Una mujer conduce por una carretera (muy) secundaria de camino a casa, a las afueras del pueblo en el que vive. Tres vallas de anuncios permanecen vacías y como si no se hubiera puesto ninguno en décadas (¿quién pasa por allí para verlos a menos que se haya perdido o sea idiota?, se comenta un par de veces). La mujer tiene una idea, contratar las tres vallas para insertar unos anuncios durante un año, y la pone en práctica. La sorpresa vendrá cuando los anuncios sean tres interpelaciones directas a un caso criminal no resuelto aún y al sheriff local encargado de la investigación: “Violada y asesinada”. “Y todavía sin detenciones”. “¿A qué espera, jefe Willoughby?”.
La mujer que ha puesto los anuncios es Mildred (Frances McDormand), madre de la chica violada y asesinada (quemada viva), y el caso sigue abierto siete meses después sin que haya visos de que se pueda resolver (apenas hay un rastro de ADN que dé pistas de las que tirar). Una “madre coraje” se ha cansado de esperar respuestas (y justicia) y dirigirá sus dardos tanto contra el jefe de policía de Ebbing (Missouri), Bill Willoughby (Woody Harrelson), como respecto a la inoperancia de su cuerpo de agentes, entre los que destaca el violento y lenguaraz Jason Dixon (Sam Rockwell).
La película es «Tres anuncios en las afueras» –traducción parcial de «Three Billboards Outside Ebbing, Missouri»–, escrita y dirigida por Martin McDonagh y se ha convertido (y va a serlo también por nuestros lares) en el fenómeno en la carrera hacia los Óscars que nos acompañará en los próximos dos meses. Y quien esto escribe lo secunda: es una película magistral (y eso utilizo con cuentagotas este adjetivo, pues detesto la banalización que surge de la proliferación de “obras maestras” aparecidas cada dos por tres); de lo mejor que he visto y con la que mejor me lo he pasado en bastante tiempo.
Se podrá decir que es fácil pontificar tras el triunfo del filme en la reciente entrega de los premios Globos de Oro que otorga la asociación de la prensa extranjera en Hollywood: mejor película dramática, mejor guion (se le escapó el de mejor director a McDonagh y que fue a parar a Guillermo del Toro por «La forma del agua»), mejor actriz protagonista en película dramática (para McDormand) y un merecidísimo, incontestable, galardón como mejor actor de reparto para Sam Rockwell. Pero los premios son los premios y no es algo que determinen mis críticas de cine (si acaso, son un añadido), pues suelo valorar otros aspectos (tampoco el taquillaje me dice gran cosa).
Retrato de esos Estados Unidos del interior, que suelen votar a los republicanos y donde Donald Trump no da la campanada porque sí; de esa “América profunda” con cowboys que conducen tractores y armas que todo hijo de vecino amontona en sus casas; de personas adustas pero expeditivas y de policías a menudo fregando por no decir que yendo más allá de la raya que define el racismo institucionalizado; de camisas de franela a cuadros y cerveza a cascoporro, de casas unifamiliares a en las que el dueño es el rey y se dispara antes que se pregunta, y de trabajadores cansados de que sus empleos ni estén bien pagados ni asegurados ante lo que consideran como avalanchas de inmigrantes ilegales. Tres anuncios en las afueras es una película que se podría decir de tesis. Y esa tesis funciona porque es real, o al menos la asumimos como tal, y es tan efectiva como la velocidad con la que las palabras malsonantes salen de la boca de los personajes.
Martin McDonagh, dramaturgo y realizador anglo-irlandés, se estrenó en la pantalla grande con la espléndida «Escondidos en Brujas» (2008), cinta sobre dos sicarios (magnífico Colin Farrell y como siempre un eficacísimo Brendan Gleeson) “encerrados” en la ciudad belga mientras esperan instrucciones de un jefe mafioso la mar de imprevisible (Ralph Fiennes); una película que ya mostraba la capacidad de McDonagh para perfilar personajes, situaciones y diálogos. «Siete psicópatas» (2012), de nuevo con Farrell, a los que se añadieron Rockwell, Harrelson y Christopher Walken, entre otros, seguía con esa tendencia de poner a los personajes ante desafíos impredecibles, y cimentó el buen hacer de McDonagh. «Tres anuncios en las afueras» es la constatación de que estamos ante un guionista (sobre todo) y un director que tiene claro lo que quiere hacer y logra seducir al público con películas cada vez mejores.
Si por algo funciona esta tercera película suya es, entre otras cosas, por la capacidad de encadenar diálogos, trufados de todo tipo de expresiones malsonantes, en unos personajes que tienen la convicción en su ADN y que como tal nos la trasladan a los espectadores. Negros no, negrísimos son esos diálogos que sueltan McDormand y Rockwell, con tanta mala baba y con efectos tan destructivos en quienes los reciben como son descacharrantes las carcajadas desde el patio de butacas. La sucesión de zascas que Mildred es capaz de proferir, ya sea hacia un sacerdote, un dentista, el sheriff local, su ayudante o cualquiera que se acerque a acosarla, sin olvidarnos de su ex marido maltratador y ahora liado con una jovencita (John Hawkes), es de las que merecen estar en una antología. Pero lo mejor no es qué dice, sino cómo lo hace alguien con la gravitas de una Frances McDormand más que convincente en un papel que recuerda muchísimo a su papel protagonista en «Olive Kitteridge» (HBO, 2014), pero que, a diferencia de entonces, es capaz de mostrar muchas más aristas, de sonreír incluso con sarcasmo o un sabor agridulce en la boca, de desmoronarse y volver a levantarse para seguir con su empeño: conseguir la justicia que hasta ahora se le ha negado.
Personajes bien perfilados, un ambiente del interior de los Estados Unidos bien captado, un ritmo y desarrollo ágiles (quizá sea algo discutible el epílogo, por redundante, aunque también nos deja una frase para el recuerdo: “lo decidiremos por el camino”), muchas carcajadas… y también mucha amargura, de esa que nunca desaparece aunque la escondas bajo la alfombra; la facilidad con la que la sonrisa se hiela en los labios es otro de los puntos fuertes de un filme que dibuja bien esa sensación de desamparo e injusticia, de soledad ante el maltrato que se esconde en el interior de las casas y de rechazo casi a flor de piel respecto el otro, de miradas por encima del hombro y desde detrás de los visillos de las ventanas. Y una acertada gama de grises en la paleta de colores: no hay blancos ni negros (a menos que sea desde un punto de vista racial, claro), ni buenos ni malos, ni héroes ni villanos en esta cinta; todos los personajes tienen sus motivaciones y sus explicaciones en cómo son y por qué son así. Y eso es lo más interesante: la capacidad del guionista/dramaturgo (hay mucho de concepción teatral en estos personajes) para construir roles muy creíbles y al mismo tiempo muy naturales, como la vida misma.
En conclusión, una recomendabilísima película para iniciar con amargas risas el nuevo año. Quizá sea el signo de los tiempos que corren…