Me sorprenden las novelas que son algo totalmente distinto de lo que parecen ser. Y esta novela lo es.
En apariencia, estamos ante la vida aburrida de un joven médico japonés, Shimamura Sunichi, ilusionado participante en la emergente ciencia de la neurología y la psiquiatría. Estamos en Europa a finales del s. XIX, cuando este campo empieza a despuntar. Esta es la época de Jean-Martin Charcot, Georges Gilles de la Tourette, Joseph Babinski, Josef Breuer o Sigmund Freud. La misma época dónde el Japón comenzaba a abrirse a Occidente (realmente, lo abrieron a cañonazos) y enviaba fuera, becados, a sus prometedores investigadores -así llegaría también Natsume Soseki-.
Acercarse a ‘La mujer zorro y el doctor Shimamura’ es acercarse a un abismo, y mirar a los ojos al abismo es algo que no gusta a todo el mundo
En la superficie, por tanto, late un relato histórico-científico dónde una disciplina totalmente nueva comenzaba a salir a la luz. Con sus virtudes y sus miserias, la novela recorre espacios de hospitales, salas de experimentación, auditorios ante audiencias expectantes… e intentos de fraude, tentativas ridículas y estereotipos de diagnóstico ignorantes. Porque cuando una disciplina no se fundamenta en el dato y el experimento, las sombras y las incertezas pueden acabar siendo mucho mayores, y más peligrosas, de lo que pensamos.
Así es como la novela conecta esta superficie con su centro: el tratamiento primigenio de la histeria y cómo, para aquellos señores occidentales blancos cristianos bien pensantes, muchos trastornos o enfermedades o síntomas fisiológicos, al parecerles simplemente extraños, serían rápidamente diagnosticados (para beneficio de su nueva emergente disciplina, e incluso para ellos mismos) como una enfermedad. Algo que, en las lejanas tierras orientales, estaba pasando también y había provocado el surgimiento de algo conocido como “la mujer zorro”.
Éste es el puente que conecta a Shimamura con aquellos señores europeos y realiza, a través de espacio-tiempo, un retrato universal de una realidad tan presente en nuestros días como lo era antaño: el patriarcado. Siempre estuvo ahí, actuando entre las sombras, aunque ahora es (por fortuna) más evidente que nunca.
La desequilibrada posesión del poder
Para redondear este retrato, además del contexto de todos estos señoros (japoneses, franceses, austríacos y alemanes; fundamentalmente), la novela deja un espacio no poco relevante al entorno de mujeres que constituyen el entorno de su vida. Fundamentalmente, obtienen un protagonismo evidente su madre, quién invierte mucho de su tiempo intentando escribir la biografía de su hijo aunque ésta acaba -cuan Penélope- siendo indefectiblemente consumida por las llamas, y su esposa, la descontenta hija de uno de sus jefes médicos que fue ‘casada’ con Shimamura en contra de su voluntad. Ambas tienen que convivir con él, soportar su astenia vital, su pesimismo crónico, su insoportable levedad, la resignación de un hombre a quién son constreñidas a admirar, pero que ni siquiera pueden llegar a soportar.
Dos sexos. Distintas formas de relacionarse. Pero siempre una igualmente desequilibrada posesión del poder para definir quién debe ser la parte sana, admirada y seguida (lo masculino), y quién debe ser la parte enferma, obediente y seguidora (lo femenino). La “mujer zorro” no es sino un trasunto, una metáfora, una representación simbólica de esta relación: quién define a quién y en qué términos. Y la novela se esfuerza mucho en que sepamos que, aunque ambientada en el s. XIX, esta relación tiene proyección tanto hacia nuestro futuro como hacia el pasado (en la mitología) y en múltiples culturas y sociedades.
Una experiencia al filo de la navaja, nebulosa, voluntariamente poco clara y que le da trabajo, mucho, al lector
Mi problema con esta novela es que, teniendo las ideas tan claras, ‘La mujer zorro y el doctor Shimamura’ (Impedimenta, 2022) las despliega narrativamente de forma confusa y mediante un estilo narrativo por momentos farragoso, por momentos vago. Los personajes también adolecen de una extraña liviandad, tanto en su descripción física como psicológica, pesando más los hechos en sí que aquellos que los encarnan y sus motivos. Y la trama tampoco muestra una estructura clara, ni lógica en muchos puntos, dando saltos de aquí para allá sorprendentes si se es un lector de novela “canónica”. Algo que no es negativo en sí sino, simplemente, desconcertante.
Tanto es así que el mismo título de “La mujer zorro y el doctor Shimamura”, traducido a partir del original alemán “Der Fuchs und Dr. Shimamura”, puede incluso desorientar más que orientar a la persona lectora.
Christine Wunnicke (Munich, Alemania, 1966) construyó con este texto una novela muy original, con varias capas y distintas formas de lectura; arriesgada, desde que usa una estructura narrativa inestable, móvil, para presentarnos temas complejos encarnados por personajes apenas silueteados. Ofreciendo una experiencia al filo de la navaja, nebulosa, voluntariamente poco clara y que le da trabajo, mucho, al lector. Acercarse a esta novela es acercarse a un abismo, y mirar a los ojos al abismo es algo que no gusta a todo el mundo.
Si entra aquí, ándese con cuidado.