Sin embargo, esas distancias temporal y geográfica no bastan para alejar a esta obra de los cánones más clásicos de la novela policiaca. No es éste el Nueva York del ‘hardboliled’ y las revistas pulp. Éste es el Nueva York patricio de los barrios acomodados, el dinero antiguo, las casas señoriales y las mansiones en el campo. El de sofisticadas familias de la buena sociedad que, no obstante, también guardan secretos y se mueven por intereses económicos.
No en vano dijo Agatha Christie que Elizabeth Daly era su escritora norteamericana favorita.
Henry Gamadge es un detective singular, que nunca ha cobrado por resolver un caso. Escritor y bibliófilo, vive en un elegante piso de Manhattan en compañía de su esposa Clara.
Corren tiempos difíciles, con el país sumido en la Segunda Guerra Mundial, y su ayudante, Harold, sargento de Marines, está pasando unos días de permiso en la ciudad con su novia Arline, también colaboradora ocasional de Gamadge.
Cuando el cartero le hace llegar a Gamadge unas bolitas de papel que, dirigidas a su nombre de manera muy sutil, alguien arroja en la mansión de los Fenway durante su reparto de la mañana, el detective deduce que el remitente debe tratarse de alguien retenido allí que no dispone de otro medio para comunicarse con el exterior y que puede necesitar su ayuda.
Con ayuda de una familiar de su esposa y la excusa de la común afición a los libros, Gamadge visita al señor señor Blake Fenway, el cabeza de familia. Éste está trayendo sus libros desde Fenbrook, su otro domicilio, una mansión situada en las afueras de Nueva York, propiedad de la familia desde hace generaciones.
Precisamente un apreciado grabado de la mansión Fenbrook original ha desaparecido de un libro de su biblioteca y Gamadge se ofrece a ayudarle a encontrarlo. De esa manera pretende tener un motivo para poder acceder a la casa y averiguar quién, de entre los varios miembros de la familia y acompañantes que la guerra ha reunido bajo su techo, es la persona que le envió esos extraños mensajes.
La trama está minuciosamente elaborada y el ritmo inteligentemente medido. Los personajes resultan creíbles y originales (una persona con discapacidad física y otra con discapacidad intelectual entre ellos).
La intriga se mantiene hasta el final, haciendo que el lector esté dispuesto a restar horas al sueño con tal de conocer un desenlace que resulta estar a la altura de las expectativas.
Y, a aquellos que creen que todo está ya inventado en la ficción detectivesca, el hecho de que el investigador desconozca hasta el final quién es su cliente les resultará llamativo.
Un aspecto interesante de esta novela es que fue escrita en 1944 y está ambientada en ese año, en el que Estados Unidos estaba sumido en plena Segunda Guerra Mundial. Y, aunque Nueva York se mantuvo muy alejada de los campos de batalla, el desarrollo del conflicto bélico está presente en las páginas de la narración y resulta determinante en su argumento.
Principalmente, por el accidentado viaje de evacuación de uno de los personajes desde la Europa en guerra, pero también por multitud de detalles. Del uniforme de sargento de Marines que viste Harold a la breve escena con la que se da a entender que Gamadge colabora en el esfuerzo bélico desde el servicio secreto (algo que tiene en común con otro de los grandes detectives literarios: Albert Campion, creado por Margery Allingham) y también en aspectos de la ambientación que no aparecen reflejados con frecuencia en la literatura o el cine de la época, como la supresión de trenes o la conversión de vehículos privados en taxis.
La novela cumple así uno de los principales cometidos que se le ha reconocido siempre al género policiaco, el de servir de evasión y entretenimiento en tiempos difíciles, dando relevancia a crímenes individuales en tiempos de impunes carnicerías colectivas. Pero sabe hacerlo sin por ello ocultar el trasfondo de la época.
Elizabeth Daly (1878-1967) nació en Nueva York. Estudió en la Universidad de Columbia y fue profesora adjunta de inglés en la Bryn Mawr de Pensilvania. Si bien comenzó a escribir ficción detectivesca en la década de 1930, no logró el éxito hasta la década de 1940, pasados los sesenta años. Publicó un total de dieciséis novelas con Gamage como protagonista.
En 1960, Daly recibió un premio ‘Edgar’ por el conjunto de su trabajo.
«Una dirección equivocada» es la séptima de las novelas de Elizabeth Daly protagonizada por el detective aficionado Henry Gamage. A diferencia de lo hecho con otros personajes de la Biblioteca de Clásicos Policiacos (el detective Roderick Alleyn, de Ngaio Marsh, o el inspector John Appleby, de Michael Innes), Siruela no ha optado en esta ocasión por publicar en primer lugar la primera de las obras en las que aparece el personaje. Pero eso no impide en absoluto disfrutar plenamente de la historia: el lector se ve rápidamente incorporado al mundo del detective y simpatiza con su personalidad y la de sus colaboradores como si se reencontrase con viejos amigos.
La traducción, sin tacha, del inglés ha corrido a cargo de Raquel G. Rojas. Aunque el título original de la novela, «Arrow pointing nowhere» (algo así como “Flecha apuntando a ningún sitio”), puede hacer referencia a unas indicaciones gráficas dejadas por uno de los personajes, «Una dirección equivocada» resulta una adecuada versión en castellano.
Gloria Gauger, al frente del diseño gráfico, se separa un tanto de la línea seguida en la serie hasta el momento con la elección de la ilustración de la cubierta de este libro. Ha escogido en esta ocasión una imagen menos encorsetada y más propia de la Norteamérica de los años cuarenta que las pinturas estilo Art Déco de otros títulos de la colección.
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