanciarse de tierras hispánicas poniendo rumbo hacia el más permisivo territorio francés (1529). Allí conocería a quienes, junto a él, decidirían fundar la Compañía de Jesús, en Roma, durante el año de 1534, definitivamente aprobada mediante la bula papal de Paulo III en 1540.
Antonio Gil Ambrona disecciona el camino de Ignacio de Loyola antes, durante y después de la Compañía de Jesús de distintas e interesantes maneras. Por un lado, entra de lleno en el contexto de la época, donde Europa se encontraba dividida por distintas formas de entender el mundo y la vida, guerras ideológicas transversales cuya batalla espiritual y religiosa persiguió a Ignacio de Loyola durante buena parte de su vida. Por otro lado, nos muestra a un Ignacio de Loyola radicalmente humano: con sus claroscuros e indecisiones, transformaciones y cambios, dualidades e inseguridades. Y, finalmente, se centra en la relación con las mujeres como una de esas cuestiones que, aún hoy, siguen siendo causa de debate por esa extraña dualidad que lo llevó, en vida, a hacer de ellas un pilar de sostén fundamental en su camino y, al mismo tiempo, a vetar de forma furibunda su entrada o pertenencia a la Compañía.
Al final del libro, Ignacio de Loyola (Íñigo era, con todo, su verdadero nombre) se nos presenta como ese personaje profundamente humano que el historiador, desde el título, pretendió que conociésemos. Una persona misteriosa, aunque de carácter pendenciero, obligada a cambiar inadvertidamente de vida, a quien las dudas respecto a su relación con los judeoconversos y con las mujeres trajeron, en todo su periplo espiritual, tantos bienes como disgustos. De hecho, fue varias veces investigado, interrogado y sentenciado a cesar en su insistente proselitismo respecto a unos ejercicios espirituales, tanto en su etapa inicial como más formal, tanto entonces como en nuestros días, observados con cierta suspicacia por la ortodoxia cristiano-católica.
Gil Ambrona consigue entonces que, bajo la apariencia de una investigación historiográfica con tema y objetivos muy bien definidos, se esconda una biografía de amplia perspectiva sobre una de las figuras religiosas cristianas más importantes de la historia. Una lectura amena, didáctica y por veces divertida e irónica, siempre recomendable para todos los públicos y, especialmente para los lectores impenitentes de biografías y de ensayos alrededor de las religiones y su historia. Muy recomendable.
Compra aquí "Ignacio de Loyola y las mujeres".