La literatura de terror tiene una enorme deuda contraída con Joseph Sheridan Le Fanu (1814- 1873). Este escritor irlandés, maltratado por la historia, renovó el género de tal manera que, sin su contribución, sería impensable concebirlo tal cual es. Cierto que era una pura cuestión de tiempo que alguien abandonase las desfasadas fórmulas románticas y las ajustase a la realidad de la época victoriana; pero eso sería quitarle un mérito que justamente merece Le Fanu, porque su labor no se limitó solamente a adaptar viejos esquemas a las sensibilidades de su tiempo, sino que llegó a teorizarlas (nunca abiertamente) y a glosarlas, siendo imitado hasta la saciedad por todos sus precursores.
Cuatro fueron las aportaciones de Le Fanu a la literatura de terror: ser el padre del «cuento de miedo realista»; iniciar la corriente de cuentos de fantasmas o de «ghost-stories»; ser pionero del subgénero de «detectives de lo oculto» y finalmente, prefigurar toda la literatura sobre vampiros. Como se observa, el legado del irlandés es descomunal. Pero, quizás, para comprenderlo, en su totalidad, se deba hacer hincapié en cada uno de estos apartados por separado.
El cuento de miedo realista y los cuentos de fantasmas: Según Rafael Llopis, (citando a Jacques Bergier) Le Fanu es el iniciador de una nueva corriente dentro de la literatura terrorífica, más ajustada a los gustos e intereses victorianos, que se llamó «cuento de miedo realista». Esta evolución del género no es sólo una superación de todo lo anterior, sino una reescritura de lo que ya se contemplaba pero con un nuevo código: la vuelta al pasado deja de ser el «leit-motiv» de los escritores, ya no hay preferencia por los castillos acartonados ni por la tramoya del Gótico. Pero sigue admirándose al muerto.
El siglo XIX va a ser, literariamente hablando, el del muerto. Principalmente, las razones para esta macabra referencia se deben al escepticismo, una de las características del hombre victoriano, al británico descreído que, en apariencia, sólo concede validez a aquello que ve y comprende. Sin embargo, en sus sustratos más íntimos, este hombre teme y desconfía. Y eso es precisamente lo que quieren demostrar los autores que trataron el género terrorífico. Esta postura, que podría haberse tomado por rebeldía ante las convenciones socialmente establecidas, fue bien pronto aceptada, pues coincidía con el deseo de evasión, de entretenimiento, que ciertas capas de la sociedad le demandaban a la literatura, tras tantos siglos de intelectualismo y elitismo.
Le Fanu fue, de sus contemporáneos, quien mejor comprendió esta demanda, para lo cual, ideó una serie de relatos que se articulaban en torno a tres puntos cardinales: brevedad, humorismo y realismo. Brevedad, entendida como antítesis ante el Gótico, pero sobre todo como artimaña para mantener un suspense que era una de las esencias de estas nuevas formas; humorismo, asociado al escepticismo: el protagonista se acerca a los hechos con incredulidad, se resiste a creer en ellos hasta que son inevitables. Le Fanu hace que sus héroes se vean inmersos en tramas en donde lo sobrenatural actúa súbitamente, incrementando el estupor y el terror. Se resiste a explicar los hechos, dejando esa posibilidad al lector. Por último, los hechos narrados han de ser necesariamente realistas (esto es: que suceden en un marco y en unas condiciones cercanas al lector) para que se produzca una identificación entre quien lee y quien cuenta; parece que, así, se envíe un mensaje: esto que pretendo contar, podría haberle pasado a cualquiera.
Los detectives de lo oculto y el «vampirismo»
Le Fanu ideó al doctor alemán Martin Hesselius como un pretexto para poder escribir nuevas historias de fantasmas. Cinco relatos dedicaría a este personaje en «In a glass darkly»; todos tienen en común su carácter más o menos científico, pues suelen arrancar con la consulta que una serie de personas, víctimas de acontecimientos sobrenaturales, realizan al reputado físico alemán. Le Fanu sienta las bases en Hesselius del moderno parapsicólogo, del estudioso de los fenómenos sobrenaturales que no intenta explicar pero que sí combate desde la ciencia y ya no desde la fe. Este modelo será posteriormente perfeccionado por otro titán del terror, el canadiense Algernon Blackwood en su colección de relatos dedicada a John Silence. Será en uno de sus casos donde Le Fanu presente a su vampiresa Carmilla y perfile todos los rasgos de un nuevo sub-género, el «vampirismo». Aunque el mérito de haber creado para la literatura el fenómeno del vampiro se lo debemos al médico de Lord Byron, John Polidori, hoy olvidado, le deberemos a Le Fanu el haber estructurado todos los aspectos que aún hoy subsisten en relación con su imagen y su mito. Lo cual, teniendo en cuenta que aludimos a un cuento de 1872, da una idea de su importancia.
El vampirismo no es más que otra vuelta de tuerca de la predilección decimonónica por el muerto, aunque con un mayor atractivo y con el aliciente añadido de que esta vez el difunto no se presenta como una presencia etérea y fundamentalmente psicológica, como sucede con el fantasma, sino que se trata de algo muy real, de una particular forma de reencarnación (furiosa obsesión de ese diecinueve cientificista). A continuación, analizaremos la obra cumbre de Le Fanu y comprenderemos por qué su fama de innovador y visionario está plenamente justificada.
CARMILLA, la primera vampiresa
Los historiadores suelen estar de acuerdo en considerar el término «vampiro» como «indudablemente eslavo». Aunque existen serias dudas sobre su origen etimológico, una numerosa corriente historicista opina que se trate de una evolución del turco «upier», bruja. Sea así o no, lo cierto es que el vampiro ha estado desde siempre, claro que no con ese nombre, presente en la literatura y en la historia de la humanidad a través de sus mitos.
Ya fuera en la Grecia clásica, donde se gestaron las «lamias» como en las leyendas célticas (modelo más que probable para Le Fanu) que crearían las temibles «Banshees», la figura del muerto que regresa de su tumba y se sirve de la fuerza vital de sus víctimas – su sangre- ha tenido una relativa importancia. Baste citar una serie de casos, como la Dissertatio Historica- Philosophica de Masticatione Mortuorum (1679), de Philip Rohr, compendio sobre casos de vampirismo; los escritos prohibidos de Dom Agustine Calmet (famosos por su coletilla «algo raro está pasando», con la que pretendía concienciar a la Iglesia para que tomase cartas en el asunto del vampirismo, que se negaba a aceptar por considerarlo abiertamente perjuro y herético); las sentencias recogidas en el Malleus Malleficarum (1469) de los siniestros Sprenger y Kramen, en donde se aegura que «las brujas, en sus aquelarres, participaban en banquetes con sangre humana» o el más que excelente ensayo de otro insigne irlandés, Sabine Baring-Gould, sobre licantropía («El libro de los hombres lobo», accesible para el lector español gracias a su publicación por la editorial Valdemar), para dar una buena y aproximada idea de las connotaciones fenomelógicas del vampirismo.
En todo caso, siempre ha estado ligado a la epidemia. No nos debe extrañar que fuese precisamente en las regiones eslavas donde germinase el vampirismo, pues allí padecieron plagas que probablemente la medicina moderna habría podido explicar como casos de locura colectiva: pestes que dejaron moribundas a personas que se recuperaron poco después, lívidas y al límite de sus fuerzas y de las que se decía que habían sobrevivido -o que debían su estado- gracias a la consumición de sangre humana o animal. Una apócrifa historia que circula acerca de Bram Stoker, alentada por sus más firmes detractores y bastante alejada de la realidad – pues nunca dudó en reconocer que su principal referencia para su «Drácula» fue, precisamente, «Carmilla» – asegura que se inspiró en una enfermedad transmitida vía marítima (la realidad del suceso es innegable: es bien sabido cómo Drácula llega a costas inglesas) y de la que fue testigo de excepción al verla reflejada en su madre, para crear a su famoso Conde.
El vampiro es un ser enfermo, limitado dentro de su inmenso poder. No le satisface gozar de una «vaga perspectiva de resurrección de la carne» sino que quiere ir más allá, consiguiendo la inmortalidad física sustrayendo sangre. Este ser se asocia así con lo diabólico al desafiar una de las más rígidas visiones cristianas (la de la sangre como sinónimo de vida) de ecos paganos: la sangre de Cristo, en la Eucarestía representa la inmortalidad; en las bacanales dionisíacas el vino bebido en abundancia escenificaba una suerte de sangre divina; Ulises hace beber a los difuntos sangre de los vivos para poder interrogarles y obtener respuestas que le permitan proseguir su viaje y superar las pruebas impuestas por los Dioses; la Cronica Slavorum, redactada por el diácono Helmold en el siglo XII, refiere cómo el oficiante de los ritos eslavos debía beber sangre para interpretar el oráculo divino… La historia censura a Gilles de Rais, al que llama Barba Azul (Huysmanns le dedicará su «Allá lejos») o a la condesa húngara Erzsebeth- Bathory por sus excesos pero sobre todo por su afición a la sangre. De Vlad Tepes, «Dracul» se dirá también que era afecto a beberla tras torturar y matar personalmente a sus víctimas; Seabury Quinn, autor de otro detective de lo oculto, Jules Le Gradin, dedicará a este particular un relato…
Como puede comprobarse, los más inmediatos antecedentes y la característica más relevante del vampiro, su hematodipsia, tienen una procelosa y sólida bibliografía…
Con la publicación de Carmilla en 1872, se comprende la sentencia de Rafael Llopis sobre Le Fanu de que en él se «conjugan necesidad y azar». Enfermo ya del alma y del cuerpo, llamado «Príncipe Invisible» por sus amigos y allegados por su voluntaria reclusión del universo, necesitado de dinero, el irlandés ofrece al mundo su «Carmilla» cuando más receptivo se muestra a aceptarla. Su éxito inmediato y sin paliativos convirtió a su autor en uno de los más leídos de su tiempo.
Ante todo, Carmilla, si bien mucho más extensa – y, en ocasiones, hierática- que muchas otras obras de Le Fanu, se ajusta a lo que hemos dado en llamar «cuento de miedo realista»: es breve si la comparamos con otras obras del género; es realista, pues se sitúa en un marco que, aunque lejano, está habitado por personajes y «tipos» reconocibles por cualquier inglés de la sociedad victoriana (es lo que hace de Carmilla una obra de su tiempo: más tarde incidiré sobre ello) y también, porque empieza de forma epistolar, una especie de trasunto del recurso del «manuscrito hallado» con el que muchos autores a lo largo de la historia han pretendido dotar de credibilidad a sus escritos y finalmente, es «humorístico» porque su protagonista, Laura, es una escéptica visceral que va poco a poco convenciéndose de que el terror se ha asentado en lo cotidiano, esto es, en su vida diaria. La acción se localiza en Estiria, región húngara en donde el padre de Laura ha comprado un castillo y en donde viven casi ajenos a la palpitación de toda clase de vida extraña. Le Fanu era ya un ermitaño misántropo en el momento en el que escribe la historia: será ésta la primera de las analogías que, respecto a su propia existencia, hallemos en el relato. No es arbitrario mencionar este dato topográfico, ya que será allí también donde Stoker sitúe su «Huésped de Drácula», pensado inicialmente como primer capítulo de su más famosa novela y descartado de la misma sólo al final. La nominalización de ese escenario casi idílico, que acabará convertido en paraje de pesadilla, debe entenderse como otro paso más con el que el irlandés pretendía dotar de credibilidad a su relato.
Estiria es una región eslava y, por consiguiente oriental. El miedo hacia lo desconocido sirve como base de muchas de las temáticas de la literatura de terror; la desconfianza hacia lo extraño trae consigo una mentalidad de choque de culturas o de civilizaciones. O si se prefiere, debemos entender que subsiste un enfrentamiento entre aquello que es Occidental y bueno y lo que es Oriental y malo. Estiria conjuga todos los miedos: es una región de costumbres tan salvajes que parecen bárbaras, muy supersticiosa (hay un episodio, el único podríamos llamar «folclórico», en el que un húngaro implacablemente descrito, un vagabundo de los caminos, ofrece a Laura un remedio contra el Diablo en forma de amuleto para desconvocarlo), llena de peligros para el «buen occidental».
Resulta muy significativo que, de todos los personajes del drama, salvando a ese húngaro contrahecho y a Carmilla y a su madre, ninguno sea originario ni de Estiria ni de Hungría: hay alemanes, franceses y un buen número de ingleses, todos ellos de grandes virtudes y escasos defectos. Choca todavía más la presencia germánica y las distinciones tajantes que realiza Le Fanu, toda vez que, como se recordará, existe un imperio Austro-Húngaro con mucha influencia en la política europea. Me induce a pensar, muy seriamente, que este «doble rasero» en la moral y la concepción de dicha magna entidad geográfica aluda al paulatino y progresivo desplazamiento del núcleo de toma de decisiones dentro del continente.
Probablemente si Joseph Sheridan Le Fanu supiese lo que el celuloide hizo de su criatura, se removería en su tumba
Es decir: Le Fanu, como autor victoriano, es propagandista también de su época, de su modo de vida y de su gloria, por lo que considera un deber cantar sus alabanzas y virtudes en detrimento de otros posibles enemigos y rivales políticos. Si le sumamos a esto que en Estiria se dan la bienvenida, conviviendo en armonía, los pilares de la sociedad victoriana (Gloria, Familia y Tradición: o mejor dicho, Ejército (representado en la figura del vecino de Laura y de su padre), Figura Paterna e Iglesia -el clérigo exorcista-) comprenderemos los argumentos que justifican tan arriesgado punto de vista.
En Estiria, por tanto, viven Laura y su padre -del que sabemos poco- en compañía de dos institutrices francesas. Todo lo que parece rodear a los personajes, salvo a la principal, está envuelto en el misterio: de ellos se sabe sólo lo justo, lo que procede contar para mantener el suspense de la trama. En Carmilla no hay dato vertido al azar. La primera noticia que tendremos de la vampiresa se deberá a un sueño tenido por la narradora- protagonista. En él, una mujer morena se agacha a los pies de su lecho. Todo el relato parece ser un sueño truculento, una pesadilla. Es en este estado cuando el hombre se encuentra más indefenso, luego, más proclive a padecer los actos malvados. La sensación de irrealidad se entremezcla con la realidad: el mundo de los sueños y de los temores compitiendo con el de la racionalidad. Lo que sucede da la impresión de ser cercano, de poderle pasar a cualquiera.
Justo cuando el lector ha sido avisado con esta primera e inquietante muestra del poder de sugestión, se produce la ruptura de lo cotidiano: en uno de sus habituales paseos, Laura y su padre son testigos del desbocamiento de unos caballos y del vuelco de la carroza que trasladan. Cuando se aproximan para comprobar el estado de sus ocupantes, ven a Carmilla. Y Laura queda subyugada e impresionada.
Carmilla es magnética ya sin conocerla, su aspecto desprende sensualidad. Es irresistible. Hay quien ha querido despachar la obra cumbre de Le Fanu con una categórica interpretación lésbica. Sinceramente, opino que esto es del todo punto imposible: primero porque era un hombre de ideas fuertemente conservadoras y segundo, como se verá más adelante, porque lo que pretende narrar es, en verdad, la enfermedad del alma que acongoja a su Condesa, pues eso es lo que para él implica el vampirismo. No es tanto vampiro aquel que se alimenta de sangre humana sino fundamentalmente el que reniega de Dios y de sí mismo. Muchas veces a lo largo del relato, Le Fanu describirá a Carmilla como un ser aferrado a una vida que ya no le pertenece no tanto por orgullo de clase como por indignidad personal: es muy crítico con su creación, siente hacia ella una profunda repulsión. El padre de Laura empeñará su honor de no intentar sonsacarle nada a Carmilla, la cual parece sufrir una enfermedad de la mente que la postra en un estado constante de debilidad. Nuevamente, nos encontramos con que el honor vuelve a ser una tara, un obstáculo que los protagonistas deben superar; en «El Vampiro» de Polidori, era el eje central, aquí es un detalle alarmante más.
Paulatinamente, Carmilla va integrándose en la familia que la acoge hasta el regreso de su madre, tres meses después. Se introduce en todos los recovecos de la vida de Laura hasta anularla casi completamente: el vampiro ideado por Le Fanu no es sólo un peligro físico sino mental. Dado que él era tenía fuertes depresiones, la epidemia es una cuestión de la mente.
Y en ello está cuando entra en escena el general Spielsdorf (nuevo detalle de humorismo: «Spiel» significa en alemán «juego»; el recurso se repetirá también con el doctor que tratará a Laura, «Spielsberg») quien contará la trágica y funesta historia de su protegida, Bertha Rheinfeldt (Stoker adoptará este nombre para bautizar al loco pregonero del advenimiento de Drácula, aunque variándolo ligeramente: Reinfeld), seducida y asesinada por una huésped suya, en verdad, Carmilla bajo otro nombre. Esta anécdota tendrá una importancia crucial dentro del relato: Spielsdorf dedicará todas sus energías a buscar a la asesina para vengar a su pupila, con lo que se consumirá el triunfo patriarcal. Esto es: el éxito del bien (valores victorianos) sobre el mal (la perfidia que encarna lo desconocido). Spielsdorf finalmente desenmascara a la vampiresa al constatar cómo los síntomas de la enferma Laura ( en el fondo, el sueño no es más que una anticipación de lo que pasará: Carmilla se alimentará de la sangre de Laura, menguándola las fuerzas) coinciden con los de Bertha. Por si hay alguna duda, la visión del retrato de la Condesa de Karnstein, Millarca, le convencerá definitivamente de estar tras la pista de la responsable de la muerte de la niña Rheinfeldt.
La recuperación de Laura se asocia a la desaparición de Carmilla, iniciándose la última parte del relato, dedicada a narrar la persecución del «monstruo». Su rastro es encontrado en el cementerio de la fantasmal villa de Karnstein, donde una epidemia mató a todos sus habitantes. Allí se dará muerte a Carmilla, muerta para el mundo ¡hace 150 años!
El cuento de Le Fanu integra lo que he dado en llamar la Trinidad femenina del terror, tres personajes que no sólo tienen en común su sexo, sino su significación y su temática. Las tres están muertas o en un peldaño cercano a la muerte; las tres representan lo caduco («Carmilla» debe interpretarse también como choque entre el mundo actual y el pasado del nuevo orden, entre burguesía y aristocracia), lo perenne; las tres son adalides de la fatalidad. Su destino es la muerte. Y ellas se sustraen a él, como acto de rebeldía, porque murieron cuando no debían. Se niegan a aceptar su condición. Además de la vampiresa, me refiero a la Ligeia de Poe y a la Olalla de Stevenson. El sueño, lo lejano tan cercano, el miedo, están presentes en las tres narraciones.
Como última consideración me gustaría simplemente añadir que el influjo de Carmilla fue grande. Stoker se basó en ciertos episodios del relato y tomó ciertos nombres del mismo para su «Drácula», aunque la influencia se verá sobre todo en «El Huésped…» en donde se atreve, incluso, a situar la acción de su novela en Estrigia; Henry James tomó los rasgos de la sensual y mortal creación de Le Fanu para muchos de sus cuentos de fantasmas; lo mismo harían Wilkie Collins y el alumno aventajado del genial escritor irlandés, M. R. James; el «Círculo de Cthulhu», formado por Lovecraft y sus acólitos, rescató y reinvindicó a Carmilla, rehabilitando la figura de su creador con una serie de prodigiosos relatos; más tarde, Richard Matheson se serviría de ella para tratar un episodio de su sensacional Soy leyenda, monumento del terror de anticipación futurista, del cual él es fundador…
Y el cine…un puñado de malas adaptaciones que no hicieron justicia al original y el pretexto para ponerle compañía femenina a Christopher Lee en los años de oro de la productora Hammer, cuando el terror y el sexo se hicieron todo uno. Probablemente si Le Fanu supiese lo que el celuloide hizo de su criatura, se removería en su tumba.
Bibliografía de Le Fanu:
Un capítulo en la historia de la familia Tyrone (1839)
La casa junto al cementerio (1863)
La mano de Wylder (1864)
Tío Silas (1864)
Guy Deverell (1865)
Vidas encantadas (1868, en el que se incluye el relato «La profecía de Cloostedd»)
El misterio de Wyvern (1869)
La rosa y la llave (1871)
En un vidrio misterioso (1872)
Carmilla (1872)
El vigilante y otros cuentos de terror (1894 – póstuma)