Alguien capaz de escribir una novela tan trepidante como ésta debería haber desarrollado una carrera posterior de más renombre.
La respuesta estaba en la biografía del autor, tan azarosa como una novela de final trágico.
Christopher St. John Sprigg fue un reportero, escritor y teórico político británico. De ideología marxista, se afilió al Partido Comunista de Gran Bretaña en 1934 y se alistó en 1936 en el Batallón Británico de las Brigadas Internacionales para combatir en la Guerra Civil Española. Aquí murió en combate, al gatillo de una ametralladora, durante el primer día de la Batalla del Jarama. Aún no había cumplido los treinta años.
Además de su obra más intelectual, principalmente poética y crítica (que solo llegó a ser publicada, en su mayoría, con carácter póstumo), St. John Sprigg fue también el autor de siete novelas de misterio, publicadas entre 1933 y 1937. Al frente, junto a su hermano, de una editorial especializada en la entonces incipiente ciencia aeronáutica, llegó a escribir también libros sobre aviación.
Precisamente es esta obra, aparecida en 1934 y cuarta de sus novelas policiacas, la elegida por St. John Sprigg para mostrar el mundo de la aeronáutica que tan bien conocía. Abandonamos así otras ambientaciones más tradicionales de la novela detectivesca de la época dorada de entreguerras, como mansiones rurales, campus universitarios o clubes de caballeros para vernos sumergidos en la vorágine de los campos de aviación recreativa, a la vanguardia de la modernidad en aquellos años treinta.
Modernos son también los personajes. Mujeres fuertes que pilotan aviones y dirigen clubes. Pilotos sin fronteras geográficas o empresariales. Policías que ven el mundo que llega y se enfrentan a él. Turbios personajes llegados del otro lado del Atlántico. Incluso obispos decididos a aprender a pilotar para llegar a las más remotas parroquias de su diócesis australiana.
Todo comienza cuando George Furnace, antiguo piloto de las fuerzas aéreas británicas durante la Primera Guerra Mundial reconvertido en instructor de vuelo del Aero Club Baston, muere en un accidente inexplicable, a la vista de los miembros del club. Nada se puede hacer por el infortunado piloto y el doctor Bastable certifica su muerte a causa de las heridas sufridas en el impacto contra el suelo de la campiña inglesa.
Pero Edwin Marriott, obispo de la extensa diócesis australiana de Cootamundra, quien se encuentra en el aeroclub para aprender a volar y poder llegar así a las parroquias más remotas de su diócesis, encuentra algo incongruente en el cadáver de Furnace. Familiarizado con la muerte por el ejercicio de su ministerio, alerta de que quizá las conclusiones del doctor Bastable no sean definitivas.
Comienza así la investigación de un caso enrevesado en el que no está claro si efectivamente se ha tratado de un accidente o, por el contrario, se trató de un suicido o hasta de un asesinato en pleno vuelo, casi imposible de explicar. Y, de haber sido una muerte violenta, las posibles causas no están tampoco claras… ¿quizá relacionadas con un enredo amoroso? ¿o con los vuelos a través del Canal que realiza la exitosa compañía del señor Gaulett?
Mención destacada merecen los encargados de desentrañar el misterio. Son una pareja de policías (pese a lo que sugieren algunas sinopsis del libro, el atractivo personaje del obispo Marriott no juega el papel clásico de detective, sino que desempeña una función auxiliar y solo tiene un protagonismo intermitente en la trama) muy diferentes. Diferentes en edad, en formación, en extracción social… pero complementarios.
El inspector Creighton, de la policía de Baston, el lugar donde se ubica el aeroclub, es un hombre ya de cierta edad y hecho profesionalmente a sí mismo. Por el contrario, el joven inspector Bray de Scotland Yard pertenece a otra generación, ha recibido una formación más esmerada y se desenvuelve bien entre las clases sociales más altas. Pero ambos colaboran lealmente y se respetan, sin que se produzcan esas fricciones que tanto juego han dado tradicionalmente en los relatos de parejas de policías.
Ha sido sin duda un acierto de Siruela incluir esta novela en su colección de Clásicos Policiacos, recuperando a un autor quizá poco conocido hoy en día, pero de cuya obra la gran Dorothy L. Sayers dijo:
«Una trama ingeniosa y apasionante, repleta de agudos rompecabezas y geniales hallazgos, y resuelta con un variopinto elenco de entretenidos personajes».
Impecable la traducción del inglés de Raquel G. Rojas e inmejorable elección de la ilustración de cubierta, a cargo de Gloria Gauger.
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