Seguimos recordando a Luis García Berlanga (1921-2010) más de una década después de su muerte. “Qué película haría Berlanga con esto…”, es una frase que a menudo (algunos) pensamos cuando hojeamos la prensa o miramos unos informativos en televisión. La más vitriólica ficción a menudo palidece ante la inefable realidad y ambas se retroalimentan en un círculo vicioso. Lo que habría rodado Berlanga –con su inseparable Rafael Azcona; sin duda se lo deben de estar pasando en grande… estén donde estén– con el confinamiento, la política nacional, la cutrelandia de la terrealidad. Y en este 2021 de conmemoraciones varias –del quinto centenario de los Comuneros castellanos (muy desapercibido) al centenario del desastre de Annual (no tanto)– el cine se acuerda de Berlanga en el centenario de su nacimiento (nos acordaremos también del de Fernando Fernán Gómez en unos meses), y lo hace a lo grande: con el regreso a las salas de «La escopeta nacional» (1978), inicio de una serie de actos que se repetirán a finales de este año con el reestreno también de «Moros y cristianos», filme que reunió a ambas figuras tres décadas y media después «Esa pareja feliz» (Berlanga y Juan Antonio Bardem, 1953).
Hablar de «La escopeta nacional», primer título de una impagable trilogía satírica de la Transición, continuada con «Patrimonio nacional» (1981) y «Nacional III» (1982), y que pudo ser tetralogía si no hubiera muerto Luis Escobar en 1991 y si el dúo Berlanga-Azcona no hubieran realizado antes «La vaquilla» (1985), imprescindible película sobre la Guerra Civil española, es hacerlo sobre una de esas películas que uno recuerda de siempre y que hace tiempo que no ve… pero que cuando vuelve a acercarse a ella se pregunta cómo pudo no repasarla hasta entonces ante la “candente actualidad” que refleja/recrea en sus 94 minutos. Y es que, para según qué cosas, el retrato ácido del ambiente político, empresarial y social de los últimos años del franquismo (el filme se sitúa en 1972) no está muy alejado de esta España permanentemente desgarrada por el cainismo y el tocomocho parlamentario.
El viaje del empresario catalán Jaume Canivell (José Sazatornil “Saza”), junto a su secretaria/amante Mercè (Mónica Randall), a la finca del marqués de Leguineche (Luis Escobar) la provincia de Madrid para acudir a una cacería –que él ha pagado, pero deberá transigir, para su sorpresa, con el paripé de que es el marqués quien oficialmente la “paga”–, con el propósito de conseguir apoyos políticos y financieros para un negocio de porteros electrónicos que vender en las nuevas urbanizaciones que por todo el país se están construyendo (los antecedentes del pelotazo urbanístico e inmobiliario), se convertirá en una odisea para el pobre Canivell y un retrato mordaz de la España de finales del franquismo vista desde la sátira (y el desencanto) de los primeros años de la Transición: del ministro (Antonio Ferrandis) que va tras la actriz del destape (Bárbara Rey, que no deja de interpretarse a sí misma); del capellán tridentino (Agustín González) que media entre el heredero onanista del marquesado (José Luis López Vázquez), y también obsesionado con la actriz, y su esposa tuerta (Amparo Soler Leal); del organizador de la cacería y cicerone particular de Canivell por las “costumbres” de la alta sociedad venida (muy) a menos (José Luis Alonso) al príncipe extranjero y estrafalario (Félix Rotaeta), pasando por el el (pronto) ministro opusdeísta (Fernando Hilbeck) o los criados de los marqueses (Chus Lampreave y Luis Ciges), entre otros personajes… y sin olvidarnos de don José, marqués de Leguineche y su colección de vello púbico femenino (que evoca la peluca del rey inglés Carlos II, compuesta con vello de esa zona de algunas de sus amantes).
Desde el primer momento el pobre Canivell, despreciado por todos por ser un mero fabricante y sospechoso de “separatista” por su procedencia periférica, se las tendrá que ver para lograr que sea atendida su petición de “ayuda pública” para el negocio de porteros electrónicos ante el ministro franquista, quien le persuadirá de que se haga pasar por productor de cine para que arranque a la actriz del destape de las garras del obseso hijo del marqués o que medie en una misa en la capilla ante la eventualidad de que el tecnócrata del Opus Dei le arrebate el ministerio (como así será), aparte de buscar contactos con un poco fiable ex presidente latinoamericano.
El absurdo de las situaciones, a cada cual más cáustica desde el inicio del filme, la mordaz (y atinaza) mirada de Berlanga y Azcona sobre la situación política del período, y la inmensidad interpretativa de un Saza en su salsa y del resto de actores deparan hoy en día, como entonces, una divertidísima velada cinematográfica. Y (de)muestra que Berlanga sigue siendo tan necesario para radiografiar la alta s(u)ciedad como si no nos hubiera dejado en 2010. Está de más decir que es obligatorio la visita a un cine en estos días para disfrutar de este summum de la parodia nacional.