Cinismos al margen (no estoy diciendo de entrada que esta película acumule esos epítetos y calificaciones… (¿o quizá sí?), lo cierto es que un filme “basado en hechos reales” suele llamar la atención, pues nos traslada a historias de personas normales como tú y yo en situaciones vitales en las que muchos de nosotros no habríamos sabido qué hacer o cómo tirar para adelante. Sí, es fácil criticar este tipo de productos cinematográficos… pero quizá sea porque no nos ha tocado lidiar con esos problemas. O porque somos alérgicos al dramatismo. Vale, lo admito, he caído de nuevo en el cinismo…
También es cierto que la curiosidad mató al gato; la que yo sentí por esta película cuando me hicieron saber sobre el pase de prensa me incitó a aceptar, aun siendo algo alérgico a este tipo de películas (algo de gato tendré). Y en cierto modo, se cumplieron bastantes de las expectativas que tenía con esta película, «Una razón para vivir» –título cliché donde los haya y que nos han colado en castellano a partir del mucho más lógico, a tenor de lo que padece el personaje protagonista, «Breathe», “respirar”–, que nos cuenta la historia de Robin Cavendish, interpretado con ese estilo a lo “quiero una nominación de un Oscar” por Andrew Garfield («The Amazing Spider-Man», «La red social», «Hasta el último hombre»).
Robin tenía una vida que parecía sonreírle, tras conocer a Diana (Claire Foy [«Wolf Hall», «The Crown»]), casarse con ella, trasladarse a vivir a Kenya como comerciante de té y esperar un hijo… o al menos así parece desprenderse de los primeros minutos, hasta que a los 28 años de edad cayó enfermo de poliomielitis. Su cuerpo quedó paralizado de cuello para abajo y afectó a su capacidad para respirar de manera autónoma, de modo que quedó condenado a vivir el resto de su vida postrado en una cama hospital, enchufado a una máquina que respiraba por él y con un tubo pegado a su cuello (traqueotomía mediante). Maticemos: condenado a vivir en una cama de hospital los pocos meses de vida que se esperaba, en aquellos años finales de la década de 1950, que viviera alguien con las graves secuelas que la polio había dejado en su cuerpo.
Así pues, dramatismo al máximo como prácticamente punto de partida tras mostrarnos a una pareja que, decíamos, tenía ante sí toda una vida por delante. A partir de aquí, se nos cuenta una historia de superación y coraje, de esperanza y vitalidad. Porque precisamente ese es el mensaje que la película quiere que el espectador tenga claro: que donde hay vida, hay esperanza, y que podemos sobreponernos a las mayores dificultades y lograr una vida casi tan feliz como la que nos habíamos imaginado.
Andy Serkis, cuya carrera (no hay más que ver su currículo, con también una notable labor teatral) no se reduce únicamente a Gollum o el simio César, se estrena como director –por cuestiones de calendario, ya que su debut debía producirse con «El libro de la selva», pero la cosa se ha retrasado a 2018– con una película que tiene como productor e impulsor al hijo de Robin Cavendish, Jonathan –con un papel en la misma, a cargo de Dean-Charles Chapman, el Tommen Baratheon de la quinta y sexta temporadas de «Juego de tronos»–, quien ha dejado en manos del novelista, dramaturgo y guionista William Nicholson («Nell», «Mandela: del mito al hombre», «Invencible») la labor de escribir el guion de esta cinta. Esto último de entrada –y se sobreimpresiona previamente a los títulos de crédito finales– ya nos hace intuir que la película trata de contarnos de manera muy subjetiva, pero no necesariamente “fiel” al cien por cien a los hechos, una historia familiar con una importante impronta sentimental para quienes conocieron al personaje; y que, por tanto, lo que se nos cuenta no será todo lo “real” que la etiqueta suele sugerir, sino aquello que se querrá que “sea” real para la posteridad y para quienes vean la película.
No es una crítica la que hago, sino una nota a tener en cuenta. Pues la historia de la película difiere en algunos aspectos (años que bailan, especialmente en el tramo final) de la historia aparentemente “real”. Y curiosamente la cosa comienza con un rótulo en la gran pantalla que versa “lo que sigue es una historia real” (en el original inglés), aunque la traducción que se añade no es del todo exacta: se apela a la consabida etiqueta “basada en hechos reales”, pero no significa lo mismo follows que “basado”; y añado que la traducción de los subtítulos castellanos de la versión original que se ha visto, aun en aras de la simplificación propia de dichos subtítulos, no es todo lo cuidada y literal que debiera ser.
A tenor de lo que llevamos de crítica, quizá el lector de la misma llegue a la conclusión que el autor de estas líneas se está poniendo un pelín (o un mucho) tiquismiquis y que de lo que se trata es de que se haga un comentario crítico de la película. Y en ello estoy, pero hay aspectos que llamaron la atención durante su visionado y que quizá no esté de más darlos a conocer. Y no quiero dar la impresión de que estamos ante una película con una intención “interesada” o “parcial”: que quede claro que el espectador se va a encontrar con aquello que el tráiler le anticipa, es decir, una historia de coraje y superación. Cómo Robin sacó petróleo de donde no había y salió adelante con las limitaciones físicas que tenía, y cómo logró ser el paciente de polio más longevo de la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX.
Y para ello hemos de hacernos a la idea de lo que era vivir con las secuelas de una enfermedad para la que entonces no había cura y con secuelas irreversibles. Cómo era recibir el diagnóstico de que prácticamente no había tratamiento y que casos como el de Robin significaban “pudrirse en un hospital” –palabras que apenas logra verbalizar el paciente a su esposa en un momento determinado– en los pocos meses de vida que se le dan. Subyace, a posteriori, una denuncia de cómo los médicos trataban entonces los casos graves de polio y cómo los pacientes eran prácticamente apartados de la luz pública y sus familias despojadas de toda esperanza.
¿Quizá el hecho de quedar desahuciados en el hospital era más mortífero que la enfermedad en sí? Quién sabe. La película, con todo, tampoco está falta de una cierta condescendencia hacia prácticas de otros países, como una secuencia en la que los protagonistas viajan a un hospital de Alemania y se nos muestra una limpérrima (y con ecos de «2001: una odisea en el espacio») sala en la que diversos pacientes de polio están acumulados, como si fueran cadáveres en nichos de una morgue, y médicos a su alrededor los tratan y atienden más como cosas que como pacientes vivos y sufrientes. Condescendencia que se mezcla con tipismo (¿o quizá pintoresquismo?) cuando los personajes viajan a España en 1971 y se muestra unos paisajes (cerca de Tarragona, se supone) y unas maneras de ser de “españoles” de la época que el espectador duda si tomarse a risa o con hastío o quizá ofensa (cada cual que proceda a su manera).
En este sentido, pues, estamos ante una película con unos ciertos inputs de fondo que ayudan a potenciar el mensaje: por muy malas que estuvieran las cosas, y lo estaban, Robin se las ingenió para salir adelante, y con la ayuda de su esposa, inasequible al desaliento. Y con esto sacamos otra conclusión de la película: el drama (lógico) sobrevuela y se impone a lo largo de la cinta por encima incluso del desarrollo de los personajes, en concreto, de Diana. De ella sabemos poco desde el principio del filme: su vida se cuenta en función de Robin, del encanto de este y su pretensión de unirse y casarse con ella. Diana apenas tiene más desarrollo que el de esposa feliz en los primeros minutos y el de esposa sufriente y destinada a ser la enfermera permanente de su marido durante los noventa minutos posteriores. Tampoco es que de Robin sepamos gran cosa, sus ansias y sueños, pero al focalizarse el guion en cómo trató de superar las limitaciones que le imponía la enfermedad –comenzando por la del riesgo de morir asfixiado en apenas dos minutos si quedaba desconectado de la máquina de respiración–, el personaje halla su sentido y, por tanto, también su evolución. Nos tememos que no podemos decir lo mismo de Diana como personaje autónomo –mujer, esposa, amante o madre–, quedando apenas unas pinceladas de estos sustantivos en un cuadro que se ha pintado con otros colores.
De hecho, incluso el doble papel que interpreta el siempre eficaz Tom Hollander, en este caso los hermanos gemelos de Diana, apuntan más matices y algo más de desarrollo en cuanto a unos personajes que no pierden del todo su propia especificidad. El resto de personajes secundarios, de la nanny de Diana que ahora también le echará una mano en el cuidado del enfermo al profesor Teddy Hall (Hugh Bonneville [«Downton Abbbey»]), amigo de Robin, que pone en práctica la idea de este sobre el mecanismo de la silla de ruedas con respirador incluido que permiten al paciente “levantarse” de la cama/sepulcro en vida y ver que hay mucho más mundo para alguien en su situación; pasando por el doctor Clement Aitken (Stephen Mangan), que ayudará a Robin a expandir su invento y a mejorar la calidad de vida de los pacientes severos de polio, o el mejor amigo de Robin, Colin (Ed Speleers), a quien el sufrimiento de su amigo tanto impacta: todos ellos apenas tienen un desarrollo tangencial en la trama principal y apenas muestran más detalles que puedan enriquecerla. Pues es una trama cerrada y circunscrita a una tesis que, por tópica y redundante, no necesita de más aderezos: mostrar el drama y la historia de superación, con un par de detalles sobre lo hondo que se puede caer (pero sin mostrar mayor profundidad) y un montón de recursos argumentales sencillos pero poderosos que llegan al espectador… y que tanto director como guionista saben que llegarán a un espectador que conoce perfectamente los códigos del género de películas “basadas en hechos reales”.
Con todo lo dicho, no obstante, no estamos quitándole méritos, que los tiene, a una película que funciona muy bien con esas piezas. Los actores, en general, logran llenar los personajes y hacerlos creíbles al espectador, a pesar de algunas deficiencias apuntadas. El toque de “película británica muy británica” se percibe a lo largo de todo el metraje: en ambientaciones, actitudes e interpretaciones. Andrew Garfield transmite vitalidad con una sonrisa franca y abierta, y nos contagia parte de esas ganas de vivir que el personaje, superada la depresión inicial, asume como lema de vida. Cierto es que la parte final del filme se nutre de un aire triste (argumentalmente obligado), pero incluso entonces permanece (lágrimas al margen, llevad kleenex al cine) una pátina de esperanza y de sensación de que lo vivido se ha vivido bien a pesar de todo; que la vida será tan buena como queramos y que no hay que rendirse jamás. Incluso la música acompaña con un brío alegre ese subidón de endorfinas en algunos tramos de la película.
Y es que esta película te va a dar lo que esperas, y te lo va a dar con una buena, aunque impersonal realización (Serkis necesita progresar como director), una fotografía cuidada, especialmente en los exteriores, y un ritmo ágil (quizá sea más discutible el montaje de algunas secuencias y las elipsis algo forzadas). Quizá con todo esto, dentro de los cánones del género de películas “basadas en hechos reales”, sea más que suficiente. A fin de cuentas, de eso se trata: de emocionarte con una historia de superación… ¿no?