La fortuna, de Alejandro Amenábar

Desde las primeras escenas, la serie camina sobre railes desarrollando una trama sencilla, directa y eficaz: un pirata marino, Frank Wild (interpretado por Stanley Tucci), encuentra un tesoro en aguas españolas, pero su resistencia a ofrecer más detalles sobre su localización, procedencia y relevancia hace saltar las alarmas en todas las partes implicadas; también en el gobierno español. El ministro de Cultura (Karra Elejalde), torpe y distraído, tiene la suerte de contar con una directora de Patrimonio (Ana Polvorosa) lo suficientemente avispada y decidida como para ser ella quién tome las riendas del asunto. A sus faldas se pegará un diplomático novato (Álvaro Mel) deseoso de salir del gabinete dónde se agobia y, quizás, tener la oportunidad, de paso, de destacar y hacer méritos para su naciente carrera.

Sobre estos dos polos de la trama, gobierno y busca tesoros, patrimonio público o privado, interés general o interés particular, pivotan una serie de personajes secundarios entre los que destaca, ya en los primeros minutos, el abogado internacional Jonas Pierce (Clarke Peters) que defenderá el interés del patrimonio nacional español frente a los piratas y expoliadores, o el investigador amateur indomable que persigue a aquellas personas interesadas en aprovecharse del patrimonio histórico nacional frente al desinterés -y la mofa- general de las autoridades (Manolo Solo).

Hemos decidido a darle un voto de confianza a «La fortuna», y pensar que, a pesar de todo el nervio y la precipitación de sus primeros minutos, la serie aún es capaz de alzarse cuán Fénix sobre sus cenizas

No acabó el primer episodio y ya tenemos una línea argumental general claramente marcada, personajes sobre el tablero con sus intereses y relaciones perfectamente definidos, y una disputa que será el previsible motor principal de la serie. Una discusión dónde hay más personas de las inicialmente implicadas y, por supuesto, mucho dinero en juego.

Si el primer capítulo se inicia con una escena de exploración, el segundo da comienzo con una batalla naval dónde está la flotilla de la que era parte la supuesta nave encontrada, “La fortuna”, atacada a traición por los barcos corsarios de la Royal Navy británica. A partir de este nuevo elemento de contexto, la serie retoma los raíles tendidos en el capítulo anterior, intensificando sus dosis críticas respecto a la política española (¿ya dijimos que el ministro, y por extensión la clase política, no es ninguna lumbrera, verdad?).

Pero hay más. A esta crítica política, amarga, la serie le contrapone una reivindicación de la historia gloriosa de España desde una reconciliación de contrarios (la relación Polvorosa-Mel) y ante un “rival” o “enemigo” representado por Atlantis, la empresa depredadora del patrimonio y sus aliados.

El problema es que a los retales y a los hilos de toda esta trama, tan interesante y bien cosida, se le ven las costuras desde lejos. El forzadísimo guion, los retratos de los personajes polarizadísimos e hipercaracterizadísimos, el diseño de las escenas, hasta la música en algún momento, dotan al conjunto de una artificiosidad que nos alejan del relato en vez de acercarnos a él. Y no porque no estemos de acuerdo con las intenciones de Amenabar o porque no consideremos su mensaje necesario, sino porque su ansia por dejar marcadas sus intenciones es tan abrupta y antinatural que consigue cargarse el devenir del relato y, de paso, la credibilidad de la historia en «La fortuna».

El interés se atrapa de forma sutil y no a cañonazos

El interés del espectador se atrapa, se captura, de forma sutil y no a cañonazos. La novatada de Alejandro Amenábar en el formato televisivo se paga en estos primeros minutos, sin duda. Pero la serie sí tiene potencial para avanzar y salir airosa, independientemente de sus errores. Los secundarios aportan credibilidad y empaque (brilla Clarke Peters cada vez que hace acto de presencia), la trama  de «La fortuna» tiene un interés intrínseco (¿a quién no le gusta una de piratas?), y los mensajes secundarios tienen una fuerza que a veces sí consigue llevarse con fuerza y naturalidad (el discurso final del ministro de cultura, en el segundo episodio, por ejemplo).

Por todo esto, nos hemos decidido a darle un voto de confianza y pensar que, a pesar de todo el nervio y la precipitación de sus primeros minutos, la serie aún es capaz de alzarse cuán Fénix sobre sus cenizas. Crucemos los dedos.

Nota (provisional): 5/10

Fco. Martínez Hidalgo
Filólogo, politólogo y proyecto de psicólogo. Crítico literario. Lector empedernido. Mourinhista de la vida.

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