En esta novela corta, rara avis dentro del horror gótico, una bruja desempeña un papel protagonista, algo muy poco habitual en ese género.
Aunque de la infancia se tiene una imagen colorista, lo cierto es que se trata también de una etapa de la vida propicia para los blancos y negros, pues en esos primeros años no manejamos demasiado la escala de grises: el bueno es bueno y el malo es malo; lo guapo es guapo y lo feo, feo; lo que nos gusta, nos gusta y lo que no nos gusta, no nos gusta.
Con el tiempo, la empatía, el reconocimiento de la complejidad y la toma de conciencia de las causas tras los efectos nos hacen crecer, y aprendemos a ver el gris.
Pero lo cierto es que en el fondo de nuestra mente permanece, agazapado, parte de ese maniqueismo de la infancia.
«Mas en esta mísera casucha vivía un ser humano solitario, una anciana llamada Ann Ramsay, pero más conocida por el título de «la bruja». Era pequeña, delgada, estaba muy encorvada y era muy vieja. Su carne era de un tono marrón oscuro y tan enjuta y flaca que le colgaba de los brazos en diversos pliegues. Todo su rostro estaba ajado, sus ojos eran pequeños y las cuencas, rojas, como si estuvieran inflamadas de una enfermedad o de rabia. Su cabeza era alargada y estaba hundida entre los hombros. Su nariz era prominente y ganchuda, aparte de que estaba constantemente manchada de rapé. Sus labios eran pálidos y su único diente, pues no parecía tener sino uno, se sostenía proyectando su arco negro sobre la parte delantera de la amplia boca.»
La acción, que transcurre en el siglo XII —una época que permite al autor manejar algunos de los escenarios favoritos de la novela gótica, como los tenebrosos castillos medievales— comienza cuando un «malo» verdaderamente merecedor de ese calificativo, el barón de La Braunch, celebra su boda.
Aguerrido y apuesto, el barón es también altivo y ambicioso. Depravado y cruel, resulta un maestro del engaño y el disimulo.
La novia es, por contra, «buena». Se trata de lady Bertha, una viuda de guerra rica y virtuosa, madre de un niño que será el heredero de su padre.
Durante la celebración del banquete nupcial, hace acto de presencia en el castillo otra «mala» arquetípica (al menos, en apariencia): la bruja de Ravensworth, que aterra a los presentes con la desgracia que vaticina a la novia.
El calculador y avaricioso barón de La Braunch no tiene escrúpulos en recurrir a la bruja para tratar de alcanzar sus abyectos fines. A partir de ahí, la historia se irá oscureciendo —hasta el punto de sorprender al lector por su siniestra crueldad— con una trama entre lo folletinesco y lo sobrenatural.
«Al día siguiente, el barón, que había organizado cada detalle en su cabeza, apareció ante lady Bertha con semblante de excepcional gentileza y autocomplacencia. No solo hacia lady Bertha, sino también hacia sus criados. Más aún, tuvo los suficientes modales para acariciar, aquel día, al pequeño inocente que estaba destinado a ser su víctima.»
Todo se narra de manera muy directa, comenzando por los propios títulos de cada uno de los breves capítulos, en los que se anticipa lo que ocurrirá en ellos.
Pero manejando también recursos teatrales que, adaptados a la narración novelística, tratan de sorprender al lector con golpes de efecto.
El desenlace de la historia, que no vamos a desvelar aquí, puede resultar un tanto controvertido y hay que entenderlo en el contexto de su época, la primera mitad del siglo XIX.
Sorprender, sorprende. Que sea para bien o para mal, que guste más o menos al lector actual… dependerá de su preferencia por los desenlaces trágicos o por los finales moralizantes.
«Mañana por la noche, a las doce, dejad libre el pasadizo subterráneo al castillo, que la bruja pueda entrar sin que la vean. Tan solo concededme acceso a la cámara de lady Bertha. Entonces, dejadme hacer mi trabajo. Pero ningún ser mortal debe estar cerca: no se debe molestar a la bruja. Tengo un cuchillo y haré rápido lo acordado. Su cuerpo debe entregarse como ofrenda al demonio. Entonces lo veréis sin aliento y a partir de ese momento, cuando la revolución de los meses dé por resultado un año, tendréis que celebrar una fiesta: tendréis que llevar a cabo la misma tarea que habéis cumplido esta noche.»
Esta novela corta es una rara avis dentro del horror gótico por el protagonismo de una bruja, algo absolutamente inhabitual en ese género.
Y aunque su autor, siempre pendiente de seguir corrientes que facilitasen la buena acogida de sus obras, no haya pasado a la posteridad junto a los grandes nombres del momento (Horace Walpole, Matthew G. Lewis, Charles Robert Maturin, Jan Potocki…) este libro bien merece una lectura que, además, puede hacerse casi de un tirón.
Encuadernado en cartoné, el libro tiene una sobria y elegante cubierta, enraizada en la tipografía. El diseño gráfico ha corrido a cargo de Gloria Gauger.
(Saint Martin-in-the-Fields, Westminster, 1766-c. 1816), hijo de un experto en arte, viajó por medio mundo como miembro de la Marina británica y sueca. En 1791 publicó su primera novela, a la que siguieron muchas otras obras, tanto en prosa como verso.