¿Hasta qué punto conocemos a las personas con quienes tratamos a diario, a aquellas con las que coincidimos de vez en cuando o incluso, a quienes llamamos «amigos»? ¿Qué parte de lo que dejan entrever al mundo es máscara y qué responde al reflejo de su auténtico ser? ¿Tenemos auténtico interés por penetrar más allá de las apariencias?
Con el frenético ritmo de vida que las sociedades contemporáneas nos imponen, las exigencias derivadas de él y la soledad real que sufrimos, hay personas que no logran procesar los reveses sociales, sobre todo si son continuos y no consiguen ayuda de su entorno inmediato. Pudiera parecer que estamos rodeados de gente, acompañados en todo momento, pero cada uno de nosotros pasa al lado de los demás ocupado en sus propios quehareceres, encerrado en una burbuja con poco contacto auténtico con el exterior, más allá de saludos, despedidas y frases hechas.
Si bien la incidencia de patologías mentales está haciendo estragos entre la población adulta debido a la precarización social, esta alienación resulta especialmente peligrosa entre los adolescentes, expuestos no sólo a la falta de perspectivas futuras, sino a su propio proceso de maduración interior, sino a influencias constantes de otras personas y de sus circunstancias personales. Los jóvenes, precisamente por no tener todavía definida su personalidad y carecer de experiencia en ciertos temas, tienen menos herramientas a su alcance para superar las crisis de identidad y los problemas derivados de un ambiente hostil, que pueden encontrar en su casa, en el colegio o en sus relaciones sociales.
Precisamente ese es el caso de Hannah Baker (Katherine Langford), una estudiante de diecisiete años que se suicida sin razón aparente y sume en el estupor y la incredulidad a toda la comunidad. Nadie parece comprender las razones que llevaron a una prometedora joven a quitarse la vida, más allá de las habituales burlas que sufren otros chicos de su edad, y acosos sexistas demasiado habituales entre las chicas. Estas situaciones son tan comunes y forman parte del paisaje del instituto de forma tan clara, que sus compañeros -y menos aún sus padres u otros adultos- no logran imaginar cómo pudo quitarse la vida.
Pese a que esta muerte afecta a todos aquellos que conocían a Hannah, la mayoría intenta olvidar el episodio a su manera. El colegio ofrece apoyo psicológico, pero sus compañeros prefieren no hablar del tema, e incluso hay quien tacha a Hannah de «demasiado sensible«, y hasta de «puta dramática«. Sin embargo, este suicidio afectará sobre todo a Clay Jensen (Dylan Minnette), quien tenía una conexión especial con la fallecida, y se pregunta continuamente por sus motivos.
Un día, Clay recibe un paquete por correo, y al abrirlo no sale de su asombro. Se trata de una caja de zapatos que contiene siete cintas de cassette grabadas por las dos caras, en las que Hannah promete desmenuzar las trece razones por las que se suicidó, cada una protagonizada por una persona que contribuyó a crear la atmósfera necesaria para provocar la muerte de esta estudiante. En las cintas, la chica advierte que, si el destinatario de la caja no lee las cintas y las pasa a otra persona, un segundo juego de cintas será revelado públicamente, y todo el asunto se destapará, algo que no le interesa a ninguno de los protagonistas.
En los 13 capítulos de la primera temporada de «Por trece razones» (Netflix), Hannah transmitirá a través de las cintas no sólo sus esperanzas, sueños y rica vida interior, sino también sus miedos y su desgarrador dolor, y cómo un cúmulo de pequeñas y transcendentales acciones de otros, la condujo a la desesperación más absoluta.
He de admitir que comencé esta serie con bastante miedo al tratamiento que pudiera hacer Netflix del suicidio. Este es un tema tabú en nuestra sociedad y raras veces se muestra en toda su crudeza en el cine o la televisión. Algunas personas parecen creer que mostrar las razones por las que alguien pueda pensar en el suicidio como vía de escape sólo lleva a que otras tomen su mismo camino, mientras que otros creemos que resulta necesario mostrarlo claramente para prevenir la desesperación más absoluta, o al menos para que estas personas puedan comprender que hay otros caminos para exorcizar el dolor extremo.
No es algo fácil de mostrar, y suele optarse por caminos repletos de moralina, de frases vacías que pretenden ayudar cuando en realidad relativizan el dolor que algunas personas sienten dentro como clavos al rojo abriéndose paso a través de su carne. Nadie decide terminar con su vida si no ha experimentado de forma aplastante y constante un dolor intenso que no parece que vaya a remitir jamás, y para ayudar a estas personas se requiere algo más que una guía de comportamiento o la ayuda de profesionales en terapia mental. Hace falta incidir en sus vidas, cambiar las circunstancias que les han llevado a tomar una decisión irrevocable.
«Por trece razones» se desmarca rápidamente de esta tendencia, con una narración sincera y descarnada, en la que cabe tanto la felicidad como lo terrible, extremos que se tocan con facilidad en la adolescencia, tan repleta de hormonas y de situaciones difíciles de asumir. Hannah tenía razones para vivir y razones para morir, y llegó a un punto en el que, sin ayuda, un cúmulo de hechos la dejó sin alternativa, o eso creyó. Nadie fue capaz de ayudarla, no pudo confiarse a nadie, todos estaban inmersos en sus propios problemas, la mayoría ajeno al infierno por el que Hannah atravesaba. Y otros ejercieron como espectadores… o directamente influyeron de forma decisiva en su muerte.
Hannah no tiene piedad en esas cintas. Al fin y al cabo, a ella, por inacción o por agresión directa, ellos la mataron. Ellos la dejaron sin alternativa. Y la mayoría no se arrepiente.
La puesta en escena visual y la narrativa de «Por trece razones» juega en todo momento con la ambivalencia de las emociones de Hannah, con la luz, las sombras y los tonos pastel. El espectador puede empatizar fácilmente con su sufrimiento, pero también con la esperanza que llega a albergar en su recuperación, en la superación de todo el mal que ha recibido. Estamos ante una montaña rusa emocional con final trágico, pero en cada uno de los requiebros del viaje nos daremos cuenta de que alguien tuvo la oportunidad de cambiar el final, y no pudo o no quiso.
Evito contar demasiado en esta reseña, así que no relataré el infierno por el que Hannah pasó; recomiendo ver esta serie de Netflix sin saber más, para que el efecto de la narración de la joven Baker sea completo. Quizá, y sólo quizá, estemos más atentos a quienes sufren tras verla. Es posible que así evitemos más de un descenso a los infiernos, que estemos más atentos e incluso pueda ayudarnos a nosotros mismos.
El elenco de actores resulta en general muy creíble, pero hay que destacar especialmente el trabajo de tres protagonistas, Katherine Langford, Dylan Minnette y Alisha Boe (quien da vida a Jessica Davies) que dominan todos los registros interpretativos a la perfección. Todos ellos consiguen que la narrativa pivote siempre en el fondo del tema y no tanto en sus protagonistas y que el mensaje no se pierda, y dotan a sus personajes de una verosimilitud fuera de lo común, más tratándose de actores tan jóvenes.
Tanto la fotografía, como la ambientación y la banda sonora son capaces de transmitir una amplia gama de sensaciones, acordes con los sentimientos que Hannah y los demás albergan a cada momento.
Estamos ante una serie necesaria y completa, que engancha de principio a fin, y que no se queda en un simple entretenimiento. Muy recomendable, tanto para adultos -tengan hijos o no- como para adolescentes, no sólo la serie de Netflix, sino también la novela de Jay Asher del mismo título, publicada por Nube de Tinta.
La serie tendrá segunda temporada, ya confirmada por la cadena estadounidense, que se estrenará el año que viene, en 2018.