El drama de época más reciente de Julian Fellowes (“Downton Abbey”, “Un juego de caballeros”) deja Inglaterra y cruza el Atlántico para trasladarse a Nueva York durante su edad dorada. Dorada, que no de oro, porque a finales del siglo XIX en Estados Unidos hubo tanta expansión industrial como enormes desigualdades sociales y económicas. Un envoltorio fastuoso cubría de satén, luces eléctricas y humo de ferrocarril un interior despiadado y podrido. Tierra fértil para una obra de ficción, aunque “La edad dorada” de HBO no tenga intención alguna de meterse en el barro y prefiera quedarse en los salones de baile y las mansiones de la Quinta Avenida.
La serie tiene todo cuanto podría esperarse de la prima americana de “Downton Abbey”. No hay títulos nobiliarios, pero sí mucho dinero. Los estrictos códigos de conducta y el clasismo están tan presentes como en Europa: el ser humano es capaz de inventar divisiones entre unos y otros basándose en requisitos de lo más arbitrarios, en ausencia de otros más firmes. ¿Cuánto tarda la Tierra de la Libertad y de la igualdad de oportunidades en llenarse de esnobismo y férreas jerarquías? Respuesta: entre poco y nada.
Ricos y pobres. Nobles y burgueses. O, en este caso, nuevos ricos y antiguas fortunas. En el Nuevo Mundo, el dólar cuanto más viejo, mejor.
En representación del viejo Nueva York tenemos a la viuda Agnes van Rhijn (Christine Baranski) y a su hermana Ada Brook (Cynthia Nixon). No es casualidad que el apellido de casada de Agnes sea holandés, considerando quienes gobernaban originalmente la ciudad que, por cierto, fue fundada como New Amsterdam. Así de antigua es su fortuna. Qué terrible para ella cuando George y Bertha Russell (Morgan Spector y Carrie Coon) se mudan junto a sus hijos a la casa (mansión, palacio) de enfrente. Los Russell son los nuevos ricos por antonomasia, ambiciosos y decididos, implacables en los negocios y la vida social. Unidos y enamorados. Una power couple en toda regla. Ellos (en particular, ella) son la columna vertebral de la serie.
La sobrina de Agnes y Ada, que se va a vivir con ellas tras la muerte de su padre (y su nula herencia), sirve como representante de la audiencia y presunta protagonista al inicio de la historia. Sin embargo, Marian no es Lady Mary Crawley. Más bien su opuesto, tanto en carácter como en carisma. Es inocente, bienintencionada, sosa y aburrida. Tampoco hay nada en la interpretación de Louisa Jacobson que resulte atrayente, por más hija de Meryl Streep que sea.
Es el deseo de la señora Russell por ser aceptada en los círculos más exclusivos de la ciudad lo que mueve el argumento, que por lo demás es una excusa para disfrutar del impresionante vestuario, la lujosa ambientación y los pequeños grandes problemas de los ricos y poderosos. Puede parecer que es simple y superficial… y lo es, pero ahí radica su belleza y su atractivo. Fellowes maneja como nadie las sutilezas de la alta sociedad, sus códigos y rituales, y los plasma con elegancia y vistosidad para que podamos contemplarlos con la fascinación propia del antropólogo.
Hay algunas tramas protagonizadas por los sirvientes, pero su importancia es mínima. Parecen estar ahí por compromiso, como un aditivo puramente testimonial. Solo Peggy Scott (Denée Benton), una joven afroamericana que aspira a ser escritora, tiene algo más de peso, aunque no deja de ser un personaje secundario.
Se aprecia un intento por añadir diversidad, pero lo cierto es que la serie no pretende en ningún momento ofrecer verdadera crítica o ser incisiva. Huye de la polémica y busca siempre, en última instancia, hacer sentir bien al espectador en un contexto que no enjuicia la riqueza, sino que la celebra. “La edad dorada” nos permite observarla de cerca e imaginar cómo sería formar parte de ese mundo inalcanzable. Por eso el objetivo nunca es censurarlo, aunque se den pinceladas de crítica social aquí y allá.
La inclusión de Peggy en la trama principal supone una contradicción y también el mejor ejemplo de la esencia de la serie: Agnes, la más conservadora e inflexible de entre los personajes centrales, la contrata como secretaria. Sus prejuicios le impiden socializar con sus vecinos, pero la raza de la señorita Scott no le causa inconveniente alguno. La razón es sencilla: los protagonistas pueden ser todo lo esnobs que quieran, pero ser racistas es ir demasiado lejos. Al fin y al cabo, deben caernos bien, y no estamos aquí para afrontar arduos conflictos morales. “La edad dorada” lima y suaviza todos los filos, no sea que nos cortemos.
Es una serie que divierte y distrae con soltura y refinamiento, al tiempo que dedica una mirada indulgente a una época de excesos y opulencia. Escapismo vestido de gala.