Todo comenzó en la cárcel. Allí se sintió ya una persona completamente distinta. Incluso, inició entre rejas el manuscrito de lo que sería su primera novela. A este respecto, se dice que la seguridad de la prisión llegó a destruir hasta dos manuscritos previos. Pero no sería hasta su fuga cuando todas aquellas inquietudes acabasen por fin desbocadas.
"Shantaram" supuso el paso más importante del camino. Allí contaba la historia de Lin, alias Shantaram, un fugitivo australiano perdido en los barrios bajos de Bombay. La inesperada generosidad de su mentor -y figura paterna-, Khaderbhai, le abre las puertas de una realidad nueva… y de un trabajo prometedor como falsificador y hombre para todo de la importantísima mafia local de la Sanjay Company. Un entorno donde cualquier extraño podría tener las horas contadas, pero en el que él sobrevive gracias a la generosidad de gente extraña viviendo vidas humildes y sencillas; y que le llevaría desde su Australia natal hasta la India, pasando por las montañas de Afganistán. De esta manera, Roberts define a través de Lin a una personalidad compleja y apasionante, en constante lucha consigo mismo y con La Realidad en la que vive inmerso: en deficiente equilibrio entre su violento trabajo y su agradecida filosofía de vida.
El fulgurante éxito de la novela convirtió a Roberts en un hombre acomodado. Con su bestseller bajo el brazo, conseguiría también la compra de derechos cinematográficos por Johnny Depp -ganándole la partida incluso a Russell Crowe-, quién le encargaría además el guión de la película. El proyecto llegó a estar en fase de preproducción, con un reparto avanzado y un guión prácticamente cerrado, pero los desacuerdos creativos entre el director (iba a ser Peter Weir), el productor (Depp) y el estudio (Warner Bros), lo dejaron varado en la orilla. Cinco años después de todo esto, en 2013, la Warner Bros parecía haber llegado a un acuerdo con Depp para volver a impulsar el proyecto, esta vez con Joel Edgerton a la cabeza; pero desde que se anunciase el inicio de estas negociaciones nada más ha vuelto a saberse.
"Shantaram" es una novela potente, con una historia vital e interesante, unos personajes de esos que se te quedan en la retina, poseedores además de una filosofía de vida sólida pero expuesta a constantes retos y dificultades; un buen material para cualquier lector y/o espectador. Merece la pena leer la novela. Y merecerá la pena ir a ver su versión cinematográfica, si alguna vez llega a estrenarse.
Pero su secuela ya es otra cosa.
"La sombra de la montaña" surge en un momento de madurez y experiencia que ha dejado a aquel autor desgarrado, con las ideas a flor de piel y necesitado de gritarlas a los cuatro vientos, muy atrás en el pasado. Las líneas autobiográficas han quedado también difuminadas en el tiempo, disolviendo hechos y matizando historias que, quizás, más vivas en la memoria hubiesen resultado también más vívidas en su lectura. El volcán expresivo se ha enfriado, hasta el punto de creer que en esta novela no vamos a encontrar más que cenizas y humo. Para más inri, en la contraportada del libro se insiste inexplicablemente en que “Gregory David Roberts se retiró en 2014 de la vida pública, y ahora dedica todo su tiempo a su familia y sus proyectos creativos.” ¿A qué viene esto? Incomprensible.
Circunstancias externas a un lado, el texto también nos muestra a un Lin más maduro, al que su experiencia en la vida de la India ha dotado de galones, de mayor rango dentro de la Sanjay Company, de una respetabilidad que lo hace parecer ‘uno de los nuestros’. El problema surge cuando la voz narradora se lo cree demasiado. De ahí su tendencia a perderse en el estereotipo y a, en consecuencia, desarrollar vicios que lo alejan de la humanidad, la pasión vital y la realidad que poseía magnéticamente en la novela anterior. Tampoco ayuda en nada el repetitivo estilo del autor a través del cual, insistente y machaconamente, se pretende transformar a Lin en un filósofo o apóstol, soltando constantemente ideas al aire en forma de aforismos o fragmentos de presuntuosa eternidad. Ni tampoco la estructura machacona de los capítulos donde los diálogos intrascendentes se eternizan, parece, como escusa para seguir introduciendo eslóganes de mercadillo.
La erosión espiritual de la novela alcanza también a sus personajes. Da igual si son principales o secundarios o pasan simplemente por ahí, pues en su mayor parte parecen pertenecer a un mismo grupo: las personas que merecen acceder a ese mensaje vital que Lin tiene para ellos y que podría cambiar (presuntamente) sus vidas. Y esto tiene consecuencias desastrosas para ellos. Solo se salvan de este efecto planeador los personajes negativos, antagonistas a Lin, protagonistas de las subtramas escasamente tejidas de criminalidad y delincuencia. Tanto es así que son estas tramas las que aportan los escasos puntos de emoción y conmoción presentes en las 886 páginas de la novela, donde nos echamos las manos a la cabeza y al corazón ante la crueldad desplegada.
La falta de matiz se refleja en la vida fosilizada de los personajes, en un contexto estático donde nada parece moverse si no es a través de circunstancias extraordinarias: la movilidad social se produce solo a través de la herencia o la delincuencia, el techo de cristal en las relaciones de género se banaliza al reducirlo a una mera cuestión de carácter –salpicado además por un machismo cortés tradicionalista y contradictorio, las relaciones delincuencia-sociedad se naturalizan como si fuesen parte inevitable de la convivencia social, mientras se escupen eslóganes a go-go sin analizar su coherencia y viabilidad en esa Realidad inmunda de la que Lin se rodea y de la que forma parte. La imposibilidad de un cambio si no procede de las acciones de las personas justifica un estatismo catastrófico para el realismo y naturalidad de la novela.
"La sombra de la montaña" (Literatura Random House, 2017) decepciona enormemente, si se la compara con "Shantaram" (Umbriel, 2003), y decepciona claramente, si se la lee individualmente.
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