En su título ya podemos encontrar muchas pistas sobre esta novela. Aunque no lo parezca. Y eso se debe a que el estilo de Natsume Soseki (Tokio, 1867–1916) se define por su sutileza, por sugerir más que por expresar, llevándonos a tener que leer entre líneas para averiguar muchos de los leitmotiv que mueven a sus personajes y, por tanto, justifican sus textos. Un estilo que hace partícipe al lector, llamándolo a tener un rol protagonista muy alejado, para nuestra fortuna, de la actual literatura hiperdescriptiva; donde todo se nos ofrece ya mascado y en bandeja. En cierto sentido, es como si nos propusiera un juego por el cual debamos encontrar las pistas, interpretarlas y encajarlas para poder comprender a fondo las numerosas sugerencias que nos ofrece.
La primera prueba está, como decíamos, en el título. El “equinoccio de la primavera” hace referencia al día de marzo en el cuál da comienzo esta estación, en este caso, la estación tradicionalmente asociada a la vitalidad, a la juventud. Además, este es un día en el que la noche y el día tienen la misma duración. Metafóricamente, el equinoccio implica el fin de una etapa y el comienzo de otra. Un momento excepcional en el año de nuestro calendario. De la misma forma, en la vida de un personaje, entendida entonces nuestra existencia como un ciclo de duración mayor, también estamos ante un instante transcendental: una juventud ya madurada y una adultez incipiente se dan la mano en un momento tan lleno de esperanza como de dudas.
Sin embargo, estamos ante una novela de un autor japonés que, aunque por su vida sí estuvo claramente influenciado por autores occidentales, tiene tanto en su objeto de análisis como en su público a una sociedad exclusivamente japonesa. No podemos esperar otra cosa. Por eso, las claves interpretativas aquí adquieren un sentido que, a nuestros ojos -culturalmente occidentales, amaestrados por siglos de cultura judeocristiana-, se muestran originales, incluso pueden llegar a ser inesperadas o extrañas. No en vano, aunque creamos que a través de sus productos exportables podemos llegar a conocer a una cultura bien, la sociedad japonesa tiene claves todavía difíciles de desentrañar. Lo que intensifica, todavía más, la capacidad del texto de Soseki para sorprendernos.
La sorpresa es notable porque el punto de inicio es familiar. Keitaro es un joven recién licenciado que inicia la búsqueda de su primer trabajo con más dudas que certezas. Se enfrenta al mundo sin mapas ni brújula, dejándose llevar por las emociones y las vidas ajenas de las personas con las que se encuentra durante su cotidianidad. Esto lo convierte en un pusilánime, en una pluma que se deja mecer por la fuerza del viento y sus corrientes. Un antihéroe capaz de abrirnos la puerta, o servirnos de anfitrión, a todos los distintos personajes que nutren y atraviesan la novela. Y es justo aquí, en los personajes y sus relaciones, dónde comienzan las sorpresas.
La primera es la del enfoque general de la narración. Soseki publicó está novela en breves piezas que fueron apareciendo en la prensa. Como todo buen escritor que se precie, él también deseó mantener la atención de sus lectores, y lo consiguió con breves conexiones entre pieza y pieza, que nosotros percibimos como una suave transición sin apenas sobresaltos, lo que garantiza la unidad del texto. Entre esas piezas se distinguen pequeñas historias, también fluidamente conectadas a través de Keitaro, donde se tratan algunos de los grandes temas (y preocupaciones) de las sociedades de aquellas latitudes: las relaciones familiares -con especial importancia de la figura del padre y de la paternidad-, la tristeza existencial ante una vida entendida como frágil, la búsqueda de sentido a un momento vital en que nada parece tenerlo, etc.
Tokio a comienzos del siglo XX
No parece casual que la base para el análisis de estos temas sean distintos personajes, entendidos como representativos y ligado entre sí por lazos familiares, de la sociedad tokiota. La misma que Natsume Soseki conocía tan bien, por nacimiento, y que fue fundamental en la construcción de su particularísimo carácter e historia personal. Un Tokio de comienzos del siglo XX que es muy distinto, por cierto, a la imagen que hoy un gran número de personas tienen de la ciudad: los tranvías circulan a paso lento, las relaciones interpersonales se establecen sin prisas, el tiempo pasa despacio, y la vida se toma con una notable tranquilidad.
Tal es así, que pensamos en los personajes de «Más allá del equinoccio de primavera» (Impedimenta, 2019), reunidos y sumados, como un personaje colectivo dividido en sus distintas partes. La sociedad tokiota se dibuja a través de hombres y mujeres peculiares, individuales, pero al mismo tiempo portadores de una actitud vital común; la de una sorprendente pasividad ante lo que les pasa y lo que les espera. Un laissez faire laissez passer que los lleva a veces a desesperarse, a veces a discutir, a veces a resignarse. Y que nos regala situaciones que, aunque con ojos occidentales pueden rozar lo surrealista (como el seguimiento que Keitaro hace a un hombre, cuando éste se baja del tranvía y se encuentra con una mujer), tiene en el contexto que nos pinta Soseki un preciso y comprensible sentido.
Aunque no es, in stricto sensu, una novela de ideas, Soseki sí nos regala una visión personal sobre el tiempo y la sociedad que le tocó vivir, a través de un personaje anticlimático, sin carisma ni energía vital alguna, que no es sino un primus inter pares de todos los personajes que la mano autoral utiliza para ajustar cuentas literarias con su contemporaneidad. De esta forma, sin caer en el costumbrismo o el realismo, el lector español puede disfrutar en «Más allá del equinoccio de primavera» (Impedimenta, 2019) de un Soseki mayúsculo.