Esclavos de la televisión

Cada vez leemos menos. Normal, tenemos una vida cada vez más compleja. Todo se ha complicado demasiado. Y para huir de esa incerteza que nos atenaza y acongoja elegimos entretenimiento de alto voltaje y consumo rápido, algo capaz de transportarnos eficazmente a algún sitio lejos, muy lejos de aquí. Música de ritmo acelerado a todo volumen. Cine espectacular a treinta fotogramas por segundo y movimiento incesante. Luces brillantes y altavoces estridentes por doquier. Que el ritmo no pare.

En medio de esta incesante huida se encuentra nuestra realidad, triste y amarga. Un espacio gris donde todo sucede a una velocidad exasperantemente lenta. A esa velocidad con la que las pesadillas se vuelven realmente aterradoras. Una realidad de trabajos extenuantes, salarios de mierda, familias resquebrajadas, políticos corruptos o capitalismo en crisis. Y esto solo para empezar. Estando así las cosas, el buscar una salida rápida e irreflexiva, eminentemente satisfactoria y pretendidamente permanente, entra dentro de lo lógico del comportamiento de un ser humano enganchado al deseo y a la felicidad efímera a corto plazo. Se entiende perfectamente.

El problema empieza cuando la neorealidad que utilizamos para evadirnos del mundo se convierte, a base de estar insistentemente presente -porque el mundo es una mierda, nuestra vida es una mierda, y no podemos dejar de intentar escapar una y otra vez de su hedor-, en nuestra Realidad (así, con mayúscula). El deseo y la felicidad efímera, repetidos mil veces, se transforman en ilusión, en imagen proyectada, en reflejo de un mundo ideal diseñado a nuestra imagen y semejanza; pues no en vano hemos sido nosotros sus arquitectos. ¿Cómo escapar de las ataduras que fijan nuestra mirada en esa sombra tan bella, máxime si nosotros hemos sido los que hemos dibujado la sombra y fijados los nudos de las cuerdas? Se ve una misión casi imposible.

Sujetos de pies y manos, hemos perdido toda capacidad de movimiento. La amplia perspectiva que nos darían el girar nuestra cabeza y el deambular por el espacio, ya no es posible. La capacidad de utilizar nuestras manos para escribir o para pasar las páginas de lo que otros escribieron, resulta un movimiento fútil. Ahora todo lo dicta nuestro deseo, nuestra ansiedad por escapar, nuestra imagen de esa realidad feliz donde todo lo gris que nos atenaza ya no está, ha desaparecido. Solo ordeno y mando. La gran máquina de producir nos devuelve lo pedido. Just live! Ahora miremos a la pantalla, pongámonos nuestros auriculares y limitémonos a gozar. Todo llegará porque sí y por sí solo.

Al anquilosar nuestras extremidades, ¡fuera piernas y brazos, ya no os necesitamos!, a la palabra le hemos reforzado su voz, pero le hemos amputado sus letras. De la idea pasamos a la acción, sin dar cabida al término medio. Las instrucciones surgen del aparato fonador sin haber acabado todavía de atravesar el cerebro entero. Lo rápido manda. ¡Muerte a lo lento! En ese proceso estamos, acabando con la letra y el pensamiento. Porque la reflexión es sosa y aburrida. Los sentidos son imprevisibles y peligrosos, una puerta a lo inesperado, a lo indeseado y a lo no solicitado. Y que decir de lo común, otrora encantadoramente mainstream, en estos días es cosa masiva, chabacana y banal. Adiós reflexión y sentido común, no os echaremos de menos.

La agonía de la letra ha comenzado. El primer clavo de su ataúd ha sido su tamaño. Hemos perdido a las letras capitales porque ahora todo parece querer expresarse en mayúsculas; síntoma gráfico de un grito angustiado. El segundo clavo fue el del texto, cada vez más disminuido y pequeño, vaya usted a saber si es porque cada vez tenemos menos que decir o porque cada vez leemos menos; en todo caso ninguno de ambos motivos parece halagüeño. El segundo clavo trajo consigo al tercero, ahora nos preocupamos, parece que mucho, por la lectura y el tiempo; cronometramos igual a los periódicos de envolver el pescado que a la «Odisea» de Homero, tenemos concursos de lectura y periodistas pegándose por quién miente primero.

La dictadura del LikeEsta decadencia a los medios de comunicación los ha sumido en el desconcierto. Tienen pesadillas con su antaño trabajo de ensueño. En su labor mandan ahora las relaciones empresariales, los contenidos multimedia y las herramientas digitales. Todo se distribuye a través de redes sociales, respondiendo con sus contenidos a nuestros deseos más libidinales. De esta forma, la palabra en mayúscula será substituida por la voz, la minúscula por la imagen y la nota al pie por los contenidos especiales. Todo de pago, claro. No vaya a ser que pensemos que su oferta podría responder a nuestra demanda porque sí y sin nada a cambio. Eso sería comunismo.

Así llegamos a los peces pequeños, a los insignificantes, a los que en tu estanque se esconden bajo las piedras para que no los devoren los grandes. La paradoja aquí es que nosotros somos la resistencia. Todavía albergamos la esperanza en que la letra vuelva a tener presencia. Esperanza en unos textos razonados para dar soluciones y no (como ahora) para insistir en provocaciones que no llevan a ninguna parte. La duda -o el problema- está en cómo conectar con unas personas que se quieren distanciar del texto leído, y parece que cada vez van alejándose más. ¿Albergamos la esperanza, quizás vana, de que esto pueda algún día cambiar?, ¿modernizamos nuestros contenidos ofreciendo algo más, audios y vídeos quizás, aun a coste de que nos podamos acabar por traicionar a nosotros mismos?, ¿o nos tiramos de cabeza al río, abandonando al texto leído, por otro contenido más querido al nuevo mundo que parece nacer ya?

¿Qué hacer?

Ante la duda de esta pregunta esencial, no queda más que dejarla aquí tendida, esperando que la vida, y quizás nuestra audiencia, quiera darle una respuesta.

Aquí queda pues.

Fco. Martínez Hidalgo
Filólogo, politólogo y proyecto de psicólogo. Crítico literario. Lector empedernido. Mourinhista de la vida.

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