No deberíamos mirar con malos ojos el estreno de la consabida comedia ligera española de estas fechas: que sea verano no deja de ser una excusa (más o menos ideal) para acercarse a una sala de cine y ver sin mayores pretensiones una película sencilla y con un elenco que de por sí resulta atractivo (nuestros padres y abuelos lo hicieron durante décadas y no les ha ido nada mal); y puede que la excusa última sea disfrutar del aire acondicionado en estos días de canícula insoportable, y en más de una ocasión lo habremos hecho con productos estadounidenses de medio pelo (yo mismo hace una semana), por qué no hacerlo con una cinta patria. Por supuesto, eso no significa que lo que vayamos a ver sea necesariamente bueno, pero también lo malo es reivindicable si uno lo asume como tal y se dirige a una sala de cine por el mero estímulo lúdico, de evasión o de lo que le salga de las narices (faltaría más). Servidor se zampa en ocasiones novelas malas pero muy disfrutables, pues el cerebro hay que esponjarlo de tanto en tanto. Por tanto, si estamos dispuestos a tragarnos en una sala de cine comedias gamberras de calidad pésima, ¿por qué no una españolada con mensaje social? A fin de cuentas, hay tantas películas como espectadores y cada uno de ellos puede optar por películas diferentes.
Dejando a un lado la indisimulada captatio benevolentiae del párrafo anterior (cierto, no he sido sutil), la lástima es que luego la película que vas a ver no esté a la altura de la actitud complaciente y flexible. Me temo que no, que para quien esto escribe «Lo nunca visto», segunda película de la directora argentina Marina Seresesky –que apuntó maneras en 2016 con el drama social «La puerta abierta»– no es una buena película; también es verdad que eso no tiene por qué importarle a quien lea esta crítica. Lo admito: no me reí en ninguno de los noventa y poco minutos que dura esta comedia que parece haberse escrito a partir de clichés y lugares comunes, y a la que le falta construir un guion sólido a partir de su punto de partida. Y ese es el de un pueblo (ficticio pero muy real) de esa “España vacía” que Sergio del Molino analizara en su libro homónimo, «Fuentejuela de Arriba», en el que como en tantas aldeas del interior apenas viven un puñado de habitantes y está al borde de desaparecer como tal ante la propuesta de anexión de su vecino de abajo. Teresa (Carmen Machi) no se resigna a que su pueblo se apague sin más y la llegada de cuatro inmigrantes ilegales africanos que huyen de la policía puede ser la oportunidad que los fuentejuelanos septentrionales necesitan para devolver la vida a un rincón que ya no visita por nadie. Que los recién llegados aparezcan “disfrazados” como aquellos que el tópico asocia a los que proceden del África subsahariana provocará la cerrazón de los demás habitantes del pueblo, que se dejan llevar por los prejuicios y la ignorancia; prejuicios que los recién llegados también poseen a su manera. Pero, ya se sabe, el roce hace el cariño y del (re)conocimiento de unos y otros surgirá la alianza y el esfuerzo común para lograr que Fuentejuela de Arriba pueda salir adelante.
Mirada a la situación social de la España
El problema del filme, escrito por la propia Sereresky, es que, aun teniendo algunas buenas referencias no demasiado ocultas –casi se pueden tocar con los dedos clásicos de la comedia española y sinergias que durante décadas desarrollaron Rafael Azcona, Luis García Berlanga, José Luis Cuerda, por ejemplo–, sus ambiciones narrativas son más bien escasas; bienintencionadas, sí, y con una mirada a la situación social de la España de hoy en día en cuanto al binomio inmigración/integración, pero apenas esbozadas más allá de lo que se muestra en el tráiler. Cierto es que el filme denuncia temas diversos y muy en boga, de la xenofobia a la homofobia, y ofrece una alternativa desde la comedia al discurso de algunos partidos políticos (que no es necesario citar) y a la propia política en sí: partidista y ombliguista, zafia e incluso caciquil, representada por ese alcalde de Fuentejuela de Abajo (Paco Tous), que se burla de las intenciones de Teresa, tanto por lo que representan en cuanto a propuestas políticas y sociales, como por el hecho de que sea una mujer quien se atreva a enfrentársele.
Hay chicha en este filme, no lo negaremos, pero no se aprovechan esos mimbres para hacer una película que sea más corrosiva, menos paternalista y sobre todo más divertida. Porque no es suficiente con presentar personajes, como Jaime, el cómplice de Teresa, un emprendedor/productor de dulces típicos rurales (yemas) y que no se atreve a salir del armario (un Pepón Nieto abonado a un papel que repite demasiado a menudo en); “el Guiri” (Jon Kortajarena), un joven cumbayá y hippy al que el resto de miembros de la comuna abandonó tiempo atrás y se encerró en sí mismo; la pareja de hermanas miméticas (Pepa Charro y Esperanza Elipe) o la madre anciana que ya está de vuelta de todo (Kiti Manver); por no mencionar a los cuatro “negros salvajes”, como les definen los asustados vecinos fuentejuelanos, en los que se repiten también algunos clichés y que, a su vez, son el espejo de aquellos que tienen los citados vecinos.
El resultado es una comedia facilona y bientencionada, y que no arriesga nada, pues se sabe ganadora con un producto realizado expresamente para estas fechas. Tampoco engaña a nadie ni pretende ser lo que no es, sino una película honesta, con un mensaje sencillo y poderoso; un mensaje con el que (muchos) estaremos de acuerdo. La pena es que el producto no esté a la altura de esas buenas intenciones. Pero también te digo una cosa, lector de esta crítica: nos hemos tragado cosas peores y sin la excusa del aire acondicionado. Así que si te acercas sin expectativas a una sala de cine probablemente le veas más virtudes a la película. Y que te quiten lo bailao.