Hoy, hablando con un buen amigo, me confesaba su frustración ante medidas tales como la subida del I.V.A. Sí, habéis adivinado: es empresario. Tiene una pequeña empresa que fundó desde el corazón, haciendo de una de sus pasiones negocio. La mueve, se mueve él, se publicita allá por donde puede, organiza cosas ajenas al funcionamiento estricto de la tienda… ¡Hasta tiene una página web con infinidad de incentivos y tienda Online! Se esfuerza, la saca adelante con una abnegación titánica… Pero lo acusa. Él mismo me decía: “me lo reconocen, me halagan, hablan de mi tienda, preguntan… Y luego se van a la gran superficie de turno. Luego, cuando termine asfixiado, con mi casa y mis bienes empeñados, dirán que qué pena que cierre, que todo lo bueno se tiene que acabar.” Tristemente, tiene razón. Y, como ha sacudido mi conciencia (y eso que procuro siempre comprar en pequeños comercios), vamos a intentar analizar el caso.
En este tiempo que nos ha tocado vivir, nos cegamos con las cifras de los noticiarios y los periódicos: cifras mareantes que nos hablan de expedientes de regulación de empleo que afectan a cientos y miles de personas, de grandes empresas que despiden a miles de trabajadores por obtener un cero más en su cheque de reparto de dividendos… Pero olvidamos el drama cotidiano de las miles de pequeñas y medianas empresas que suponen el motor real de la economía española. Sí… El motor real, pues son esas empresitas las que arriesgan más a la hora de conceder un empleo, y las que hasta hace nada ofrecían mayores garantías de continuidad. ¿Y quién no conoce el caso de un bar que ha tenido que despedir al camarero que llevaba allí toda la vida?¿Quién no ha echado en falta al mozo que llevaba los pedidos en la frutería de la esquina?¿Acaso en ese puesto de duplicados de llaves no había dos empleados?¿Y qué ha pasado con el muchacho que atendía el quiosco los domingos? Todos hemos apreciado esa reducción de personal en las pequeñas empresas, así que… Multipliquen por unos cuantos miles esa “microrreducción de empleo” y tendremos una cifra que haría temblar a los que se hicieron de cruces ante el E.R.E. de Bankia.
Comencemos por analizar la subida del I.V.A.: el pequeño comercio es el único colectivo que ha asumido ese 3% de subida de dicho impuesto. Obviamente, con objeto de no gravar más al cliente de toda la vida y, de paso, no tirar piedras contra su propio tejado, que el cliente medio es muy quejica. Recuerdo con cierta vergüenza ajena una observación que un parroquiano le hizo al dueño de la pequeña cafetería donde, en mi descanso laboral, tomo siempre mi cortadito: “¡Qué caro tienes el café!” La cara del buen hombre fue épica… Porque puedo atestiguaros que mantiene el precio desde hace un par de años, y no se valora ni la atención que recibimos ni los sacrificios que este señor está haciendo para no gravarnos esos céntimos de más. Con respecto a las grandes superficies, por si alguien indica que ellos también han absorbido esa subida… Un cuerno. Trabajo para un distribuidor mayorista, y puedo afirmar categóricamente que lo que han hecho por lo general ha sido imponer un aumento equivalente en el cálculo del descuento por volumen de compra o bien exigir “ofertas complementarias” para el usuario final (un 2×1, por ejemplo) consensuadas con el proveedor.
Pero no ha sido el único factor: la deuda de las administraciones con las pequeñas empresas ha sido el factor desencadenante de muchos cierres. Veamos: las Administraciones Públicas nunca son morosas, simplemente aplazan los pagos. Pero, claro, con la que está cayendo y los fastos que han protagonizado, ahora no hay un euro en sus arcas, así que muchos pequeños proveedores de servicios no han cobrado y, como sus facturas no son precisamente de un puñadito de euros, hay empresas que en la actual coyuntura económica no han sido capaces de asumir ese agujero en sus cuentas y han tenido que cerrar. Conozco también el caso de otro buen amigo empresario que se vio en una tesitura parecida… Pasó una larga temporada apretando los dientes, tirando para adelante como pudo y… Salvó la situación, pero ese “final feliz” no es generalizado, por desgracia.
Pero hay más factores, más… La guerra de precios y horarios, por ejemplo. Una gran superficie, debido a los descuentos por volumen de compra, puede ofrecer ocasionalmente ofertas tentadoras durante un largo periodo de tiempo, además de poder permitirse el abrir determinados días festivos o, incluso, todos ellos en determinadas zonas. El pequeño comerciante, para poder competir con ellos, no tiene más remedio que tirar los márgenes por los suelos, reducir beneficios al mínimo y, en muchas ocasiones, renunciar a los domingos y a las vacaciones, con el desgaste que ello conlleva para su salud física y mental… Y familiar también.
Obviamente, el descenso del consumo por parte del usuario medio es otro factor desencadenante de esta catástrofe… Y citaré de nuevo al dueño del baretillo del que soy parroquiano diario en mi periodo laboral: en una ocasión le comenté que ese día se debería encontrar contento, porque se observaba movimiento… Suspiró, puso cara de circunstancias y me dijo: “mira, Paco, tú antes venías y, ocasionalmente, me pedías un bocata con el café por eso de que a lo mejor saliste un poco más justo y no habías desayunado, o algún día suelto te quedabas a comer o, en otras ocasiones porque calculaste el tiempo peor te tomabas un segundo café o, al mediodía, te pedías una cervecita y un pincho. Ahora te pides a lo sumo dos cafés diarios y no te sales de ahí. Y, como tú, el resto.” Efectivamente… Si un cliente se aprieta el cinturón porque va más justo, no pasa nada, pero si lo hacemos todos, la reducción de beneficios es grande.
Luego, para postre, está la comodidad mal entendida del cliente medio… No hace mucho quedé con unos amigos cerca de casa para tomar un café y pasar un rato juntos. Nos encontramos: “¿Y dónde nos tomamos el café? Pues vamos al Starbucks.” Y, sí, no os riáis… ¿O acaso, como antaño, quedáis en el “Bar del Pepe, sí hombre, el de la esquina”? No. “En el McDonald’s de la plaza X”, “en el Pan’s de la glorieta Y”, “sí, hombre, en el Gambrinus de la calle J, según sales del metro K”… Todos son nombres de franquicias y grandes comercios. El local de toda la vida se ha visto relegado, quizás irremediablemente.
Incluso los proveedores tienen parte de culpa mediante la aplicación de una política de descuentos que prima más el volumen de compra y la capacidad de volumen de facturación en función de la cantidad de puntos de venta que el solicitante posee que la fidelidad o el historial de una pequeña empresa para con la marca que representa el proveedor. Conozco en este caso la historia de cierta pequeña tienda que frecuento que, por preguntar la causa de no recibir el mismo descuento que otra de la competencia pese a tener un histórico de pedidos con dicho proveedor, recibió una penalización en sus condiciones comerciales amparándose en el monopolio que el distribuidor tenía con respecto a la distribución de determinado material.
Pese a todas estas circunstancias, resulta conmovedor el ver cómo estos pequeños empresarios resisten titánicamente a desaparecer, utilizando técnicas creativas: algunos cambian de local a otros más baratos pero de fácil acceso, otros se reconvierten al comercio electrónico, otros ofrecen alicientes en forma de actividades gratuitas, jornadas de puertas abiertas, cursos relacionados con el producto que venden, recursos de difusión cultural, patrocinio de actividades en la zona, contabilización de un porcentaje de la compra en una tarjeta para conseguir descuentos en productos… Todo por conseguir que su empresa vuelva a ser activa.
No sé a vosotros, pero a mí me gustaba ver cómo la gente abría la verja de sus negocios cuando iba al trabajo por las mañanas, el cruzar los “buenos días” con aquellos en cuyas tiendas compraba… O el disfrutar de aquellos entrañables recuerdos en los que charlaba con Antonio, el charcutero en el que siempre comprábamos, o el caramelo con el que me obsequiaba Frutos, el carnicero al que siempre compraba mi abuelo, o la sonrisa y la cordialidad con la que el ya ancianete Don Santiago le vendía el pan, o la campechana cordialidad de Mele, el lechero en cuyo local ahora hay un asador de pollos y que siempre tenía un detallito conmigo en forma de unos cromos, o del juguetillo promocional de los yogures de turno, o la cercanía de Concha, nuestra frutera, y lo atentamente que su hijo Juan Carlos nos llevaba el pedido a casa… O el señor Santiago Gasanz, cuando la pequeña tienda de ultramarinos de la esquina de mi casa era el sitio donde comprábamos las cosillas que se olvidaban en la compra semanal y al que el Alzheimer convirtió en una sombra de lo que era. Todos ellos echaron el cierre: jubilaciones sin nadie que continúe el negocio, imposibilidad de mantener el negocio, reestructuraciones en forma de recalificaciones del terreno o de rehabilitación del edificio donde estaban…
De acuerdo, no siempre tienen la culpa las circunstancias, y todos conocemos también a algún pequeño empresario inepto cuya estulticia ha llevado su negocio a la ruina, pero no son la mayoría. Lo único de lo que tenemos que tomar conciencia es de que los únicos que podemos salvar a todas estas empresas somos nosotros con gestos tan simples como comprar el periódico en el quiosco de la esquina en vez de en determinadas franquicias cuyo único atractivo es que podrías comprarlo a las dos de la mañana, o tomando el café en la cafetería de toda la vida, o conseguir nuestros caprichos comiqueros en la tienda de cómics del barrio en vez de la gran superficie de turno, o recuperar esas añejas charlas sobre la jornada futbolera en el barbero de toda la vida en vez de en esas franquicias asépticas…
El precio no va a variar significativamente y el dueño os lo agradecerá.