Para el público español, Elizabeth Jane Howard (Inglaterra, 1923-2014) es una figura literaria completamente desconocida, con una entrada tardía en nuestro sistema literario, y a la que casi siempre se la recuerda por ser la señora de Kingsley Amis y la madre de Martin Amis, dos enfant terrible de las letras inglesas con bastante mejor recepción internacional que ella. A que esto sea así ha contribuido su carácter más pausado y reservado, elegir escribir sobre unos temas y con un estilo bastante más asentado en lo tradicional que sus parientes, y dedicar demasiado tiempo a sus autosuficientes familiares respecto a sí misma.
Tanto es así que, habiendo comenzado su carrera en 1950, no fue hasta 1990 cuando por fin se granjeó un reconocimiento propio de justa entidad. Lo hizo, precisamente, con la novela con que nos la presenta Siruela: «Los años ligeros» (Siruela, 2017). La primera de las cinco novelas que componen la conocida como «Crónica de Los Cazalet». Una saga familiar extensa, con lazos también numerosos con otros grupos sociales de la sociedad británica, cuyo objetivo ficcional principal es mostrarnos cómo de profundos y radicales han sido los cambios sociológicos introducidos por las dos Guerras Mundiales: destructoras de una sociedad victoriana cuyos ecos la voz narradora no disimula en recordar repetidamente con añoranza.
Al ser esta una novela de presentación de las «crónicas», y de apertura respecto a algunos de sus hilos narrativos, la voz narradora ha optado por pararse bastante en la caracterización de los personajes, en la descripción de los espacios, en el deleite con escenas costumbristas o cotidianas, en el destacar la naturaleza y materialización de los principales cambios sociales y económicos… En definitiva, opta por un ritmo notablemente pausado y por un tono más descriptivo que activo, donde las personas lectoras aficionadas a las historias victorianas estarán encantadas y se deleitarán de placer en numerosos pasajes, pero para otro tipo de lectores el texto se convertirá en una colina o montaña bastante más cuesta arriba de lo que debería.
Quizás no ha sido esta novela la elección más adecuada para su presentación.
Con todo, es lo que tenemos y, además de destacar estos montículos para los lectores más tendentes a la acción, tenemos que hablar sobre cómo la novela construye con acierto a unos personajes ricos en matices e interesantes. Y lo hace menos con sus diálogos que con sus comportamientos, valores y actitudes: introducidas y analizadas pormenorizadamente por un narrador omnisciente cuya perspectiva llega incluso a juzgar y a valorar a cada uno de ellos para diseccionárnoslo, dárnoslo bien perfilado y mascado, sin que quepa así duda sobre quiénes son, cómo son y porqué son así (y no de otra manera).
Esta es una forma inteligente y recurrente, en numerosas otras obras, a la hora de introducir estos cambios sociales. Cada nivel de la saga Cazalet representa a un tiempo de socialización, a una forma de ver la realidad y de entender las cosas. En su descripción se nos hace un retrato sociológico de cómo era cada generación, y en su interacción intergeneracional se nos presentan los cambios y transiciones: cómo ha ido cambiando la sociedad británica, cuáles han sido esas transformaciones y, de trasfondo, un análisis crítico sobre el rumbo que se ha tomado al dejar abandonados ciertos valores y virtudes en el pasado.
Otro rasgo de clasicismo de estilo está en el destacado protagonismo de las figuras femeninas. Independientemente de su clase social, la mujer ha sido quizás quién más claramente ha percibido y experimentado los cambios y las transformaciones sociales: en sus relaciones con los demás y en su inclusión normal en las estructuras e infraestructuras de La Realidad se han visto, en otras obras, unos estupendos resortes de cara a mostrar cómo eran las cosas o cómo iban a ser a partir de entonces. La voz narradora recurre a estos mismos resortes con idéntico objetivo. Si bien destaca en la cúspide de estos desarrollos a una Villy que reúne, en su historia personal, muchas de las tendencias y desgracias que simbolizan ese cambio en ciernes.
Finalmente, si de estilo clásico hablamos, y más en la literatura inglesa, no podemos olvidarnos de la mirada delicada y del tono irónico, de ese humorismo leve y gentil que sirve al tiempo para que la voz narradora presente y juzgue (al mismo tiempo) a personajes y sucesos. Así es como la persona lectora se introduce en el núcleo de la novela.
Los años ligeros (Siruela, 2017) es una novela introductoria pensada y escrita como tal, y eso se nota quizás más de lo que nos gustaría, con consecuencias en la lectura difícil de salvar. Además, posee unos rasgos de estilo tradicionales de la literatura británica, centrada en un tema principal inherentemente inglés, sobre espacios y retratos y perfiles sociológicos propios de esta sociedad. Haciendo así, no cabe esperar otra cosa que un posicionamiento polarizado respecto a si gusta o no esta forma de escribir y de concebir la literatura.
A las personas lectoras aficionadas a la literatura británica no podrá hacer otra cosa que apasionarles, como así ha sucedido en su país de origen. Si bien otras personas lectoras podrán sentirse algo decepcionadas por un arranque que tarda en llegar y por un ritmo que tarda en mostrar su verdadero pulso, si bien podrán consolarse con unos personajes a la altura de la ambición de esta historia. Todo depende de lo que piense cada quién.