Que en el mundo del arte hay mucha tomadura de pelo no es decir algo nuevo. La mercantilización del arte, algo que sucede desde hace siglos, suele ir de la mano de un cierto esnobismo inherente a la búsqueda de un «gusto» y en muchas ocasiones viene acompañada de una chequera o de una cartera bien abultada de billetes. Y en ocasiones, no siempre, el arte tiene más que ver con la valoración (la tasación) y la interpretación (lo que queramos ver en ello, a menudo) que con sus propios valores intrínsecos. Por supuesto, este tipo de comentarios –no trato de dármelas de «entendido» – se producen, o suelen producirse, cuando se trata de arte «moderno», contemporáneo, de vanguardias o de más allá de estas; no suele haber críticas de este tipo sobre el arte renacentista o del Barroco: eso nos «parece» y «es» arte y no lo que suele verse en actualidad, se aduce. Ya los pintores impresionistas, que decidieron apartarse de lo que postulaba la crítica oficial en la década de 1870 en Francia, fueron vistos como bichos raros y su obra desdeñada. «Eso» lo hace mi niño de seis años, puede oírse al valorar una obra de Jackson Pollock o de Joan Miró. La sátira alrededor del arte contemporáneo, por otro lado, se ha convertido en un cliché; sátira que, apuntada con la consabida dosis de mala leche, sarcasmo y lucidez, es prácticamente una obligación cuando se trata de desmontar chiringuitos varios y despertar conciencias aletargadas por el discurso más o menos «oficial». Cuando la sátira, sin embargo, se «acomoda», se queda en la superficie o dispara con pólvora mojada, el resultado suele ser o bien insatisfactorio o bien, y eso es peor, indiferente.
A «Mi obra maestra» le sucede bastante de eso. Dirigido por Gastón Duprat y escrito por su hermano Andrés Duprat, ambos partícipes de esa estimabilísima película que es «El ciudadano ilustre» (2016, codirigida con Mariano Cohn), este filme incide en los vericuetos del mundo del arte contemporáneo y se sostiene sobre dos patas: la del artista y la del vendedor. Por un lado, tenemos a Renzo Nervi (Luis Brandoni), artista plástico que tuvo su momento de gloria en los años ochenta y hoy en día sobrevive a trancas y barrancas, pintando obras que no interesan a prácticamente nadie, derrochando socarronería y desvergüenza; por otro, a Arturo (Guillermo Francella), un galerista con labia y pocos escrúpulos, dispuesto a echarle una mano a Renzo y a aprovecharse de su obra. Ambos son viejos amigos y se conocen bien, en las duras y en las maduras. Cuando Renzo sufre un accidente, sólo Arturo lo ayudará y ambos se «ayudarán» con un proyecto que va más allá de lo «aceptable».
La película de Duprat se sostiene sobre todo por el carisma de sus dos intérpretes principales, que con labia y saber hacer deleitan con sus diálogos y argot argentino a los espectadores que se acerquen a una sala de cine. El tono de comedia ayuda que la película funcione en gran medida, pero sin que se logre tapar la evidencia de que se nos está contando una anécdota alargada y previsible. Pues ese es el principal hándicap del filme: que lo que narra no da para un largometraje, sobre todo si lo que estás viendo se ve venir de lejos. Menos aún si la intención de hacer sátira de la mercantilización del arte, de esos nuevos ricos que compran arte para dárselas de entendido, ya seas un empresario o un jeque árabe, fardar y abundar en lo esnob. Porque, si vas a ponerte en esas tesituras, qué menos que hacerlo con algo más de ambición, algo de lo que esta película carece, y de profundidad.
Incluso lo gracioso se acaba quedando en la superficie, ya sea la manera que tiene Renzo de torear a Álex (Raúl Arévalo), el «discípulo» gafapastil (con trenzas) que acude a su taller para aprender del «maestro», o en la imagen de la marchante Dudú (Andrea Friegrio), que valora la obra de Renzo por la cantidad y la «revalorización» del artista muerto (más que el vivo, claro). Y la mar de previsible: el espectador ya intuye por dónde irá la trama del empresario que busca un artista y del galerista que se lo «vende»: antes de que se descubra el cuadro encargado uno ya «sabe» lo que aparecerá en él.
Los hermanos Duprat se toman su tiempo para presentar a los personajes, y con el humor que derrochan ambos protagonistas, la cosa no se hace nada pesada (sólo faltaría en una comedia). Pero cuando se trata de hacer evolucionar la historia, ponen el turbo y lo que se supone que es el meollo de todo el entramado se queda en eso, una anécdota alargada y construida casi con desgana (la secuencia del veneno llega a ser risible por lo poco trabajada que es). El resultado es una comedia liviana, mucho menos punzante de lo que podría haber sido con algo más de ambición en su escritura y apenas un disparo con pólvora mojada, como dejábamos entrever al inicio de esta crítica. Porque si vas a hacer sátira de algo, y el arte contemporáneo da para mucho, qué menos que esforzarte un poco en ello; no parece que sea el caso: en ese aspecto el filme te deja (muy) indiferente. Eso sí, al menos con los dimes y diretes de Francella y Brandoni se puede pasar un rato entretenido… sin más.