Hoy día resulta casi extraño referirlo, pero hubo un tiempo en que los seres humanos se reunían en un mismo espacio –aunque fuera al aire libre- de forma habitual, para contar historias y sorprenderse los unos a los otros con mundos de maravilla y sucesos que bien pudieron tener lugar o pertenecieron únicamente al reino de la imaginación de su transmisor. Pareciera que hoy no tenemos necesidad de romper el tedio de la rutina con extrañas historias al calor de una hoguera o de una cena: la realidad ya contiene demasiada información como para necesitar cuentos que amansen las fieras nocturnas y nos aparten de lo cotidiano.
Sin embargo, como digo, hasta hace relativamente poco, sin medios de masas que saturasen de información más o menos útil, la gente compartía historias, como hacían lo propio con la comida o la bebida. La transmisión cultural, a falta de una alfabetización global, pertenecía al ámbito de lo oral, y estos cuentos a los que nos referimos eran compartidos por narradores que, en ocasiones, añadían pequeños cambios de su cosecha, pero lograban sumergir a los oyentes en un mundo a veces extraño y maravilloso, y en ocasiones aterrador.
En la mejor tradición de Chaucer y sus “Cuentos de Canterbury” -a su vez deudor de Boccaccio y su “El Decamerón”, Neil Gaiman, en este octavo volumen de “Sandman”, nos presenta un homenaje a esta tradición oral del cuentacuentos, en este caso personalizado por un grupo de viajeros, que con distintos destinos, se ven atrapados en una extraña posada; un edificio de dos plantas con buhardilla, rincones oscuros y secretos que, situado al borde de un acantilado, parece estar extrañamente suspendido en la realidad, sostenido por una franja de tierra que a duras penas evita que se sumerja en el caos de las espumosas olas de un oscuro y violento temporal.
Su propio nombre, “El fin de los mundos”, y la atmósfera que en ella se respira, induce en estos viajeros perdidos un estado de ánimo peculiar, como de tránsito, y les pone sobre aviso de una amenaza exterior latente pero desconocida, que no pueden situar, ni ver ni tocar, pero sí percibir de alguna manera. Sin la más remota idea de cuánto durará el temporal que les ha llevado a refugiarse en esta peculiar posada, matan el tiempo contando historias, a cual más extraña, hasta que amaine y puedan seguir camino.
Estamos ante uno de mis volúmenes favoritos de la serie guionizada por Neil Gaiman, que aquí se nos presenta más libre que nunca, más desatado, sin la servidumbre de un arco argumental definido, o siquiera de disponer de un principio o un final. Aunque, como verán los lectores, nada es casual con el genio de Portchester, e incluso este aparente verso libre de Sandman tiene relación directa con el todo, un motivo por el cual fue escrito en este contexto en particular.
En esta ocasión rompo con la tradición autoimpuesta de este humilde reseñador de la serie Sandman, y no me dedicaré a mencionar específicamente cada una de las historias, y quizá desgranar las muchas referencias que esconden, ya que por su brevedad y la habilidad de condensación de Gaiman, siento que las desmerecería y quizá estropearía, si por casualidad algún lector, que no haya tenido la suerte de disfrutar del volumen, se encuentra antes la reseña que el original. Este es un tomo a disfrutar sin conocer más que su marco general, y quizá ni eso.
La realidad es frágil, tanto que en ocasiones se rasga, y deja pasar por la tosca abertura planos que parecen oníricos, voces que semejan protagonistas de sueños imposibles, tierras que podrían desaparecer en cualquier momento, dejándonos con la boca abierta y preguntándonos si lo que hemos visto alguna vez sucedió. La realidad es frágil, y aunque a veces querríamos huir de ella, en cuanto se desvanece buscamos de nuevo el camino de vuelta, con el temor constante a que nosotros mismos nos convirtamos en voces apenas percibidas, en sueños en busca de sustancia. Los protagonistas de este tomo refieren su vida ante extraños, pero se preguntan continuamente cuándo podrán salir de la posada y seguir camino, espantados ante la posibilidad de que sean meros personajes de ficción de sus propias historias.
Quizá, cuando la tormenta arrecia en nuestras vidas, buscamos el calor de los otros, la confianza de sus historias, la complicidad de la existencia terrenal, conscientes de que, si la compartimos, estaremos seguros de existir, y no seremos nosotros mismos cuentos, rumores… invenciones. Quizá eso mismo sintió Sueño.
Este es sin duda uno de los volúmenes en los que se consigue una mayor calidad en el plano gráfico, con la presencia de conocidos dibujantes y entintadores, como Bryan Talbot, John Watkiss, Michael Allred, Mark Buckingham, Daniel Vozzo, Michael Zulli, Shea Anton Pensa, Alec Stevens, Gary Amaro, Dave McKean… Los detalles están más definidos de lo habitual, pero la atmósfera general del dibujo es sin duda la más beneficiada de esta constelación de artistas, que logra de forma solvente, con sus imágenes, describir los géneros que propone Gaiman y los estados de ánimo de los protagonistas.
Podéis también leer la reseña sobre «Sandman 7: Vidas Breves«, y sobre la siguiente, «Sandman 9: las Benévolas«.