El principito

Todas las personas mayores han sido niños antes (pero pocas lo recuerdan). A veces, cuando me miro en el espejo por las mañanas (un momento de sopor y ensueños aún no borrados) logró encontrar el rostro de la niña que una vez fui. Soy afortunada. Esa niña que ya no posee un cuerpo propio suele visitarme no sólo a través de los espejos sino de las páginas que leo o que malamente intento escribir. Se ríe siempre la muy sinvergüenza y me saca la lengua cada vez que intento ponerme seria.

Es una desconsiderada que se escapa cada vez que intento asirla y me deja, tanto en las manos como en el corazón, el vago recuerdo del viento en los chopos del río, cuando todo era más simple y la luz del verano era capaz de disolver cualquier sombra. Sólo los niños saben lo que buscan. Estaba tan segura en aquellos veranos, con mis diez, mis once, mis doce años, de que iba a ser arqueóloga que cualquier cosa apartada de la mitología o la historia me producía aburrimiento. Tan sólo la poesía hacía que me saltase mis propias normas y me llevaba a explorar parajes que poco tenían que ver con Napoleón o Thutankamon. Estaba tan, tan segura entonces de lo que iba a ser de mayor que a veces me siento como el príncipe convertido en rana cuando me veo en este subsótano rodeada de papeles viejos. Al menos se podría decir que si he bajado a explorar tumbas…aunque, no se por qué, esa comparación me deprime más todavía. Tuve así, en el curso de mi vida, muchísimas vinculaciones con muchísima gente seria. Viví mucho con personas mayores. Las he visto muy de cerca. No he mejorado excesivamente mi opinión.

No todos podemos tener la suerte (o la desgracia) de formar parte de este mundo demasiado adulto (y, como consecuencia, demasiado absurdo) siendo pilotos y dedicarnos a abrir rutas sobre los Andes americanos o el África negra, aspirando a que alguna persona lúcida sepa reconocer nuestros dibujos infantiles de boas abiertas y boas cerradas, estuches de piel viviente que contienen elefantes de colmillos puntiagudos, y no los califique de sombreros. Esa fue la fortuna elegida por Antoine de Saint-Exupéry, hijo de una noble familia lionesa (de Lyon, Francia, se entiende), que no supo renunciar a su sueño de volar antes de que este le arrastrase al fondo del mediterráneo en 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Dejó para la posteridad un puñado de obras basadas la mayoría de ellas en su experiencia como piloto con la teoría recurrente en todas ellas de que debemos aspirar a ser héroes, héroes cotidianos dispuestos a forjar el futuro cada día sin pensar más que en la labor que nos hemos trazado, sin esperar recompensas; héroes que se sacrifican para el porvenir, para que otros puedan disfrutar de lo que ellos crearon y abrir así nuevos caminos para el hombre. Todo un reto de superación.

Portada de El principito, de Antoine de Saint-ExupéryAunque Saint-Exupéry podía haber dejado una huella importante en la literatura del siglo XX tan sólo con estas novelas (“Vuelo nocturno”, “Tierra de hombres”, “Ciudadela”…) será siempre recordado por una pequeña obrita que realizó después de sufrir un accidente en el desierto del Sahara en el que estuvo a punto de morir. La novelita, que fue hecha de un tirón durante una estancia en Nueva York, fue publicada en 1943 con el título de “Le petit prince”, para todos los castellano-parlantes “El principito”.

Las personas mayores son decididamente muy pero muy extrañas. Mis doce años fueron para mi reveladores en muchos sentidos siendo también la época en que empecé a ahorrar para comprar mis primeros libros. Sin embargo, hasta que llegué al instituto no pude comprarme una edición de “El principito” (bilingüe, de Editores Mexicanos Unidos) obra que conocía por algunos fragmentos que había leído en la escuela. Decir que cambió mi vida sería exagerar demasiado pero si que dio sentido a muchas cosas que sospechaba y que no sabía expresar sin caer en el ridículo. Ridículo, sí. Esa es la palabra. El acné que me rodeaba solía considerar la obra de Saint Exupéry como infantil, ñoña, poco interesante y otras cosas similares. Recuerdo que con 14 años una compañera de clase me pasó “El capital” de Marx diciéndome que tendría que hacer un esfuerzo de reflexión para comprenderlo en su totalidad. Confieso que no llegué a la tercera hoja…y sigo sin pasar de ahí. Estábamos ya tan imbuidos de nuestra próxima madurez que la poesía y la ternura de “El principito” parecía desfasada. Y, aún así, me compré el libro y lo leía y releía cada vez que podía mientras soñaba aún con ser arqueóloga. Arqueóloga como Indiana Jones, como tiene que ser.

Cuando me topé por fin con la realidad y vi que las personas mayores hacen más caso a un buen charlatán vestido con elegancia que a un pobre diablo con sandalias y camiseta a rayas en posesión de la Verdad, pensé que tendría que hacer como Saint Exupéry con sus dibujos de boas y guardar el látigo y el sombrero para otra vida. Gente ha habido que me ha dicho que lo que hago es útil para la sociedad, que ayudo a conservar la memoria de los hombres. Ese si que es un pensamiento que consuela. Al menos no me convertí en ninguno de los personajes adultos conocidos por el Principito en su viaje: no me hice vanidosa y pensé que el mundo gira a mi alrededor; no fingí que era rey todopoderoso en un mundo que sigue sus propias reglas; no hice de las sumas y restas mi única razón de vida; no me hice borracha para olvidar que era una borracha…Mayores, ya se sabe.

La fauna humana da para mucho y mucho malo como recuerda con ironía el aviador alter ego de Saint Exupéry en “El principito”. Las personas mayores aman las cifras. […] Si decís a las personas mayores “He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo…”, no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: “He visto una casa de cien mil francos”. Entonces exclaman: “¡Qué hermosa es!”. Caer en medio del desierto y encontrar en él al Principito fue lo mejor que pudo pasarle para no olvidar al niño de las boas. Peor lo pasó el auténtico Saint Exupéry que, a pesar de estar a punto de morir de sed en pleno desierto del Sahara, supo aprovechar la experiencia para crear este cuento maravilloso.

El comienzo no puede ser más sencillo: el aviador empieza a hablarnos de su vida y de cómo llegó al desierto en el que intenta reparar su máquina y como, encontrándose, preocupado y perdido, fue interrumpido sorpresivamente por una voz infantil que le pide: “Por favor…,¡dibújame un cordero!”. El protagonista se vuelve para encontrarse con un hombrecito rubio y preguntón, que quería un cordero que no comiese rosas, verdadero centro de la historia, que le conducirá a través de parajes y experiencias que creía olvidados; hombrecito del cual, poco a poco, irá descubriendo unas cuantas cosas.

Antoine de Saint-Exupéry
Antoine de Saint-Exupéry

Una de las primeras será el hecho de que vivía en un planeta muy pequeño (mejor dicho un asteroide, el B612) donde era posible ver una puesta de sol cada pocos pasos. Un planeta asediado por las semillas de baobabs que nuestro infatigable niño limpiaba afanosamente cada día porque podían destruirlo con sus raíces. Sin embargo deja crecer un semilla que se convierte en una hermosa rosa. El principito amaba a la rosa pero esta se mostraba un poco cruel con él. Desanimado por la actitud de la rosa decide marcharse a explorar otros mundos. En ese largo viaje en el que conoce a varios adultos, la mayoría bastante decepcionantes, llega finalmente a la tierra, donde descubrirá cuanto amaba a su rosa y cuanto le amaba ella a él. La responsabilidad de ese amor hace que se plantee el regreso y es en esa tesitura cuando encuentra al aviador al que, finalmente, hace cómplice y confidente de sus experiencias. Tras el abandono del Principito de la Tierra, que se produce de una forma terrible y conmovedora, nada volverá a ser igual para nuestro aviador…ni para nosotros.

Puesto así, el argumento puede parecer infantil, tal y como les parecía a los chicos del instituto (entre las chicas había más variación). Pero, si se mira bien, tras cada palabra, tras cada gesto, se esconde una verdad oculta, una verdad capaz de arrebatarnos el corazón. Así, como si hablase a niños ( la dedicatoria del libro es, sin duda, la más hermosa que haya podido leer jamás, homenaje a un amigo de Saint Exupey, Leon Werth…cuando era niño), el escritor se dirige también a los mayores (con claridad y despacito para que lo cojan todo) y les habla del amor, de la amistad, de los lazos entre los hombres, del tiempo, de la muerte…Cada capítulo intenta enseñarnos algo sobre nosotros mismos, sobre lo que supone intentar ser humano y serlo con responsabilidad y dignidad y como, para lograrlo, debemos mirarnos a través de los ojos de los niños, los únicos que saben qué es lo verdaderamente importante en este viaje.

Si tuviera que quedarme con uno sólo de los episodios del libro me quedaría sin duda (a pesar de lo irremplazables que me parecen todos) con el del zorro… pese a que no resulte nada original. ¡Cómo envidié a ese zorro durante mi infancia y mi adolescencia! Hubiera sido tan hermoso tener a un amigo como el Principito: Solo se conocen las cosas que se domestican (no olvidemos que “domesticar” significa “crear lazos”) Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Y el zorro le habla del rito, de la forma en que deben acercarse dos personas, de la forma en que se hacen verdaderos amigos. No importa que luego llegue el llanto: siempre nos quedará el por qué del color del trigo… Podría ahora citar esas frases tan repetidas que tienen como origen este fragmento, frases que han llegado a aparecer en anuncios publicitarios (cosa que debe haber conseguido que Saint Exupéry se revuelva en su tumba) pero no, aún no es el momento.

El principitoLos mayores hablarían ahora de las investigaciones hechas sobre la vida de Saint Exupéry que lo revelan como un machista que no trató demasiado bien a su esposa Consuelo, en quien se ha querido ver el modelo de la casquivana rosa de el Principito. Quién sabe. Es posible. Pero eso no resta valor al relato que, sin duda, sacó lo mejor de Saint Exupéry, lo retrotrajo a su infancia, y le dio la oportunidad de dotar de una poesía delicada y duradera a sus mejores pensamientos, a sus mejores ideas.

En vez de hacer juicio morales que son siempre subjetivos, prefiero quitarme el manto de los adultos y recordar la melancolía de la partida del Principito, las estrellas como cascabeles y la duda, siempre permanente, de si el cordero se habrá comido o no la flor. Tal vez un día el Principito regrese… ¡Me gustaría tanto estar allí! Quién lo diría viéndome en el subsótano. Quién diría que aún sueño con Napoleón, Thuthankamon, Indiana Jones o el Principito. Ahora ya lo sabéis. Es un secreto parecido al que muchos poseen pero que pocos nos atrevemos a revelar. Os doy ese secreto como el zorro se lo dio al Principito. Por favor, amigos de las boas, los corderos y las rosas, no lo olvidéis jamás: No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

Repetidlo para no olvidarlo:

Lo esencial es invisible a los ojos.

Lo esencial…

Eidian
Recuerdo que escribí mi primera poesía recién operada de apendicitis con nueve deditos contados. Desde entonces odio los hospitales y adoro la escritura. Hasta hoy han pasado dos carreras (historia del arte y náutica, ahí es nada) y resulta que he acabado como marino/na (para gustos los colores). He regresado hace poco a esta página donde comencé a escribir críticas literarias porque hay cosas que nunca se olvidan. Experiencias malas, buenas y superiores. La vida misma.

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