A quién no le gustan los cuentos? Cuentos clásicos dónde la triste y pobre doncella, marginada y/o fea, encuentra a su apuesto príncipe, en principio aislado y débil, a quién salva para luego ser salvada por él, llevándola a su reino de maravillas. Ahora mismo me vienen a la mente “El cascanueces”, “La bella y la bestia”, “Piel de oso”, etc., por no hablar de versiones más modernas y cinéfilas. Pues eso mismo nos cuenta Guillermo del Toro en su última y ahora oscarizada película “La forma del agua” (2017), estrenada en nuestro país hace pocas semanas.
Estamos ante una clásica historia de fantasía romántica que comienza con unas palabras en off que nos trasladan directamente a la tierra de la fantasía y los sueños donde todo es posible, donde seres anfibios de apariencia monstruosa pueden ser príncipes y las fregonas huérfanas, mudas, arrinconadas por la sociedad, pueden convertirse en princesas. Eso sí, estamos a principios de la década de los años 60 del siglo pasado, por lo que el país soñado se convierte en una USA perfectamente ambientada, cuyos colores van desde el frío metálico de los pasillos ocultos de los proyectos gubernamentales a la calidez más hermosa de un amanecer de fuego (y aquí un “chapeau” ante Dan Lautsen, el director de fotografía).
La película (y no descubro nada nuevo al proclamarlo aquí, ya lo sé) es bellísima en su factura y su realización, modélica en su efectivo guion y con unas interpretaciones ajustadísimas y hermosas acordes a los papeles desempeñados. El papel de princesa extraña lo borda una magnífica Sally Hawkins, tierna e intuitiva; también su amiga Octavia Spencer está sobresaliente igual que Richard Jenkins, el avejentado artista homosexual. Doug Jones esta vez se mete en la piel de un monstruo con unos rasgos dotados de cierto atractivo y movilidad que le ayudan a dar una total credibilidad a su personaje. Menos agraciado ha sido el papel de Michael Shannon, el malo malísimo de la película, a quién se ha criticado mucho por recrear precisamente al malo malísimo que el guion dibujaba. Pero es que el guion se sustenta en personajes absolutamente tópicos, todo hay que decirlo, con la arrinconada y poco agraciada protagonista con un corazón de oro, llena de alegría y belleza oculta; su amiga, marginada también por su color, posición y un marido bueno solo para hacer chascarrillos, también llena de alegría y siempre leal; el prematuro anciano despreciado por su sexualidad que ayuda a los amantes y que no renuncia a encontrar el amor. Y el malo malísimo que maltrata al príncipe que la buena doncella debe rescatar para que ambos sean felices para siempre.
Todo esto está dicho y no se puede añadir más pero si todo se acabase aquí no se explicaría porqué la crítica y el público han encontrado tan maravillosa esta película, un film muy hermoso pero que no cuenta nada nuevo. Quizás todo se encuentre en el “metalenguaje”, el lenguaje que la película emplea para hablar de una época, de unos personajes y, sobre todo, para hablar de la milagro del cine.
Desde el principio queda claro que todo el film es un homenaje a una forma de concebir el cine que, por desgracia, ha desaparecido casi por completo. No extraña por tanto que Guillermo del Toro se encuentre tan orgulloso de una película que para él expresa todo su amor por la cinematografía, siendo su experiencia más personal en este sentido. Los primeros compases de la trama nos muestran la rutinaria vida de Eliza, donde hasta el sexo autoinfligido está programado y allí ya salta el homenaje: ella y su mejor amigo viven encima de un cine cuya hermosa sala aparece ya en estas primeras escenas. También aparece la televisión desde estos primeros minutos y la contraposición entre estos dos lenguajes se desarrolla a lo largo de toda la película, casi hasta su final.
Esa ciudad de Baltimore de principios de los 60 desvela el gran impacto que supuso la llegada masiva de la televisión a los hogares norteamericanos y como se asentó en ellos de forma definitiva. Ante esta novedad el cine no supo reaccionar de forma inmediata y esa sala casi vacía ante uno de los tostones bíblicos que entonces se llevaban lo demuestran. Sin embargo, y eso queda claro a lo largo del metraje, la televisión nunca vencerá la belleza del cine. La televisión es lo inmediato, el testimonio de un mundo hostil, mientras que el cine, que la propia televisión divulga, es belleza, prodigio, fantasía… vida.
En la televisión de Giles, el vecino y amigo de Lisa, se desliza la vida contemporánea, los terribles disturbios raciales que asolaban entonces los USA y que los protagonistas prefieren no ver. Los amigos contemplan juntos películas antiguas, sobre todo de la época gloriosa de los musicales, que los llevan a un mundo más hermoso y feliz. En este sentido la película me recuerda otras fábulas filmadas que tienen a las películas como referente feliz en el que refugiarse, un refugio del que surgen la fantasía y los sueños. La que me parece más ajustada a la obra de Del Toro es la magnífica “La rosa púrpura del Cairo”, del ahora tan cuestionado Woody Allen, donde la infeliz protagonista se refugia en las películas de donde surge, literalmente, su príncipe azul al que sacrifica por una realidad que de nuevo la traicionará. Pero Del Toro no es Allen, sus sueños son aún más elevados y se inspiran en los propios clásicos fantásticos del cine (y ahora es cuando debería citar a “El monstruo de la laguna negra” (1954)) y es, desde luego, mucho más romántico que el neoyorquino.
El romanticismo de Del Toro no debería ser algo dudoso después de los romances imposibles vistos en “Blade 2” (entre Blade y la hija del rey vampiro) o “Hell Boy 2” (entre otro monstruo anfibio, éste parlante, y la princesa élfica) donde el final de los romances está revestido de una poesía trágica. La diferencia entre esos romances y éste es que aquí el director ha hecho girar toda la historia alrededor del mismo utilizándola como hilo argumental central alrededor del cual se desarrollan sus ideas en torno a la Guerra Fría, el racismo, el militarismo y, más ampliamente, en torno a la homosexualidad, la marginación y las diferencias sociales. Por cierto, que no deja de ser revelador que Del Toro haga de un espía soviético uno de los héroes de la historia (magnífico Michael Stuhlbarg) mientras que el maloso es el funcionario norteamericano.
En USA han visto en la película una alegoría afortunada que alerta sobre los peligros de la política actual de su presidente. Más allá de esas visiones es cierto que Del Toro ensalza la diferencia como origen de la belleza, del amor, y esa idea en si misma era tan revolucionaria en la época de la Guerra Fría como en la actualidad.
Por otra parte, Del Toro llega a rozar a veces el ridículo en el deseo de expresar la excepcionalidad del romance visto en la pantalla (y me refiero, sobre todo, a cierta escena musical que me sonrojó tanto como los mimitos entre King Kong y Naomi Watts de la película de 2005). Pequeños fallos, sin embargo, en una trama en la que hay momentos deslumbrantes como ese en el que ese cine de barrio se convierte en el Cine, capaz de apaciguar y maravillar en cualquier momento, a cualquiera. O como cuando las gotas de agua se persiguen, o como ese amanecer, o como… Y todo arropado por una fotografía única y una música excepcional, obra de Alexandre Desplat que me ha recordado a veces, en su clasicismo y su uso de los violines, a otra película que también habla de cine como “Cinema Paradiso” y, en general, al bueno de Ennio Morricone.
Quizás me haya excedido en las referencias cinéfilas pero mientras veía la película sentí como me golpeaban recuerdos una y otra vez de cosas vistas y vividas en otras pantallas pero no creo que eso sea un demérito sino todo lo contrario. Siempre es necesario que nos recuerden que existe la belleza, que el cine puede reflejar esa belleza, y me pareció que Del Toro empleaba la fantasía, del Cine y en el cine, como alegoría del amor y de la vida y eso, señores, es, en si mismo, poesía.