Algunos de los títulos que integran esta nueva Biblioteca de Clásicos Policiacos, englobada dentro de la colección Libros del Tiempo, permanecían inéditos en español. Otros sí llegaron a ser publicados hace décadas, pero esas viejas ediciones ya solo estaban disponibles en librerías de viejo. Y con traducciones que, leídas hoy, acusan el paso del tiempo.
Siruela ha tenido el acierto de entender que éste es un género que encuentra buena acogida entre un nutrido grupo de lectores, aquellos que disfrutan de una literatura de evasión no por ello exenta de calidad. Misterio en ambientes de civilizada sofisticación. Y, en el centro de la trama, la figura de un detective.
También ha sabido ver que el libro como objeto físico constituye una parte importante de la experiencia de lectura. Así, a las nuevas traducciones se suma una exquisita edición en tapa dura, con unas elegantes ilustraciones de época, siempre sobre un fondo reveladoramente negro.
El primer título que inaugura esta nueva Biblioteca de Clásicos Policiacos es “Un hombre muerto”, de la escritora neozelandesa Ngaio Marsh.
Menos conocida para el lector español que la popularísima Agatha Christie, la sensacional Dorothy L. Sayers o la perspicaz Margery Allingham, Ngaio Marsh fue, sin embargo, una de las grandes damas de la novela de misterio. Obtuvo importantes reconocimientos en sus cincuenta años de profesión. Entre otros, fue nombrada Grand Master por la Mystery Writers of America y Dame Commander de la Orden del Imperio Británico.
“Un hombre muerto”, publicada en 1934, es precisamente su primera novela. Quizá por ello adolece de un marcado tono teatral, probablemente consecuencia de la experiencia previa de la autora en el mundo del teatro como actriz, directora y escritora.
La parquedad de las descripciones, la importancia de la escenografía, lo directo de los diálogos… hacen que el lector tenga en muchos momentos la impresión de estar leyendo la novelización de una obra teatral.
Un variopinto grupo de personas llega a una casa de campo situada en la campiña inglesa donde su propietario, Sir Hubert Handesley, les ha invitado a pasar un divertido fin de semana. La mayoría son habituales de las fiestas organizadas por el rico y generoso anfitrión. No así el joven Nigel Rankin, quien acude por primera vez en compañía de su primo, él sí un asiduo visitante.
Cuando el anfitrión propone a los invitados jugar a una variante del juego del asesino en la que uno de ellos adoptará el rol de criminal y elegirá en secreto a una víctima figurada, todos aceptan con entusiasmo. La tragedia llega cuando descubren que la víctima ha sido asesinada realmente. Para investigar el crimen llega de Londres el inspector Roderick Alleyn, del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.
Una antigua daga rusa, la relación amorosa de la víctima con dos de las invitadas (una de ellas, casada con otro invitado), la perspectiva de recibir una herencia… todos son motivos que podrían haber movido al criminal o criminales. Y todos los ocupantes de la casa son, en mayor o menor medida, sospechosos: por celos, avaricia, despecho, superstición, venganza…
Es por ello que la localización de los personajes en la casa en el momento preciso del crimen resulte de capital importancia para la resolución del caso. Eso hace que casi toda la trama de la novela se desarrolle entre sus paredes, lo que resulta determinante para esa sensación teatral que impregna toda la obra.
Afortunadamente para el lector, el inspector Alleyn ha de hacer una escapada a Londres, en compañía de los dos habitantes más jóvenes de la casa, en pos de una pista relacionada con la antigua daga rusa y con una sociedad secreta de exilados de aquella nación.
El ritmo y la acción de esa parte de la novela, casi una aventura folletinesca, contrastan vivamente con la atmósfera de crimen de habitación cerrada del resto de la narración. Y lo hace para bien.
La escapada también sirve para poner de manifiesto algunos rasgos del carácter y revelar algunos detalles de la vida del aristocrático inspector Alleyn. Un personaje que quizá se muestra un tanto contradictorio y no demasiado definido. Al fin y al cabo, ésta es solo su primera aparición en la larga serie de historias de las que será protagonista.
Para concluir, aunque sin desvelar el desenlace de esta entretenida pero no muy pulida novela (la primera de la autora y de una larga serie de treinta y dos protagonizada por Alleyn, no lo olvidemos), sí diré que la forma en que fue cometido el crimen es una de las más peculiares que he leído nunca.
Destacar, por último, la impecable labor del traductor, Alejandro Palomas, y el diseño gráfico de Gloria Gauger (aunque la bella ilustración de la cubierta, una obra de René Vicent para una revista automovilística de 1922, quizá no esté plenamente en sintonía con la época y el entorno eminentemente rural de la historia).
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